Como oímos a menudo, todo el mundo parece tener claro cómo resolver los problemas de la educación, además de estar seguros de que lo que no funciona es responsabilidad de otros. De ahí que no sorprenda que cada vez que cambia un gobierno se proponga una reforma educativa que, para los impulsores, solucionará todos los problemas de la educación (aunque venga sin partida presupuestaria, ni transformación profunda de las estructuras que alimentan la inercia de los sistemas). O que los que se encuentren en la oposición realicen propuestas basadas en la misma argumentación.
Esta tendencia no es reciente. En abril de 2002, en una ponencia invitada al Congreso Pedagógico La educación crea futuro, Federico Mayor Zaragoza explicó que cuando fue ministro de Educación, pensó en acometer una reforma de la enseñanza secundaria, porque le parecía que debía mejorarse. Comenzó a documentarse y descubrió que en los últimos 150 años este tramo de enseñanza había experimentado treinta reformas. Es decir, una cada cinco años. En este punto pensó que no había ningún proceso de cambio sustantivo que pueda llevarse a cabo en cinco años y que quizás lo que los centros y los docentes necesitaban en aquellos momentos era una cierta tranquilidad para trabajar.
Sin embargo, y de forma paradójica, si hay un ámbito que requiera un cambio profundo y sustancial es el de los sistemas educativos formales. Sobre todo, porque en un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo como el actual, como observó el sociólogo Wilfried Pareto a comienzos del siglo XX, producen tantas o más turbulencias los no-cambios que los cambios. Y los sistemas educativos se han revelado como extraordinariamente inerciales y resistentes a cambios y mejoras profundadas y esenciales. De ahí la necesidad de resituar y problematizar nuestras miradas porque, como argumentaba Seymour Sararon en El predecible fracaso de la reforma, con frecuencia se ponen en marcha reformas que desconsideran del conocimiento acumulado y disponible sobre las distintas dimensiones que intervienen en la configuración de los sistemas educativos. Con ello, se pueden repetir propuestas que ni dieron los frutos deseados en el pasado, ni mucho menos los darán en el presente (a punto de terminar este texto me encuentro con una viñeta de El Roto, en la que un adulto les dice a un niño y una niña: “Tenéis que estudiar mucho y prepararos bien para el pasado”, algo que parece contradictorio en un tiempo que en lo digital vuela al futuro y en lo social apunta al pasado).
Pero la aportación más significativa de este autor fue cuestionar los axiomas en los que se basan los esfuerzos de reforma para adoptar perspectivas que permitan otros modos de análisis y pautas de actuación. Sobre todo porque, demasiado a menudo venimos con las respuestas sin habernos planteado la pertinencia, originalidad, profundidad y complejidad de las preguntas. Algo particularmente preocupante cuando nos enfrentamos con problemas “endiablados” (wicked). El teórico del diseño Host Rittel, denominó “endiablados” a los problemas del sistema social que están mal formulados, en los que la información es confusa, en los que hay muchos interesados y afectados y muchas personas con capacidad para tomar decisiones desde posiciones, intereses y sistemas de valores contradictorios, y donde las ramificaciones de todo el sistema tienden a ser confusas y, sobre todo, imprevisibles.
Ese tipo de problemas no tienen una formulación definitiva, sino que cada formulación corresponde a la de una solución; y para cada uno de ellos siempre hay más de una explicación posible, que depende de la visión del diseñador. ¿Existe un problema de diseño más “endemoniado” que el de la educación? Lo dudo. De lo que estoy segura es de la necesidad de cambiar las preguntas y situarse en perspectivas más complejas y transversales que si bien no nos lleven a soluciones definitivas nos permitan no seguir cometiendo los mismos errores.