Estaba en la sala de profes. Mi hijo, que había emprendido en Tarancón, me puso un whatsapp en el que me decía «cierran Madrid». Empezaba el recreo. Tiré de móvil:
—¿Cómo que cierran Madrid?
— Eso dicen.
— Vente para acá. Cierra el estudio y vente para acá.
No me hizo caso. Como mi hijo, como yo, el resto de docentes de la sala de profes se movía entre el pánico y la necesidad de aparentar calma. Dirección no sabía a qué atenerse. Era la semana en la que se estaban celebrando las reuniones de la segunda evaluación. Sonó el timbre. Entré en mi clase de 1.º A. Preguntaban las criaturas (imaginen su pánico pequeñito y tierno; su necesidad de aparentar calma, pequeñita y tierna). Y esta vez yo no tenía respuesta.
— No os asustéis; nunca hemos vivido algo así; tampoco yo lo he vivido. Nadie tiene respuestas. ¿Sabéis ese emoticono del whatsapp? —Y hacía el gesto— Pues así estamos. Tampoco en casa sabrán deciros hasta cuándo cierra el insti; nadie lo sabe. En principio, 15 días. Ya iremos viendo. De momento, apuntad estas tareas y estad pendientes del aula virtual.
De repente, nos dimos cuenta de que no éramos inmortales; de que somos tan vulnerables como el resto del mundo. Sí, ya… cualquiera que hubiera alcanzado la madurez lo sabía. Ya.
Aún aguantamos una jornada más de evaluaciones presenciales. En el aula más grande, con las ventanas y los recelos abiertos de par en par. Luego se decidió acabar las últimas por vídeo conferencia.
A partir de entonces, el confinamiento; los coches con luces azules patrullando las calles en primera advirtiendo por megafonía: «La policía local vela por su seguridad». Yo imaginaba esa voz amenazante en los oídos de mi alumnado. Los mensajes de tutoras eran constantes, diarios, en el grupo de WhatsApp de profes:
«También ha fallecido la abuela de Alejandra 2.ºA. Me pide su madre» (la huérfana) «que lo tengamos en cuenta para la entrega de trabajos».
Coincidía que una compañera de inglés resultó ser vecina mía. Vivía en el edificio de enfrente; cada tarde, a las 8, nos saludábamos de lejos y gritábamos un «hasta mañana, vecina» acompañado de un movimiento lento y amplísimo de los brazos, como náufragas. Un día, escribió en el grupo de profes: «mi abuela ha muerto». Las abuelas de nuestras criaturas eran, son nuestras abuelas. Nuestras madres. También se murieron muchas de nuestras abuelas, de nuestras madres. Yo me traje a la mía pasados los 15 primeros días (cuarentena de rigor); mi hermano trabajaba (sigue trabajando) aquí al lado, en (el Mercado de) la Cebada. Personal esencial en primera línea, de esos que llevaban la compra a las pocas viejitas de este barrio y se la dejaban en el descansillo, de lejos, sin acercarse. Nuestro privilegio era el del teletrabajo, que tampoco nos permitía acercarnos a nuestras criaturas.
«Enciende la cámara, que no me gusta hablarles a dos letras dentro de un circulito sobre pantalla negra». Protección de la intimidad; me da vergüenza; estoy en pijama, profe. Mi madre, niña de posguerra, cocinaba con obstinación y poligrasas polisaturadas. Pasaba la mopa constantemente; y aparecía en plano por detrás en plena reunión de departamento. El resto de profes de Lengua la saludaban con cariño cuando la veían, como una presencia inquietante al principio, como alguien familiar después. Mi madre acabó asomando la cabeza por la puerta entreabierta del despacho improvisado (la habitación de trabajo se había convertido en la suya) preguntando si había gente antes de entrar, enarbolando la mopa como en un torneo medieval. Se colaban en la clase madres, gatos, hermanos, despachos, dormitorios. Llegó la Semana Santa, menos mal, ahora sí tenemos tiempo para ponernos al día con el aula virtual; con Teams, con el ordenador frente al que pasábamos horas y horas. Hay quien dice que este es el único trabajo en el que se está deseando que llegue el fin de semana… para poder trabajar con más calma.
Alarma: no sabemos nada de Mario. No entrega trabajos; no se conecta; no responde a los correos ni en el aula virtual: se lo ha tragado la tierra. La tutora busca el número en Raíces y llama con su móvil. Tres, cuatro, diez… estudiantes. No, son más. ¿Cuántos son? Confeccionemos una lista. Seguro que tenéis portátiles por casa, dice el director, que sabe mucho de Informática. Convoca claustro, y un ruido sordo de fondo indica que una de las impresoras 3D del insti está en su casa, funcionando día y noche, fabricando soportes para viseras. Nos dice que la otra la ha prestado a alguna asociación para el mismo fin. «Si tenéis un ordenador que no estéis usando, me escribís un correo y me paso por vuestra casa a por él, lo limpio y voy prestándolos a los chicos que no tienen. Yo os hago un justificante para que podáis traerlo al centro o me paso a recogerlo por vuestra casa. Formateo, instalo Linux, que pesa menos… A este no le va el teclado. Pero si compro uno y se lo pongo, queda perfecto».
Correos electrónicos de familias agobiadas; mensajes en el aula virtual; en Teams. Correos, mensajes, correos, mensajes, más correos, más mensajes. Un «¿Cómo estáis?» al empezar cada sesión. Un «cuidaos mucho y cuidad de vuestra gente» en cada despedida. Vamos a leer un fragmento de El diario de Ana Frank.
A un alumno de bachillerato se le ocurre grabar un corto. Invita al claustro a participar. Nos envía el guion, que nos desnuda con los ojos del alumnado: el de Filo, filosofaba; el de Reli, bendecía. Nos grabamos en casa, rodando con el móvil la escena que nos ha sido asignada. Exponemos nuestra intimidad (mi dormitorio, mi terraza y las vistas desde ella: ahora ya saben dónde vivo) porque es necesario. Es necesario aferrarnos a nuestras vidas; confiar; ser generosa con los demás. Es imprescindible. Dedican el corto a quienes ya no están y al personal sanitario.
¿Cómo vamos a hacer exámenes en el aula virtual? ¡Van a copiar todos! Nos explota en la cara la inconsistencia del sistema. Se les aparece San Coronavirus; Nuestra Señora de Covid. La tutora de 1.ºA montó una fiesta fin de curso virtual. El año que viene habrá que implementar planes que acuerpen al alumnado; todo esto sobrepasa a cualquiera (¿no nos incluimos en ese «cualquiera»?).
Volvemos al insti. Bajada de ratio (¿dónde los metemos, si aún no está la fase que ya debería estar?), perdemos aulas especiales. Para los mayores, intercambio en el recreo entre la mitad que ha permanecido en clase y la otra mitad, que se ha conectado en casa. Otra vez enciende la cámara, pero otra vez protección de la intimidad; me da vergüenza; estoy en pijama, profe. Llegan los refuerzos covid: docentes, ordenadores. Gel hidro-alcohólico; termómetros; dos marcos horarios escalonados; diferentes puntos de entrada y salida que salen de la chistera; señalización horizontal y vertical; aforo en el baño: 2 personas.
Había que planificar la vuelta a clase con medidas que atendieran lo emocional, pero patatas. Mi madre ya no asoma por detrás, con su bata y su mopa (abre la ventana, Marta). El perro ya no lloriquea al otro lado de la puerta porque no le haga caso (la mascarilla, Miguel). «La pregunta también es para quienes estáis en casa. Que levante la mano quien lo haya entendido bien. La mano. ¡La mano! Está al lado de los tres puntitos, ¿la veis?» Se oye una cucharilla golpeando contra el cristal del vaso. «Pero ¿te estás preparando el Colacao o qué haces, Enrique?». La cucharilla justifica la presencia, aunque sea desganada. Lucía está en la cocina; su madre trajina al fondo del plano y, de vez en cuando mira con los ojos muy abiertos a la pantalla del ordenador. Un grupo de alumnos monta una liguilla paralela de videojuegos: se conectan y se ponen a jugar. Aparecen en la lista, pero en realidad están en otra dimensión, como cuando en el aula se ponían a pensar en sus cosas. Más mensajes a deshora; problemas técnicos;
«No me dejaba conectarme, profe».
