Entre los muchos problemas educativos no resueltos o mal resueltos en España está la escolarización del alumnado gitano. La globalización, la digitalización, la inclusión, la multiculturalidad, las migraciones y otros fenómenos de largo alcance han conseguido que ya sea poco útil el enfoque etnoculturalista tradicional que venía a decir que la persistente objeción del pueblo gitano, su absentismo crónico, su descorazonador fracaso escolar, su descuelgue prematuro, eran la expresión de su oposición radical a verse engullidos como pueblo, a ser desposeídos de su cultura y de su identidad, a tener que convertirse a la fuerza en payos.
Hoy tenemos claro que este tipo de conflictos deben ser abordados desde un doble prisma: el socioeconómico, que pone el acento en la desigualdad y en la marginación social, y el cultural, que pone de relieve la necesidad de ser reconocido como ciudadano de pleno derecho, en pie de igualdad aunque se pertenezca a una minoría, ante un estado que nunca es neutral, sino que legisla y actúa desde una determinada adscripción cultural (lingüística, religiosa, familiar, educativa, histórica, etc.).
Para un sector amplio del pueblo gitano, el peso de la desigualdad, de la pobreza, de la precariedad laboral, de la infravivienda, y el grado de estigmatización sufrido, son todavía a día de hoy determinantes, de forma que siguen siendo imprescindibles políticas decididas y estructurales de lucha contra la exclusión, contra la degradación urbana y contra las pulsiones racistas de la sociedad mayoritaria. E inmediatamente después habría que añadir que la escuela, todas las escuelas españolas, deberían incorporar la perspectiva intercultural, tanto en sus formas de relación y participación y en su clima institucional como en sus metodologías y, por supuesto, en su agenda cultural o curricular: no es de recibo que la ciudadanía no tenga ni idea de que la percepción negativa del mundo gitano tiene su origen en la permanente marginación y persecución a que han sido sometidos; no puede ser que la escuela sirva para reforzar los prejuicios más degradantes, muchas veces por omisión, y no para combatirlos.
No debería tolerarse ni un día más la existencia de escuelas solo para gitanos, como las que todavía son habituales en muchas ciudades, reminiscencias de aquellas escuelas puente que nunca, a pesar de su trabajo abnegado, consiguieron su objetivo. ¿Cómo es posible que nos llenemos la boca de ideas como integración, cohesión social, convivencia, y no cortemos de raíz, realidades que trabajan, en silencio pero sistemáticamente, justo en sentido contrario?
Por otra parte, todas las identidades, en sociedades complejas, libres y abiertas como la española, son móviles, cambiantes, híbridas, contaminadas. También la identidad gitana que, si algo ha demostrado a lo largo de los siglos, es no solo su capacidad de supervivencia en entornos hostiles, sino también su capacidad de adaptación y su flexibilidad. Desde el mundo no gitano a veces tendemos a esencializar su cultura, a verla como algo ancestral, inamovible y opaco, incapaz de recrearse y de interactuar con el medio; algo que de ningún modo nos aplicaríamos a nosotros mismos, una mirada que denota lejanía y algo de supremacismo. No: la identidad gitana también está en movimiento, como todas, y tiene ante sí retos importantes que resolver. Uno de ellos es el profundo proceso de individualización que vivimos todos en un contexto que podemos calificar –sin entrar en detalles- de postmoderno ante una cultura gitana que otorga una gran preeminencia a lo colectivo, a la familia, a la comunidad; o el valor de la conciencia individual autónoma frente a la seguridad y la previsibilidad que dan la tradición y las leyes consuetudinarias…
De entre los ingredientes de la cultura gitana, desde el mundo educativo deberíamos valorar y tener más en cuenta su visión de cómo educar a las generaciones jóvenes, no solo porque el trabajo escolar demanda un diálogo franco y hasta cómplice con las familias del alumnado, pues desde una y otra agencia buscamos unos mismos fines (su desarrollo integral, su bienestar, su independencia), sino también porque a lo mejor tendríamos alguna sorpresa agradable y estimulante.
Sabemos, por ejemplo, que la educación gitana da una gran importancia a la libertad de los educandos, pero nosotros seguimos reivindicando –al menos de palabra- el legado de A.S. Neill. Es una educación muy vinculada a la vida cotidiana, muy aplicada, muy práctica: ¿no es lo que, al parecer, hay detrás de las competencias? Una educación activa, basada en la manipulación y la experimentación, pero nos remitimos a Montessori y a Dewey para recalcar que solo aprendemos aquello que hacemos, aquello que tiene sentido para nosotros. Sabemos también que, en lo que hace referencia a los aspectos socioafectivos, a menudo el alumnado gitano muestra cierta inseguridad, ciertos miedos y recelos: un motivo perfecto para construir en la escuela ambientes seguros, basados en unas relaciones de estima y confianza, que cuiden la autoestima de todos y cada uno, y generen expectativas positivas parta todos, porque sabemos que eso redundará en un aprendizaje más eficaz y en un desarrollo más armónico.
Estos últimos años, ante la llegada intensa y extensa de alumnado extranjero, desde todas las comunidades autónomas se han elaborado proyectos de interculturalidad. Desde la academia a veces hemos dado luz sobre el particular, pero en otras ocasiones hemos alimentado la confusión. En la mayoría de los casos, sin embargo, los gitanos han quedado al margen de ellos o han sido invisibilizados, pero ahí están.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona