¿Más o menos deberes? ¿Hay que prohibirlos como se hace en varios países y piden algunos colectivos? ¿Continúan hoy teniendo algún sentido? ¿De qué hablamos cuando hablamos de deberes? ¿Se entiende siempre lo mismo o ello depende de la concepción educativa, del modelo de escuela y de los modos de enseñar y aprender? En torno a estos y otros interrogantes discurre el libro Hartos de los deberes de nuestros hijos (Lectio, 2016). Su autor, Jaume Funes (Calatayud, 1947), es un reputado psicólogo, educador y periodista con muchas horas de vuelo observando, escuchando, conversando, acompañando e interviniendo cerca de la infancia y la adolescencia: en la calle y en las instituciones. Pocos como él han sabido meterse en la piel de los adolescentes para encontrar las razones de su desconexión de la escuela y, en consecuencia, de una de las rutinas más tediosas y discutidas como son los deberes.
Hay que agradecerle a Funes su prosa ágil y directa -trufada de vivencias de los diversos actores educativos- que no rehúye la precisión conceptual pero sí el academicismo. Su tesis queda perfectamente sintetizada en el último párrafo del libro: “Vale. Sí. Tienen que hacer ‘deberes’ si no son deberes, si la escuela que los pone es diferente, si no impiden jugar o salir, si son la continuación de un deseo de saber que ha nacido en la escuela, si estudian en casa y hacen los deberes en la escuela, si no tienen fichas, si pueden utilizar el móvil, si la escuela ha explicado a los padres lo que están aprendiendo, si…. Temo que pocos deberes de los que en la actualidad hacemos padres e hijos reúnen estas características”.
En efecto, el modelo dominante sigue siendo el tradicional de toda la vida. El autor lo ilustra con algunas secuencias extraídas de su experiencia de abuelo: “En la ficha de mi nieta había que diferenciar los diptongos. ¿A qué niño de 5º de Primaria le interesa qué diptongos son ascendentes y cuáles descendentes?”. Se trata de una prolongación o repetición de lo que se hace en la escuela, porque no ha habido tiempo de terminar las tareas académicas o porque se piensa que machacando una y otra vez el alumnado terminará aprendiendo más. Nada más lejos de la realidad: los deberes no inciden en la mejora del rendimiento del alumnado como han señalado numerosos informes e investigaciones. Es más, con frecuencia, provocan aburrimiento, desmotivación, desconexión y rechazo escolar. Y, en efecto, los padres están hartos.
La escuela desfasada del siglo pasado alimenta algunas falsas creencias pedagógicas y sociales aún hoy muy arraigadas -pero también contestadas- como el que la imposición de deberes constituyen un sello de calidad del centro o que el aumento del horario escolar y la carga de trabajo en casa suponen una mejora de la enseñanza. La calidad no tiene que ver con la cantidad de horas, conocimientos y actividades que tienen lugar a lo largo de la jornada sino con el sentido y la relevancia que adquiere el aprendizaje. “La pregunta principal que los educadores y las educadoras se hacen hoy día no es lo que se enseña, sino cómo se enseña y, sobre todo, cómo aprenden los alumnos y alumnas”. Aunque también cabría añadir un matiz a modo de objeción a esta afirmación tan contundente: también adquiere relevancia lo qué se enseña, los contenidos que se seleccionan del currículo -porque los hay de básicos e imprescindibles y también abundan los prescindibles y manifiestamente inútiles- que, obviamente, nunca pueden deslindarse de las habilidades, competencias y valores.
Sostiene Funes, por otro lado, que los deberes son una importante fuente de desigualdad, como lo son las actividades extraescolares porque, a diferencia de la escuela, ni la ayuda familiar está siempre garantizada ni la oferta de educación no formal es accesible a toda la infancia y adolescencia. La clase social, el nivel adquisitivo y el capital cultural son condicionantes que lo dificultan tal como han mostrado numerosos estudios. Todo el mundo disfruta hoy en España del derecho a la escolarización pero no necesariamente del derecho a la plena educación: porque el aprendizaje y la formación se adquiere cada día más fuera de la escuela, en los ámbitos familiar y comunitario, y en Internet y las redes sociales. Y en estos escenarios las oportunidades educativas son muy desiguales. Ésta es sin duda una de las grandes asignaturas pendientes de presente-futuro: transitar de la inclusión escolar a la inclusión cultural y social.