«No me dejaba enviarte el trabajo, profe».
«No se oye, profe».
«Nada. No se oye».
«Tampoco».
«Miguel, mira a ver si tú sabes qué le pasa a esto».
«¿Ahora? Por fin».
El alumnado de 1.º llega más desconcertado que nunca. No han podido mirar sus paredes pensando «y el año que viene, al insti». Se fueron en 6º sin apenas recoger sus fichas, que deberían haberse guardado en el trastero familiar como recuerdo de su paso por primaria. Como el profe que se esconde para llorar a su madre, muerta sin caricias, los primerines no han podido pasar el duelo que significa despedirse del cole.
El curso se convierte en una montaña rusa: cifras («abre la ventana»), medidas («la mascarilla»), casos («Carlos, 3.ºA, positivo: se reincorpora el día 7»); una vorágine que nos absorbe: ya solo somos capaces de sobrevivir pensando en el que viene, porque el curso 20/21 se convierte en una transición a lo que está por venir.
De aquellos barros, estos lodos. 15 protocolos ACSA abiertos en mi centro. Significa que 15 jóvenes están en riesgo de suicidio. Se incluyen solo, claro está, estudiantes que han manifestado conductas autolíticas, depresión o ideación suicida. Que sepamos. Un potentísimo departamento de orientación que, a pesar de su compromiso y su incuestionable dignidad, entrega y competencia, está desbordado. Que nos envía correos a las 3 de la mañana; que convoca reuniones a séptima constantemente. Tutoras que llaman a las familias a las 7, a las 8, a las 9 de la tarde. Porque si mañana Clara toma la decisión, nos sentiríamos responsables. ¿Imaginan qué alcance tiene aquí la palabra «responsabilidad»? Clara, a pesar de todo, es una privilegiada. En vista de que la espera para ingresar en un centro de día público rondaba el año, su familia ha podido optar por uno privado. Para otras familias, las consultas se salpican mes a mes en el centro de especialidades, que ni siquiera está en el barrio.
Mi diagnóstico: están desquiciados. Dice un compañero que no es incertidumbre lo que los dinamita, sino una certeza: la certeza de que no hay futuro. Sé que mi compañero tiene razón, al menos en parte. Seguimos cuidando de ellos, de ellas; somos la banda del Titanic porque creemos firmemente que la música nos salvará del naufragio.
No nos dejen solos. Queremos, de verdad que queremos, pero no podemos, ni debemos asumir un papel que corresponde a otros profesionales. Estamos agotados; desbordados. Hemos echado el resto, lo hemos puesto todo de nuestra parte. No ha habido madre con mopa, aplicación informática, mascarilla, frío, horario, miedo o duelo que nos tumbara. Pero es desolador verlos sufrir así. No encuentro las palabras adecuadas cuando Andrés pronuncia con la barbilla pegada al pecho un «¿Qué importa eso? Nada importa». Aunque no los veo, me duelen los cortes que están en sus brazos. Necesitamos más formación, sí; pero también que nuestro alumnado sea atendido como merece por profesionales. Conscientes de que se trataba de una situación extraordinaria, que no puede prolongarse indefinidamente, nosotros hemos excedido nuestras competencias. Las administraciones deben asumir las suyas ahora. No se nos puede pedir más.
Soy profesora de Lengua castellana y literatura en un instituto público de la Comunidad de Madrid. Quiero a mis alumnos y a mis alumnas. Sin reservas. Observo atónita su perseverancia por seguir siendo jóvenes, y me siento orgullosa de ellos y de ellas. Tengo la mejor profesión del mundo.