Los últimos años, largos, muy largos, los pasamos cuestionando las políticas educativas de la derecha, por injustas, ineficaces, burocratizantes, descaradamente favorecedoras del negocio de la educación. He visto inventar innovaciones con una ignorancia supina del saber acumulado por la investigación y la reflexión de muchos maestros y muchas maestras, vendiendo acreditaciones como quien vende chucherías en el quiosco. Y se ha mirado a la infancia como un objeto que moldear según determinados intereses y culturas y no como un sujeto de derechos para los que la educación debería ser la garantía de un crecimiento emancipador.
No olvido aquel intento de creación de un estatuto jurídico superior para el maestro, estúpida forma de reivindicar su autoridad, acompañada por la recuperación de la tarima. Como no olvido los múltiples informes que vienen denunciando los estereotipos eurocéntricos, sexistas, heteropatriarcales, antiecológicos en el contenido de los libros de texto, mientras los gobiernos –progresistas o no progresistas– los regalan sin ningún miramiento, es decir, despreciando esos informes. Y no se sabe de ningún consejero de Educación que se haya reunido con los editores del libro de texto para negociar que la compra estará relacionada con la mejora de la calidad del producto.
No olvido tampoco las protestas que inundaron las calles de verde en muchas ciudades, una auténtica marea frente a los múltiples recortes en la educación pública. Llegaron también aquellos representantes políticos a actuar en una subcomisión para pactar políticas educativas manejando conceptos como universalidad para enmascarar privatización y mantenimiento del statu quo. Y así les fue. En un siglo, un país y una escuela donde la ciencia y el laicismo deberían gobernar el curriculum, cerramos el curso un año más con la doctrina y los dogmas de la fe católica dentro de las aulas. Y finalmente, se convocaron oposiciones en algunas comunidades autónomas para contratar a miles de maestros y maestras que tendrán en sus manos la responsabilidad de la educación a las futuras generaciones durante las próximas décadas, y los criterios para el diseño de las pruebas, la selección de tribunales y baremos de evaluación son más de lo mismo, con el pecado añadido en el caso del País Valenciano, que quien tiene la responsabilidad de esa gestión es un gobierno autonómico considerado progresista. Perverso ejemplo de laxitud conceptual y de desimplicación de quien tiene la responsabilidad de la política.
¿Será el nuevo curso una reproducción del anterior como lo fue el anterior reproducción del anterior? Pues si así pintara la cosa habría que hacer lo posible por evitarlo. Y me parece que hay dos conceptos que están en la base de la respuesta y el cuestionamiento político de la continuidad. El primero tiene que ver con el movimiento social y el segundo con la hegemonía. Me parece que el saludable y potente proceso social que articuló y unificó múltiples actores comprometidos con la acción colectiva de defensa de la escuela pública, perfectamente simbolizados en las camisetas verdes, no debería tener esas camisetas guardadas en el armario, pues el conflicto político que ha venido poniendo a la escuela pública sobre las cuerdas no ha desparecido. Lo público, en general, y la escuela pública, en particular, siguen amenazados por la lógica neoliberal de la individualización y el sálvese quien pueda. El movimiento social que encabezó la reivindicación de la dignificación de la educación pública tiene todavía mucha tarea hasta hacer realidad ese cambio personal, cultural y político en la escuela.
Debería ser tarea de quienes tienen la responsabilidad de una gestión progresista de la educación pública, ayudarnos a pensar de un modo más crítico qué curriculum implementamos, con qué formación desarrollamos la profesión, cómo cualificar y profundizar en los procesos participativos, de qué modo se avanza en la democracia escolar, con qué referentes pedagógicos y políticos ha ido cultivándose el saber de renovación pedagógica, en fin, cómo hacer del cotidiano escolar un campo de reflexión y experimentación de nuevas y mejores posibilidades para facilitar el crecimiento humano con saberes emancipadores. Sin embargo, no parece que esos nuevos conceptos, que esa nueva y nutrida caja de herramientas con las que pensar estrategias de cambio y mejora de la escuela, vayan a venir de esos espacios de la administración educativa. Tal vez se les coma el tiempo la burocracia, tal vez. Es como si la vida de la escuela haya dejado de ser un concepto político y cada cual pueda inventar su momento como mejor le convenga. Por eso hace falta un potente movimiento social que recupere la acción política y pedagógica, el pensamiento político y pedagógico, la creación de conceptos y procedimientos para hacer más pública la escuela pública.
Recuerdo que en el primer gobierno del PSOE un ministro de Educación llamado José María Maravall nos confesaba en una reunión con los Movimientos de Renovación Pedagógica su necesidad de que andáramos por delante, creando una conciencia crítica que facilitase el avance y el cambio pedagógico. Era una lúcida petición de quien sabía que en el territorio de la educación se libra una permanente disputa por la dirección intelectual y moral del sentido de esa educación, y hace falta, entonces, un potente movimiento social que genere otras explicaciones, que busque otras estrategias, que facilite otras comprensiones sobre los que es o no posible. No es una cuestión de coerción, es una cuestión de convencimiento.
En aquel inmenso 8 de marzo del curso pasado una maestra le dijo a otra que anunciaba en el claustro su voluntad de ir a la huelga, que no estaba de acuerdo y que le parecía injusto e insolidario tener que quedarse con los niños y niñas de su clase. Ya me dirán ustedes si no sería una buena gimnasia empezar el curso con algo más de trabajo ideológico. Y no olviden que la ausencia de ideología es la ideología de la derecha.