Cabe subrayar que en esta obra no se mencione nunca el término prohibición al referirse a los deberes, ya que el relato trasciende la simple dicotomía para adentrarse en la complejidad de unas escuelas en construcción que se van reinventando cada día de manera reflexiva y colectiva, contando con las miradas y complicidades de todos los agentes educativos. Por eso se apuesta por hacer las cosas de otra manera y preparar lo que aprenderemos mañana: “Los deberes pueden llegar a servir cuando provienen de acuerdos de los equipos educativos para que el alumnado lea, investigue y comparta, tratando que su experiencia en casa sirva para que sus aprendizajes de clase pasen a ser más significativos”. Pero se añade una precisión que figura ya en el subtítulo de la obra: “Queremos ayudarlos a aprender”, que no a hacer los deberes al uso convencional. Ahí está la clave.
¿Qué pueden hacer en concreto los padres y madres? En primer lugar, observar, escuchar e interesarse por lo que sus hijos hacen en la escuela, estar en contacto con el profesorado, participar en diversas actividades del centro para estrechar la relación familia-escuela, interesarse por el proyecto educativo y por estas otras formas de aprender que se basan, sobre todo, en provocar el interés y la curiosidad hacia el conocimiento. Algo que se logra cuando este se acerca a la realidad cotidiana y conecta con las experiencias vitales de una infancia y adolescencia que sabe apreciar el valor y la utilidad -que no el mero utilitarismo- de un aprendizaje con sentido que, al propio tiempo, les hace más competentes y más felices. Dos propósitos que en las escuelas innovadoras forman una pareja indisociable. Como lo son el juego y el aprendizaje ¡Cuánto saber puede llegar a proporcionar el juego!
Y la de cosas que pueden aprenderse en casa y con la familia: con los cuentos y otros relatos, con las visitas a la biblioteca, con documentales y series televisivas compartidas, con los videojuegos y las redes sociales, con las preguntas y consultas en torno a un proyecto de trabajo, en la cocina, en el camino a la escuela o en el paseo por el campo y la ciudad. Porque cualquier edificio, cualquier paisaje, conforman un amplio y rico contenedor de palabras, números, imágenes, conceptos, pensamientos, dilemas, conflictos, sentimientos, fantasías e historias. Todo escenario y ocasión es propicia para desarrollar habilidades básicas como la comparación, el cálculo, el razonamiento, la comprensión o la creatividad. Aunque ello requiere, obviamente, tiempo y disponibilidad para ejercer relajadamente de madres y padres, algo que no lo favorece actualmente la complicada conciliación laboral y familiar.
Por último, o quizás en primer lugar, este sabio psicólogo no se olvida de algo esencial: que la condición de alumno debe ejercerse solo en la institución escolar, y no prolongarse fuera de sus muros y más allá del tiempo lectivo. Y de que la escolaridad, mediante los deberes, actividades extraescolares y otras rutinas abusivas y a menudo perversas, no pueden colonizar la infancia y la adolescencia. El derecho a la educación ha de compaginarse con el derecho al ocio, al juego y a la felicidad. Sus vidas no pueden imitar la de sus progenitores con agendas repletas de tareas y actividades que les roban tiempo de juego y, simplemente, de no hacer nada. Porque también tienen derecho al aburrimiento. Es evidente que la presión y el estrés son malas compañías para cualquier ser humano. Pero para los menores es un suplicio mayor que debe evitarse a toda costa. Para ello, sostiene Jaume Funes, hay que ir más allá del sí o el no a los deberes y otear un horizonte más complejo y sistémico.