En el marco del ‘Día Escolar de la No-violencia y la Paz’ conviene pararse a reflexionar sobre cuál es el papel que la educación juega en los procesos de construcción y mantenimiento de la paz. Desde el ámbito escolar, se multiplican los programas y actividades de educación para la paz y aumenta la necesidad y la importancia de trabajar en ello. Pero, ¿cuál es el papel que la educación ejerce en los países en situación de crisis o post-conflicto?, ¿puede tener un impacto positivo sobre la construcción de la paz?, ¿y durante la propia fase de conflicto? La respuesta es rotundamente sí. Pero no a cualquier coste ni de cualquier manera.
¿Qué entendemos por “paz”? Manejemos el concepto de “paz positiva” de Galtung, que presupone que las relaciones entre las personas están teñidas de conflictos multicausales, y que por tanto la paz es algo más que la ausencia de guerra o de conflicto. Afecta a todas las dimensiones de la vida y se orienta hacia un estado de pleno respeto de los derechos humanos. Así, la educación para la paz no tendría como objetivo la eliminación del conflicto, sino la enseñanza de competencias para su resolución pacífica mediante el diálogo, la mutua comprensión, la valoración de la diversidad, y la búsqueda de la justicia, pues se presupone que solo hay paz cuando hay justicia.
En este marco, ¿cuál es papel de la educación como palanca para la paz? Desde un enfoque de derechos, bastaría con señalar que la educación es en sí misma un derecho fundamental, validante de otros derechos fundamentales; promueve la libertad y la autonomía personal y genera importantes beneficios para el desarrollo. Pero al mismo tiempo, en países en situación de conflicto, se erige como un poderoso vehículo para la construcción de la paz. Considerando que la educación también es la principal perjudicada en los contextos de conflicto, así como la más desatendida, recibiendo apenas un 2% de la ayuda humanitaria total, el reto es doble: asegurar el restablecimiento de los sistemas de educación dañados -la educación como fin, como derecho y como bien público global-, y utilizar la educación como instrumento para la búsqueda de la paz -educación como medio-.
Pero la educación per se no genera automáticamente impactos positivos en los procesos de construcción de la paz. Educación y conflicto poseen una relación bidireccional y compleja. Así como el conflicto puede bloquear, transformar e interrumpir la educación, la educación también puede alimentar el conflicto, inculcando conductas y actitudes que generen tensiones interculturales o intergrupales. Informes de UNESCO sobre los conflictos armados y la educación denuncian la instrumentalización de la educación para avivar las tensiones sociales, la intolerancia y los prejuicios que conducen al conflicto armado, tal y como ocurrió por ejemplo en Guatemala, con la imposición del idioma español en las escuelas para las poblaciones indígenas del país, incrementando los sistemas y mecanismos pre-existentes de discriminación social.
Pero en la otra cara de la moneda, se evidencia el papel de la educación como palanca de cambio, mediante la promoción de una sociedad inclusiva e inculcando actitudes que generen una transformación social hacia la construcción de la paz. Así, el apoyo a las iniciativas nacionales de educación para la resolución de conflictos, la elaboración de materiales y programas educativos para la educación para la paz, la introducción en los currículos de asignaturas de Educación para la paz, derechos humanos y ciudadanía (PEHCED), el uso del deporte en los programas de desarrollo y paz, o la implantación de programas de educación para la paz y el desarme, son algunos ejemplos de cómo la educación ha servido como palanca para la paz en países como Somalia, Sudán, Tayikistán, Liberia o Colombia.
Desde el ámbito internacional, organizaciones como ACNUR, UNESCO y la INEE, entre otras, manejan un enfoque de “educación sensible al conflicto”, que se basa en el “do no harm”, y marca pautas y estrategias muy claras para que toda política, programa y acción educativa se oriente a la reducción del impacto negativo y el aumento del impacto positivo que la educación tiene en cada conflicto. La educación sensible al conflicto actúa así como paso previo y paralelo a la construcción de la paz, con el objetivo de garantizar el derecho a una educación de calidad en todas las fases de un conflicto.
La importancia del papel de la educación ha ido ganando peso en el ámbito internacional en las últimas décadas, y ello queda patente en la construcción de la nueva agenda de desarrollo Post 2015. Tanto los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 de NNUU, como la Declaración del Foro Mundial de Educación de Incheon, expresan por primera vez un posicionamiento firme para que el derecho a la educación alcance a las personas afectadas por los conflictos, desastres y emergencias, mediante el desarrollo de la personalidad y el entendimiento, la tolerancia y la paz. El reto principal en este momento está en lograr revertir la insuficiente atención prestada a la educación en la consolidación de la paz, aprovechando este impulso y creando entornos de aprendizaje de calidad, adaptados a las necesidades de cada individuo, basados en el respeto a los derechos humanos, las diferencias de género, la salud y la seguridad en todas sus dimensiones.
Décadas de trabajo en este ámbito y de análisis de experiencias exitosas y fallidas, nos llevan a concluir que un programa de Educación para la Paz debe inculcar y promover una serie de competencias y valores asociados con comportamientos pacíficos. Pero para asegurar su viabilidad y efectividad, es esencial que la educación para la paz no sea una iniciativa puntual y aislada, sino que forme parte de un programa bien estructurado y sostenido, y que implique a la comunidad entera, trascendiendo el ámbito de la escuela. Esto complementa y completa el proceso de construcción de la paz, mediante el cual las comunidades y naciones podrán desarrollarla justicia social y económica.