Es bien sabido que en este año 2016 que enfila su recta final, celebramos el centenario (1916) de la aparición del libro de John Dewey, Democracia y Educación. Y también, el cincuentenario (1966) de la publicación del Informe Coleman. Dos piezas distintas por su contexto, por su registro, por su tiempo y por sus circunstancias, pero dos documentos indispensables para transitar y revisitar la educación del siglo XX. Afortunadamente, hemos podido leer comentarios y artículos de reconocidos historiadores y sociólogos de la educación de nuestro entorno, acerca de la importancia de aquel libro de filosofía de la educación y de aquel informe de investigación sociológica, pero no quisiéramos dejar de hablar de ello, aunque sea en el modesto espacio de un blog.
Seguramente, Democracia y Educación de John Dewey (1859-1952) ocupa un lugar de gran centralidad en el conjunto del pensamiento pedagógico de su autor; ya había publicado varias obras y vendrían muchas más. Pero Democracia y Educación como si se tratara de un espejo de sus concepciones pedagógicas, es un texto que recapitula, repasa, reconstruye y abre hacia el futuro, la evolución educativa en Estados Unidos, pero con una vocación universal. Y, efectivamente, el impacto será consistente y amplio; tanto o más fuerte en la vieja Europa, lo que no dejó de sorprender a alguno de sus coetáneos norteamericanos.
Cincuenta años más tarde de la aparición de la obra de Dewey, se publicaba el informe dirigido por James S. Coleman (1926-1995), por encargo del comisionado de Educación del gobierno del presidente norteamericano Lindon B. Johnson, a raíz de la promulgación de la Ley de Derechos Civiles (1964). El llamado Informe Coleman sobre la igualdad de oportunidades en educación, aporta datos, condiciones de posibilidad y límites respecto de la capacidad del sistema educativo para reducir las desigualdades. Apunta al núcleo más sensible de lo que debería ser un sistema democrático. Una piedra de toque a las esperanzas de John Dewey acerca de la democracia y del devenir de la institución escolar como motor de cambio social. Un aviso y una brújula sobre hacia pueden ir las políticas educativas (sociales, económicas) y en las prácticas pedagógicas, para que, efectivamente, la educación, en las instituciones escolares y más allá de ellas, genere progreso y bienestar a todas las personas.
En el mismo año de 1966 y a un nivel más doméstico, se celebraba en Barcelona, la primera Escuela de Verano (“Escola d’Estiu”) organizada por la Asociación de Maestros Rosa Sensat, recién creada, un año antes. Aprovechando las grietas crecientes en el muro de la dictadura franquista, recuperaba una tradición iniciada a principios del siglo XX, de maestros y maestras que se reunían para aprender juntos, conversar, formarse.
Hoy, cincuenta años más tarde, el paisaje educativo cuenta con nuevos actores, nuevas dinámicas, nuevas estrategias. Pero hoy como ayer, hay algunos equipos de maestros y maestras que, sin pedir permiso, ni sin esperar la aquiescencia o las instrucciones de sus administradores o de otras jerarquías, ponen en marcha procesos de discusión, de reflexión, de cambio, de manera horizontal, sin subvenciones pero sin muchas ataduras. En las aulas, en los seminarios y en las redes. Seguramente muchos de ellos firmarían una aseveración de otro “grande”, Ivan Illich, cuando declaraba, poco tiempo antes de su fallecimiento: “No aspiro a ejercer una influencia cualquiera. Quiero alimentar una reflexión con círculos de amigos comprometidos con un esfuerzo común”.
En esta dinámica activa y cambiante del campo educativo, la conversación se convierte en un elemento de construcción de un espacio común, por decirlo en términos deweyanos, en oposición a una mera contemplación del estado de las cosas. Y en este proceso, puede ser interesante compartir la lectura o la relectura de Dewey y Coleman: sus trabajos y también las críticas que recibieron, a un lado y a otro del Atlántico, y a un lado y a otro del espectro ideológico.
No tiene ningún sentido citar, como si de un santoral se tratara, sin matices y de carrerilla a los grandes nombres de la pedagogía del siglo XX, como un conjuro que por arte de magia nos convierte en maestros renovadores o en escuelas estupendas, sin que hayamos cambiado nada de nuestras acciones. Al contrario, revisitar a Dewey y Coleman, por ejemplo, puede ser una estrategia fecunda, cien años más tarde, cincuenta años más tarde, para acompañar el abordaje de los pequeños y grandes retos que como comunidad tenemos planteados, en el campo de la educación y de la vida pública.
Antoni Tort. Profesor de la Universidad de Vic