En la escolarización del alumnado de familias migrantes extranjeras se da un fenómeno cuantitativamente irrelevante y, probablemente por ello, bastante invisibilizado, pero de profundo calado, porque pone en relación los derechos de la infancia, los derechos y deberes de las familias, y los intereses legítimos y los deberes de la sociedad de recepción. Me refiero a la interrupción temporal de la escolarización en España de este alumnado por estancia (algunos de ellos nunca habían residido en él) o retorno, también temporal, a los países de origen de sus padres.
Veamos algunos datos. Hace ya algunos años, la profesora Anna Farjas, que realizó su tesis doctoral sobre la inmigración gambiana en algunas localidades catalanas, pudo certificar que, a lo largo de la década de los 90 del siglo pasado, de 652 hijos nacidos en familias gambianas en dos ciudades concretas, 205 fueron enviados a Gambia y residieron allí con miembros de su familia extensa durante un tiempo no especificado, pero en cualquier caso largo. En una de estas dos ciudades, en un estudio realizado recientemente, durante el curso 2015-2016, se comprobó que 46 alumnos de familias extranjeras habían visto interrumpida su escolarización entre los 6 y los 16 años: 11 de ellos por un periodo entre 2 meses y 1 año; 25 entre 1 y 3 años; y 10 de ellos por un periodo de más de 3 años. De los 46 alumnos, 27 eran hijos de familias gambianas y 14 marroquíes. En 33 casos dicha interrupción se dio por una sola vez; en los 13 restantes las interrupciones fueron más de una.
Tanto el Código Civil como la Declaración Universal de los Derechos de la Infancia (1959) y la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) dejan perfectamente claro que “la responsabilidad de la educación y orientación del niño recae en primer lugar en sus padres” y que “los estados deben respetar las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres”, porque “los hijos no emancipados están bajo la potestad de los padres”. No albergamos ninguna duda sobre ello: son los padres quienes deciden cuándo escolarizar a sus hijos, en qué escuela matricularlos de la propia ciudad o no, del país de residencia o de otro (por las razones que sean: el aprendizaje por inmersión de un idioma extranjero, la socialización en un entorno comunitario más adecuado o simplemente el coste económico), e incluso si no escolarizarlos en ningún centro reconocido, sino en casa o en alguna instancia alternativa alegal (las sentencias de los tribunales -cuando la cuestión ha llegado hasta ellos- han sido suficientemente ambiguas al respecto). Son los padres quienes deciden cuándo tomar las vacaciones, y por cuanto tiempo, si llevar los hijos con ellos, si es que deciden pasarlas en un lugar distinto al de su domicilio habitual. Nadie se ha escandalizado hasta ahora cuando una familia decide escolarizar a su hijo en el extranjero, o cuando lo manda a vivir con otros familiares, dejándolo a su cargo, o cuando toma la decisión de dar la vuelta al mundo durante un año llevando a los hijos consigo. Por tanto, nadie debería alterarse cuando una familia extranjera decide encomendar a sus hijos a los familiares que viven en el país de origen por el tiempo que deseen.
Pero tanto la Declaración Universal como la Convención dicen también que “el interés superior del niño guiará a aquellos que tienen la responsabilidad de su educación y orientación”; que el niño gozará de una protección especial “para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente de una manera sana y normal, y en condiciones de libertad y dignidad”; que “el niño debe ser protegido contra cualquier forma de negligencia y crueldad”; que los estados deben tener en cuenta el derecho del niño “a manifestar su opinión en todos los asuntos que le afecten… según su edad y madurez”. ¿Hasta dónde llega el interés superior del niño en estos casos? ¿Pueden los padres imponerle una construcción identitaria precisa, desarraigada y descontextualizada pues, en la mayor parte de los casos, el hijo retornará al país de residencia actual de los padres? ¿A partir de qué edad esos niños deben ser escuchados, cuando se trata de decisiones que está claro que afectan a su presente y a su futuro? ¿Son las vacaciones familiares, sean cuando sean y tengan la duración que tengan, un bien superior a una escolaridad normalizada? Damos por supuesto que los padres buscan y deciden lo que consideran mejor para sus hijos, pero el poder de los padres sobre sus hijos no es ilimitado, ni resulta siempre el más adecuado para su desarrollo “sano y normal”.
Finalmente están la escuela y los docentes, representantes de la sociedad de recepción. La escuela, un servicio público que los estados ponen a disposición de las familias para cumplir las funciones que las leyes le encomiendan: el pleno desarrollo de los alumnos, la educación en el respeto de los derechos y libertades y en la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la educación en el ejercicio de la tolerancia y de la libertad, la formación en el respeto y reconocimiento de la interculturalidad, la capacitación para el ejercicio de actividades profesionales, la capacitación para la comunicación en las lenguas oficiales, la preparación para el ejercicio de la ciudadanía, entre otras. Un servicio que, al menos en teoría, debería poner todos los recursos materiales, personales y funcionales para que cada uno de los alumnos domine las competencias básicas y tenga éxito educativo. O dicho de otro modo, un servicio que invierte un presupuesto considerable para garantizar la igualdad de oportunidades para todos y para compensar las desigualdades de origen. Y unos docentes que, si hacen bien su trabajo, saben de las dificultades y del esfuerzo que demanda conseguir esa igualdad y esa compensación en alumnos procedentes de entornos pobres y vulnerables, con padres que desconocen en gran parte los hábitos y saberes que prioriza la escuela española, y que poco pueden ayudar, en este aspecto, a sus hijos. Unos docentes que han invertido tiempo, profesionalidad y cariño para lograr -a veces con escaso éxito, lamentablemente- que estos niños salgan adelante, sea porque siguen escolarizados en la etapa postobligatoria, sea porque han encontrado un trabajo digno.
¿Qué hacer ante esas interrupciones temporales de la escolarización de este alumnado? ¿No deberían conjugarse en estos casos el interés superior del niño con los derechos y preferencias de los padres, y con los deberes y servicios que asumen las administraciones públicas? ¿Es legítimo dilapidar una inversión costosa, basada en criterios de equidad, por decisiones unilaterales de las familias en relación a la escolarización de sus hijos? ¿Queda suficientemente garantizado el desarrollo en “libertad y dignidad” de estos niños?
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona