Si es verdad que son tiempos de construcción colectiva de conocimiento, de urgencia también de tejer la memoria compartida; si es verdad que la lectura de un solo libro es propia de sociedades cerradas y dogmáticas; si es en los relatos donde aprendemos a leernos y a leer el mundo que habitamos y heredamos… ¿por qué la escuela sigue empeñada en leer siempre los mismos libros sin permitir que unas promociones contagien a otras sus lecturas y sus hallazgos, sin revisar tampoco los criterios que llevaron a una selección frente a otras posibles?
Recuerde quien lea estas líneas cuáles fueron las lecturas obligatorias de su último año de bachillerato. Compare el elenco con lo que ahora leen quienes se preparan para entrar en la Universidad. Diez, veinte, treinta años tal vez en medio, y el canon literario de la escuela -la literatura española del siglo XX, porque de ahí no salimos- sigue idéntico a sí mismo. ¿Seguimos leyéndonos hoy como entonces? ¿Hasta aquí llega la poderosa censura de antaño?
En este 2016 que acabamos de cerrar se ha cumplido el ochenta aniversario -si es posible despojar a la palabra de cualquier adherencia jubilosa- del comienzo de la guerra civil española, de aquella de la que nuestros mayores guardan aún viva memoria, y cuyo ciclo no se cerró en 1939 sino casi cuarenta años más tarde, a la muerte del dictador. ¿Qué sabemos de nuestra guerra civil? ¿Qué saben nuestros adolescentes y jóvenes? Quizá, dirán, es el tema al que nunca se llega; es la elipsis del libro de texto.
Los manuales escolares -y aun las monografías universitarias- siguen presentando la literatura española del siglo XX como un abigarrado compendio de generaciones y autores que se suceden frenéticamente: el 98, el 14, el 27. El 40, el 50, el 60… En medio, como una insondable elipsis, una guerra que debiera ser el emplazamiento desde el que leer, retrospectivamente, cuanto ocurrió primero; desde el que leer, también, cuanto ocurrió después. Pero no. Los miembros de la generación del 27 «se separan». Lorca «muere trágicamente». Machado «fallece en Collioure». ¿Y luego qué?
Aquellos a quienes la guerra silenció con el exilio siguen hoy doblemente silenciados y acallados en la escuela: el Sender de Míster Witt en el Cantón, que proyecta sobre la utopía cantonal de la Primera República el clima político que percibía en la España de 1935 y lanza un alegato inequívoco en defensa de la dignidad humana, del valor de cada vida humana; o el Sender de Contraataque, un reportaje de guerra que sobrecoge en su contención cuando sabemos que al hilo de su escritura el novelista tuvo noticia del fusilamiento de su esposa en Zamora. El Arturo Barea de La forja de un rebelde, una trilogía que debiera ser lectura inexcusable en el bachillerato, en las facultades de Historia y de Filología: la crónica de quien sin renunciar a un claro y explícito emplazamiento político y moral -esclarecedora radiografía de los prolegómenos y la realidad misma de la guerra- no elude tampoco denunciar la barbarie de «los suyos» ni reconocer la bonhomía de «los otros» cuando la vida le da de bruces con una u otra, sin caer por ello en impostadas equidistancias. O los Campos de Max Aub, pintura vívida de la crueldad y el dolor que corta en tajos tantas biografías; denuncia también del destino que a tantos compatriotas aguardaba más allá de los Pirineos.
En cualquiera de estos libros -y hay más- aprendemos más historia contemporánea que en decenas de libros de texto. Quizá el acudir a las páginas de quien las redactó a vuelapluma aún zarandeado por el desagarro, por la violencia presenciada, por la rabia ante el hachazo perpetrado a los anhelos de justicia y modernización, aleje las suspicacias de quien se acerca a los libros de historia -o a los novelistas y cineastas de ahora- más preocupado por situar al autor en un bando u otro que dispuesto a saber qué ocurrió.
Si me gusta leer curso tras curso con mis estudiantes de 4º ESO El lector de Bernard Schlink es porque constituye una parábola inequívoca del mazazo que para la generación del autor, la de los alemanes nacidos en la década de los 50, supuso conocer el pasado inmediato de aquellas personas con quienes tenían ya unos vínculos afectivos indestructibles: sus mayores. Hora es quizá de que en España, pues no lo hicieron los hijos, puedan hacerlo los nietos: mirar a los ojos a un pedazo de nuestra historia de la que, por más que nos empeñemos en olvidarlo, somos aún herederos.
Guadalupe Jover. Profesora de Lengua y Literatura de Secundaria
Foto: IES Almeraya / CC Flickr