Los seres humanos han intentado transmitir a los niños y niñas las maneras de comprender y de intervenir en la realidad, de forma que se garantizaran la estabilidad y permanencia de las sociedades en ese tiempo y en ese lugar.
A medida que las sociedades humanas han ido siendo más complejas, los conocimientos y valores se han comenzado a transferir de forma más ordenada y selectiva, controlando sus contenidos y su alcance. Este intento consciente y regulado de transmitir y reproducir lo que se considera valioso se llama hoy “educación formal”, y pretende propagar una cultura común que facilita el gobierno de las personas y las prepara para su incorporación al sistema de reproducción social.
Parece, por tanto, importante que la educación sea consciente del contexto en el que se desarrolla y de los problemas reales que se dan en él y que condicionan las posibilidades de reproducir la sociedad en condiciones justas.
Vivimos un momento de profundas incertidumbres. Nos encontramos ante una crisis civilizatoria que tiene expresiones ecológicas, políticas, culturales y sociales, todas ellas interconectadas. No es posible obviar esta crisis multidimensional si se quiere entender el mundo que habitamos y educar integralmente a personas críticas, autónomas y capaces de afrontar, con inteligencia y humanidad, estos momentos de cambio acelerado.
En los inicios del siglo XXI, las diversas expresiones de la crisis cuestionan el paradigma que ha dominado desde el inicio de la Modernidad. La mundialización del capitalismo, el crecimiento demográfico y la revolución tecnológica en el ámbito de la información y la comunicación han desencadenado una expansión ilimitada del deseo de consumo y de las demandas económicas que han provocado un aumento enorme de la presión sobre los recursos de la naturaleza, la alteración profunda de los ciclos naturales y la superación de los límites físicos del planeta. Puede decirse que los seres humanos hemos llenado el planeta que habitamos.
La situación de translimitación se plasma en múltiples fenómenos interrelacionados: el declive de recursos fósiles, minerales y pesqueros; el cambio climático; la alteración de las dinámicas cíclicas de los sistemas hídricos o de los ciclos del carbono o del fósforo; la pérdida de biodiversidad, etc…
Pero además, esta hecatombe de la naturaleza no ha generado riqueza para las mayorías sociales, sino que nos situamos en un mundo marcado por la profundización de las desigualdades en todos los ejes de dominación. Las sociedades presentan importantes desigualdades de clase, género, pueblos, etnias, religiones, culturas y civilizaciones.
Las diversas manifestaciones de la crisis económica, social y política están interconectadas y señalan a un conflicto sistémico entre la organización socioeconómica y las bases materiales y relacionales que sostienen la vida humana.
La tensión entre seguridad, equidad y libertad toma en el mundo actual rasgos específicos. En un mundo con los límites físicos superados, los valores de justicia, autonomía, bienestar o libertad deben adquirir nuevos significados. En los países que se consideran desarrollados, se ha producido desde finales del siglo XX, una profunda involución que aumenta la desigualdad y cuestiona derechos sociales adquiridos y erosiona la democracia. A escala mundial, siguen vivos mecanismos de explotación, de viejo y nuevo tipo, y en muchos países las necesidades básicas no están cubiertas, la democracia es inexistente o precaria y las formas de convivencia alientan el conflicto, la violencia, la exclusión y la pobreza.
A la vez, estamos asistiendo a la emergencia de una movilización social que busca soluciones a los problemas de sostenibilidad, equidad y democracia, que reflexiona sobre los problemas que afrontamos y sobre el diseño de nuevos contratos sociales en los que quepamos todos. En muchos ámbitos, se indaga sobre lo que podría ser una vida buena, sobre modelos alternativos de convivencia y cohesión social, sobre la articulación de sociedades equitativas y diversas o sobre la reconversión hacia modelos socioeconómicos justos y compatibles con la dinámica de la naturaleza.
En definitiva, nos enfrentamos con un futuro incierto, en el que probablemente no van a funcionar las nociones y las prácticas que han marcado la edad moderna, por lo que es previsible –y necesario- que las personas y las sociedades tengan que afrontar cambios profundos en planos diversos, si quieren conservar y desarrollar una vida personal y social dignas. Además, es urgente hacerlo.
Cabe preguntarse si la cultura, valores, prácticas y conocimientos que hoy persigue la educación formal, en el marco de la escuela y las instituciones educativas, están a la altura del ciclo histórico que vivimos o si, más bien, se instalan en la reproducción de la cultura dominante, formando, entonces, parte de los problemas y no de las soluciones.
Aunque la educación, obviamente, no es la única responsable de transformar una cultura en guerra con la vida, el sistema educativo no puede permanecer ajeno a la necesidad de modificar drásticamente la percepción y la relación de los seres humanos entre ellos y con la naturaleza. Es preciso que en la escuela se aprenda, por ejemplo, la organización cíclica que permite la regeneración y el mantenimiento de la vida; se conozcan otros indicadores que superen la limitada contabilidad monetaria y den cuenta de los flujos reales de energía y materiales; se incorpore el conocimiento sobre la historia y la evolución del territorio y los ecosistemas; se visibilice, valore y reparta el cuidado y la reproducción de la vida humana… Es imprescindible que, también desde la educación, se entiendan, desarrollen y enseñen las implicaciones centrales de la insostenibilidad. Evidentemente, no es el único agente transformador, pero su papel en la creación de nuevos imaginarios es incuestionable.
Una educación preocupada por la resolución de los problemas culturales, sociales, económicos y ecológicos, una educación que se vuelque en la consecución del bienestar para todos y todas, no puede obviar la situación de previsible colapso ecológico en la que podemos incurrir si no somos capaces de impulsar con urgencia importantes cambios económicos, culturales y sociales.
Hay quienes piensan que plantear estos problemas a los niños y niñas es muy duro. Aceptando que la forma de abordarlos no puede ser igual que con las personas adultas, entendemos que no se les puede mantener en la ignorancia. Se trata de su mundo, del presente y del futuro. No podemos negarles este conocimiento y la capacidad de elegir cómo actuar ante él, siempre dejando claro que somos los mayores -y sobre todo algunos mayores- los responsables del desastre, y que además existen posibles salidas.
Abordar sin tapujos la crisis global puede convertir a la escuela en un espacio de conocimiento, resistencia y esperanza de cambio.
Yayo Herrero. Directora General de FUHEM