En el discurso pronunciado por Mariano Rajoy el pasado 26 de octubre ante el Congreso de los Diputados con objeto de solicitar su investidura como presidente del Gobierno, anunciaba su voluntad de crear en el primer mes de presidencia una subcomisión parlamentaria que permitiese elaborar en el plazo de seis meses un acuerdo consensuado en materia de educación. El acuerdo, que habría de contar con el consenso y la colaboración de la comunidad educativa, debería atender, entre otras, las siguientes cuestiones: a) un estatuto de la función docente; b) la reforma del sistema de gobernanza de nuestras universidades; c) un programa de refuerzo educativo para luchar contra el fracaso escolar; e) el impulso de la formación profesional, con el objetivo de que cien mil alumnos puedan acceder al sistema de FP dual (“que tan buenos resultados está dando”, decía textualmente).
Resulta tan interesante como llamativo que el gobierno de las universidades encontrase un lugar tan destacado en la agenda presidencial. Conviene señalar, no obstante, que no se trata de un hecho inédito. Recordarán los lectores que el gobierno de las universidades fue uno de los cinco asuntos abordados (junto con la selección del personal docente e investigador; la evaluación de la calidad, la excelencia y la competitividad de las universidades; la financiación universitaria; y los estudios y títulos ofrecidos) en el documento elaborado en 2013 por la comisión de expertos designada por el ministro Wert para la reforma del sistema universitario español. Así pues, la cuestión de la gobernanza vuelve al primer plano de la escena.
Desde el año 2013, el mundo universitario ha venido analizando y debatiendo ese asunto, con el propósito de estudiar su situación y realizar propuestas razonables para dar respuesta a los problemas detectados (y no a los existentes en el imaginario de algunos grupos). Entre los trabajos llevados a cabo, vale la pena destacar el seminario celebrado en Benicàssim en julio de 2014, que dio lugar al libro colectivo titulado El gobierno de las universidades. Reformas necesarias y tópicos manidos (Tecnos, 2015). El subtítulo es toda una declaración que refleja correctamente el modo en que muchas veces se aborda esta cuestión y la necesidad de enfocarla adecuadamente. Se trata de una obra de lectura recomendable, por la diversidad de voces que en ella se incluyen y la seriedad de sus análisis.
Más recientemente, el pasado 18 de noviembre, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) celebró otro seminario sobre los modelos de gobierno en las universidades, en el que participaron representantes de más de cincuenta de ellas. Los debates mantenidos fueron de gran interés, especialmente por la voluntad de abordar el asunto con el rigor necesario, por la pluralidad de voces y de opiniones expresadas y por la voluntad de no marchar al remolque de los debates políticos acerca de este tema, sino de actuar proactivamente.
De aquella obra y de este seminario emergen una serie de consideraciones que me atrevo a plantear aquí, siendo consciente de que en los próximos meses asistiremos a un debate público al respecto.
En primer lugar, existe la convicción de que el sistema de gobierno no es el problema principal de las instituciones universitarias. Hay otros asuntos, como la situación y características del profesorado, la inexistencia de una carrera profesional de investigadores o la financiación y el planeamiento estratégico, que se consideran más problemáticos y requerirían una respuesta más rápida. No quiere ello decir que no se reconozca la existencia de áreas de ineficiencia en materia de gobernanza, pero no se debe pensar que actuando sobre ellas se resuelvan todos los problemas de las universidades.
En segundo lugar, hay que huir de la idea de que existe un modelo único deseable de gobierno universitario. El modelo no es único, ni en el ámbito español, donde coexisten diferentes sistemas de gobierno, tanto entre las universidades públicas como entre las privadas, ni en el ámbito internacional, donde la diversidad es la regla. Y además no hay ninguno que se pueda considerar deseable con carácter universal. En este ámbito, como sucede en muchos otros, la transposición de modelos es un espejismo, una idea a veces deslumbrante, pero profundamente equivocada. Por lo tanto, debemos buscar soluciones adaptadas a nuestras características, tradiciones y contexto. Y además, permitir la existencia de una diversidad de situaciones.
En tercer lugar, se debería desconfiar de cualquier propuesta que plantease soluciones inmediatas y agresivas. Habría que seguir más bien una vía reformista, con cambios parciales y progresivos. Para responder a quienes abogan por transformaciones intensas e impuestas, baste con recordarles las lecciones aprendidas de la triste experiencia de la LOMCE.
En cuarto lugar, hay que combinar la exigencia de que las universidades den respuesta a las demandas que reciben del entorno social, dándole además entrada y fomentando su participación en las tareas de gobierno, con la necesidad de que gocen de un grado suficiente de autonomía para autorregularse, autodirigirse y así mejorar. Sin esa combinación, no podrán cumplir su misión.
A partir de ahí, hay muchos asuntos concretos que son discutibles y sobre los cuales existen diferentes opiniones y posiciones. Pueden constituirse un número mayor o menor de órganos de gobierno, se puede dar mayor o menor peso a los unipersonales o a los colegiados, cabe elegir o nombrar a las personas que están a su frente, se pueden adoptar modelos más o menos profesionalizados de gobierno. Sobre todo ello se puede y se debe hablar, debatir y negociar, con objeto de buscar soluciones consensuadas. Pero conviene no errar el tiro para volver a discutir una vez más acerca de la deseable o indeseable elección de rectores y decanos, desde posiciones basadas en ficciones, prejuicios y espejismos. Por ahí no iremos a ningún sitio ni alcanzaremos soluciones razonables para los problemas realmente existentes.