Las nuevas pruebas de acceso a la Universidad no serán como la selectividad, como se ha repetido y difundido en las últimas semanas.
Es cierto que no condicionan la titulación de Bachillerato y solo se realizarán para el alumnado que quiera acceder a estudios universitarios, como las PAU, pero han supuesto un cambio sustantivo en el modelo de prueba y en la estructura educativa del propio Bachillerato.
El Ministerio, en aplicación de la LOMCE, determina sus características, diseño, contenido y los procedimientos de evaluación. Se ha eliminado el sentido que tenían de “reválida”, necesaria para superar la etapa mientras se desarrolla el «pacto social y político por la educación», pero el espíritu de la LOMCE sigue presente en unas pruebas que se basan en un currículum estandarizado y centralizado que convierte al profesorado en un mero preparador para un examen y al alumnado en reproductor de ítems de conocimiento.
La improvisación y precipitación con la que se ha puesto en práctica la LOMCE, junto a su falta de apertura a la comunidad escolar, siguen vigentes, ocasionando problemas graves para el alumnado y para su profesorado, que no saben aún qué deben enseñar, ni cómo, y para las administraciones educativas que cuentan con escaso tiempo para el desarrollo de estas pruebas, si es que se quiere informar adecuadamente de su formato definitivo antes de final de curso.
Plantean más inconvenientes que ventajas, aunque han dejado abiertos aspectos del diseño que antes aparecían mucho más concretos.
Veamos los problemas que ponen de manifiesto su aplicación:
Primero, la re-centralización que suponen del currículo, con la invasión de competencias de las comunidades autónomas, muchas de las cuales en su día presentaron recursos al Tribunal Constitucional. Suprimen absolutamente la autonomía de las Comunidades y del profesorado en la configuración del currículo. El mismo Consejo Escolar reprochó en su dictamen de los Reales Decretos de currículo que si los colegios y comunidades autónomas están autorizadas por la LOMCE a completar el bloque de asignaturas troncales, también deberían poder participar a la hora de fijar criterios de evaluación y estándares de aprendizaje.
Segundo, la inclusión de “estándares de aprendizaje evaluables” va a significar un cambio fundamental en el trabajo docente y el aprendizaje del alumnado. Estos estándares de aprendizaje evaluables tienen como objetivo facilitar el diseño de las pruebas estandarizadas y comparables, que se vuelven instrumentos de control del profesorado, porque cercenan su autonomía y amputan la capacidad de innovación y de decisión sobre lo que deben aprender sus alumnos e incluso el cómo deben hacerlo. Mientras, conducen al alumnado hacia unos rendimientos que tienen que ser fácilmente evaluables, por lo que generan un aprendizaje mediocre, como ya está constatado en países como EEUU o Chile. La libertad de pensamiento y el desarrollo de la responsabilidad, principios de la educación para la Unesco, desaparecen.
Pretenden una formación en conocimientos memorísticos, aplicados, e instrumentales, que son los que se pueden medir con las evaluaciones externas, conocimiento que no da capacidad para pensar, tomar postura crítica ante la vida y la sociedad y ser libres intelectualmente. Contradicen de manera flagrante su propia afirmación de que la preguntas «requerirán del alumnado capacidad de pensamiento crítico, reflexión y madurez». ¿Qué pensamiento crítico, reflexión o madurez se puede demostrar en un listado de estándares de aprendizaje (97 en el caso de Historia de España) seleccionados para la prueba de Bachillerato, como si se tratase de un catecismo de preguntas y respuestas?. Algunos de estos estándares son, por ejemplo, “que se represente una línea del tiempo desde el 250 a.C. hasta el 711 d.C., situando en ella los principales acontecimientos históricos” (pregunta que se repite en cinco bloques para distintas etapas); o «elabora un esquema con las etapas políticas desde 1979 hasta la actualidad, según el partido en el poder, y señala los principales acontecimientos de cada una de ellas». Con esta fragmentación del aprendizaje todo se reduce a pura memoria de usar para el examen y tirar poco después.
Tercero, es una prueba que está diseñada para establecer rankings públicos, generando clasificación y desigualdad, como está en el espíritu de la ley. Estas evaluaciones no sirven para la titulación pero pueden suponer el adelanto en el establecimiento de competiciones entre centros, profesorado y alumnado.
Significan un intento de control externo de la educación, para homologarla, compararla y poder evaluar su éxito, que conduce a la elaboración de programaciones y evaluaciones, medibles y observables, que nos sirvan para conseguir un alumnado homogéneo al que enseñamos un conocimiento estanco, práctico y poco reflexivo.
Es contradictorio plantear, como hace la Orden de acceso a la Universidad, pruebas semiabiertas y abiertas, diciendo que requieren del alumnado un pensamiento crítico y madurez, teniendo como referencia un currículo estandarizado.
Dejan, es cierto, unos pequeños márgenes en las pruebas, que quedan al criterio de las Administraciones. En primer lugar, cada prueba (se realizará una por cada materia) constará de 2 a 15 preguntas. También se indica que los porcentajes de ponderación para la calificación asignados a cada bloque de contenido (que jerarquizan su importancia) tendrán «un carácter orientativo». De mayor calado es la modificación introducida en la última redacción de la Orden, en la que deja de ser preceptivo que en las pruebas haya al menos un estándar de aprendizaje por bloque de contenido; ahora simplemente dice que «en la elaboración de cada una de las pruebas de la evaluación se procurará utilizar al menos un estándar de aprendizaje, por cada uno de los bloques de contenido».
Sabiendo que las pruebas deben estar confeccionadas para el 10 de junio, el profesorado debe intuir qué piensa hacer la Administración de su Comunidad Autónoma, si seguir a rajatabla los estándares de aprendizaje o servirse de la flexibilidad proporcionada para este periodo de tiempo asemejándose lo más posible a la selectividad.
Las Administraciones deberían declarar cuanto antes, al menos, qué tipo de prueba van a desarrollar en cada una de las materias y, atendiendo a las críticas realizadas durante este tiempo a las reválidas, dejar el diseño y confección de las pruebas a las universidades para que haciendo uso de los márgenes de flexibilidad comentados, se parezcan lo más posible a la selectividad de siempre. Con todas las críticas que se puedan hacer a las PAU son un sistema conocido y su aplicación no supondría especiales problemas. Esto daría seguridad al profesorado y al alumnado y no minimizaría por ahora el efecto de la implantación de evaluaciones basadas en currículos estandarizados.
Juan de Dios Melgarejo Jaldo. Profesor de Secundaria de Granada
Carmen Rodríguez Martínez. Profesora de la Universidad de Málaga