Desde que -hace ya más de 50 años- el Informe Coleman nos dejó claro que, en términos estadísticos, el factor más explicativo de los resultados escolares es, con mucha diferencia, el origen familiar del alumnado, es decir, la pobreza y la privación cultural, la pregunta esencial no debería ser cómo combatir el fracaso escolar, sino cómo hacer frente y eliminar hasta donde sea posible ese “determinismo” que no es tal, porque tiene unas causas perfectamente reconocibles y unas situaciones que, aunque a menudo invisibilizadas, no por ello son más soportables.
El gran eje de las situaciones de pobreza y privación cultural es la clase social, la desigualdad por razones socioeconómicas y, sobre esta base, opera otro factor, el territorio de residencia, la desigualdad urbana, que puede amplificar todavía más los efectos de aquella. Las condiciones de habitabilidad y el entorno urbano son elementos críticos para explicar la existencia de situaciones de exclusión y de desigualdad tanto en el acceso como en el uso de de los distintos servicios públicos, entre ellos el de la educación.
¿Qué hacer para que, estando todas las condiciones -socioeconómicas y territoriales- en contra, el alumnado perteneciente a familias pobres pueda salir adelante y alcanzar el éxito educativo que la sociedad y las leyes dicen garantizar a todos, comprometiéndose a poner los medios necesarios para que ello sea posible? He ahí algunos de los caminos por recorrer:
Si el capital económico, social y cultural de las familias es tan determinante, lo suyo sería intervenir en y con las familias en situación de pobreza y privación lo más temprano posible, antes de la entrada de sus hijos en la escuela, tal y como sabemos que se hace en los países escandinavos, que ponen en marcha toda la maquinaria pública asistencial y compensatoria desde el mismo nacimiento de estos hijos. Nos va en ello un buen desarrollo físico y cognitivo y una socialización primaria adecuada, que es lo mismo que decir una alimentación equilibrada y suficiente, unas condiciones de higiene y salud normalizadas, una vivienda digna y un entorno afectivo de calidad.
Hacer efectiva la gratuidad de la enseñanza básica (incluyendo en ella la educación infantil, que debería multiplicar la oferta pública en este tramo y convencer a las familias de entornos desfavorecidos de su conveniencia y rentabilidad), de forma que alcance no solo el servicio escolar estricto, sino también los libros de texto y el material escolar necesario, las actividades curriculares y culturales complementarias, las actividades extraescolares, tanto si se llevan a cabo dentro del recinto escolar como si tienen lugar fuera de él, y el comedor escolar, entendido como un componente más del servicio educativo.
Evitar la segregación escolar, tanto la externa (la existencia de centros estigmatizados por escolarizar un porcentaje desproporcionado de alumnado pobre, en general, gitano o extranjero en particular) como la interna (la existencia de los mal llamados “grupos de diversidad”, de los grupos por niveles en función de los resultados, de itinerarios desvalorizados, de dispositivos pensados para compensar o dar un empujón a aquellos que lo necesitan y que acaban convirtiéndose en jaulas casi permanentes de las que es casi imposible escapar).
Personalizar la educación, es decir, tratar a los alumnos como individuos singulares y no como miembros de un colectivo, una comunidad o una categoría; ejercer a fondo la acción tutorial y orientadora de la enseñanza, velar por el desarrollo integral de cada uno de los alumnos, acompañarles y ayudarles a lo largo de todo su proceso formativo, de manera especial durante los cambios de etapa; generar confianza y afecto en las relaciones interpersonales, hacer explícito que todos podemos aprender y mejorar y reducir las distancias culturales y expresivas entre el mundo escolar y el mundo real de los educandos; establecer, en la medida de lo posible, alianzas con sus familias; contar con los recursos materiales, personales y funcionales necesarios para atender como es debido las necesidades específicas del alumnado.
Incrementar el tiempo educativo, establecer continuidades entre el tiempo escolar y el no escolar, aprovechándolo para hacer actividades y vivir situaciones congruentes con los grandes objetivos de la escuela, imposibles de lograr solo con las 5 horas diarias, 5 días a la semana y 35 semanas al año que dura el curso escolar. El tiempo no escolar es un tiempo que, desde hace muchos años, es de enriquecimiento educativo y cultural para las clases medias y las familias con un cierto nivel instructivo, a través del deporte, de las actividades artísticas, del consumo cultural, de los viajes, del estudio asistido, del ocio educativo los fines de semana y durante las vacaciones. No ofrecerlo, desde instancias públicas, a quienes no pueden pagarlo o no lo ven necesario, tiene como consecuencia el aumento exponencial de las desigualdades.
Poner en marcha planes integrales y singulares en aquellos barrios o áreas urbanas donde confluyen procesos de regresión urbanística, problemas demográficos y déficits económicos y sociales, que afectan a la conservación de los edificios, al estado de los distintos servicios, a la dotación de equipamientos públicos, a la accesibilidad viaria y al transporte público, a la actividad comercial y a la seguridad ciudadana, circunstancias que afectan negativamente al bienestar de la ciudadanía que reside en ellos, dificulta la mínima convivencia, impide el desarrollo económico, educativo y cultural, y repercute tanto en la composición social y la imagen de los centros escolares ubicados en su seno como en la socialización, horizonte y oportunidades de los niños y jóvenes que viven en él.
Hacer que la pobreza y la privación cultural no se transmita irremisiblemente de padres a hijos no es tarea fácil, nadie lo ha dicho, pero que no se diga que es imposible o que los culpables de no salir de ella son sus propias víctimas.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona
Foto: Sandra Lázaro