Ante la publicación de noticias alarmantes, últimamente se le está dedicando la atención que desde hace tiempo requería uno de los graves problemas existentes en el ámbito escolar: el acoso entre alumnos. Desde las administraciones públicas se han puesto en marcha valiosos planes y programas en los centros educativos para prevenir y solucionar el acoso entre iguales. Me parece estupendo.
Sin embargo, se habla mucho menos de “otros” acosos escolares. Por ejemplo, de profesores a alumnos, de profesores a profesores y de padres a profesores. Aunque no pueden meterse todos en el mismo saco, por su gravedad y consecuencias, todos son censurables, especialmente si el acosador es un adulto.
Hay acosos o abusos de adultos sobre menores que no tienen perdón. No pueden ni deben ocultarse, como ocultaban -“debajo del celemín” que decían- la llama encendida de algún reverendo que se sobrepasaba en el seminario o como algún mitrado pretende hacerlo al intentar desviar la atención cuando resucita el lado oscuro de la historia. No. Basta de fariseísmos. Hay que afrontar el problema de cara, con la ley en la mano. Si se tienen indicios razonables de que un adulto, sea quien sea, está acosando físicamente a un alumno hay que ponerlo en conocimiento de la autoridad. Sin miedo. Se acabó aquello de que la letra con sangre entra. Las agresiones físicas no pueden quedar impunes; si son de índole sexual, mucho menos.
Existen otras formas de acoso en las aulas que pasan desapercibidas salvo para quien las sufre. Me refiero al acoso psicológico. Es inaceptable que un profesor, un mal profesor, tenga atemorizados a sus alumnos desde el primer día de clase anunciándoles que no esperen aprobar su asignatura o les insulte públicamente llamándoles “vagos” o “tontos” cuando no saben resolver un problema en la pizarra. No puede permitirse que un profesor, un mal profesor, vaya persiguiendo durante todo un curso a un alumno al que le ha cogido manía hasta suspenderlo (por supuesto) y hundirlo como persona. Son pocos, pero estos casos se dan y no suelen denunciarse por temor a represalias en el propio centro y a que la autoridad educativa se ponga de parte del profesor. No se tenga miedo a defender el derecho a la educación. En todo centro educativo existe un reglamento de régimen interior y una carta de derechos y deberes que a todos afecta, a los profesores y a los alumnos.
También en los centros escolares se producen abusos y conflictos entre profesores. Hay docentes que se sienten intimidados o acosados por parte de compañeros o del equipo directivo. Ahí está, por ejemplo, lo sucedido en la Universidad de Sevilla, que recientemente saltó a los medios de comunicación. No se puede mirar para otro lado si el acosador es un compañero de claustro ni echar tierra esperando que se olvide. Aplíquense los reglamentos disciplinarios, que para eso están.
Tampoco se pueden pasar por alto los acosos de padres a profesores. Un profesor tiene todo el derecho del mundo a que los padres de sus alumnos respeten no solo su integridad física sino su trabajo profesional. Recordemos que en el ejercicio de sus funciones docentes es autoridad pública. El profesor que recibe insultos continuados en un grupo de whatsapp o es amenazado y vapuleado por un padre debe dar parte inmediatamente a la dirección de su centro y presentar la consiguiente denuncia.
Por suerte, el panorama de nuestros centros escolares está tranquilo, como reconocen los informes del Defensor del Pueblo. Disponemos, además, de instrumentos legales para atajar los problemas que puntualmente puedan presentarse, aunque la mejor manera de abordar el acoso es la prevención, tanto individual como colectiva. Un centro educativo es, ante todo, una comunidad de docentes, familias y alumnado, cada cual con sus responsabilidades bien delimitadas. Generar espacios de convivencia, entendimiento y ayuda entre todos los sectores de esa comunidad educativa es la forma más eficaz para prevenir y atajar todos los acosos escolares.