Desde el año 2006 todos los centros escolares españoles deben elaborar y aplicar un Plan de Convivencia que –según reza la ley– pasará a formar parte de su Proyecto Educativo. Dos consideraciones para empezar: ¿A qué viene la insistencia estas últimas semanas, por parte de las administraciones educativas, en torno a estos planes cuando la norma lleva ya más de diez años en vigor? ¿Alguien sigue creyendo que la prescripción y la redacción de planes –de lo que sea– resuelve los problemas que los han originado?
El protagonismo de la convivencia no surge de la nada, sino que es una respuesta, no sé si bienintencionada pero en cualquier caso insuficiente, ante el incremento, a todas luces desbocado, de las desigualdades, con el riesgo latente de un estallido social, y ante la constatación de la heterogeneidad cultural (lingüística, religiosa, nacional, familiar, de costumbres y tradiciones, etc.) de la sociedad española, vista por sectores importantes de la población como potencialmente disgregadora.
Surge cuando han entrado en una crisis profunda los valores y pilares fundacionales de la Modernidad sin que hayamos encontrado todavía un sustitutivo con garantías; cuando estamos en pleno proceso de debilitamiento o desmantelamiento de la seguridad que daban a los ciudadanos los Estados del bienestar (tanto las pensiones, como una sanidad o una educación gratuita, universal y de calidad, o un trabajo digno y suficiente); ante un individualismo rampante que abomina de cualquier vínculo más o menos estable y que se ceba ácidamente en los que aún perviven.
No, la emergencia y la insistencia en la convivencia no son gratuitas, ni ponen el foco en las causas sino en los efectos de las políticas sociales llevadas a cabo sin prisa pero sin pausa. El reto que debe afrontar la convivencia es el de garantizar la coexistencia pacífica en un mismo espacio de personas y grupos socioeconómicamente desiguales y culturalmente diferentes, el de contener la irritación y la desesperanza de los abandonados, de los marginados, de los supervivientes, el de fijar e imponer unos límites a esas diferencias culturales… para que los guardianes de las esencias identitarias no rompan la baraja e inicien una nueva cruzada.
Sin embargo, ya que los planes de convivencia deben existir, estaría bien aprovecharlos para hacer una escuela mejor y dar un nuevo relieve a aspectos educativos a menudo olvidados o relegados. Sería el caso de la gestión de los centros, algo que interpela de manera especial a los equipos directivos y al profesorado, pues de ello depende el clima que se viva en ellos. Entraría aquí la planificación y la gestión de los espacios, tanto los comunes (patios, pasillos, comedores, bibliotecas, lavabos, de relación y encuentro…) como los especializados (aulas, salas de profesores, despachos para reuniones y tutorías…): una buena distribución, mantenimiento y supervisión son garantía de seguridad y bienestar y de comportamientos corteses.
Lo mismo vale para los tiempos, para los horarios (que pueden elaborarse con criterios estrictamente técnicos o pensando prioritariamente en los alumnos…) y para la organización de los recursos humanos (la formación de los equipos docentes, la asignación de las tutorías colectivas, la coordinación entre el profesorado, las sesiones de evaluación…). También forma parte de la gestión de los centros la promoción de la participación de los distintos sectores de la comunidad escolar. Empezando por los órganos del profesorado, cada día más devaluados ante la apuesta evidente por restringir sus competencias y limitarlas a la gestión del aula; siguiendo por los alumnos, cuya voz debe ser demandada y escuchada, y eso solo es posible si se instrumentan los vehículos adecuados.
Y las familias que, como responsables últimos de la educación de sus hijos, tienen derecho a saber cómo y porqué actúan como actúan los centros, a dialogar sobre el crecimiento, los progresos y las dificultades de sus hijos, más allá de unos boletines de notas, que no pueden dar más que una información pobre y simplificada; y el barrio, pueblo o ciudad donde se ubica el centro, y de cuyo tejido social y cultural forma parte principal.
Sería el caso también de determinados principios y valores, a los que los planes de convivencia podrían otorgar visibilidad y efectividad si el profesorado los discute, asume, desarrolla y evalúa con convicción y persistencia. Por ejemplo, la coeducación. A la vista de la insoportable violencia ejercida contra las mujeres, a la vista también –según concluye la investigación al respecto– de las nuevas formas de control y de violencia que los jóvenes y adolescentes emplean contra sus compañeras, de las dificultades para vivir una masculinidad libre de prejuicios y agresividades, del sufrimiento de los alumnos gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales… se hace más necesario que nunca trabajar sistemáticamente y a fondo por un cambio cultural que deshaga la tradicional división de géneros. El objetivo es que desaparezcan como normas diferenciales que prescriban hábitos y comportamientos distintos según se haya nacido hombre o mujer, de modo que existan menos diferencias entre el grupo de hombres y el grupo de mujeres y, en cambio, aumenten exponencialmente en el interior de cada uno de dichos grupos.
Sería también el caso de la inclusión, un principio presente en las leyes, pero sumido en esa permanente ambigüedad jurídica que hace decir al Tribunal Constitucional que la inclusividad queda en suspenso si las ayudas que necesita un alumno concreto son “desproporcionadas o poco razonables”: ¿Cuál sería la proporción adecuada? ¿Y quién la decidiría? ¿Lo necesario para hacer efectivo un derecho humano puede ser calificado de poco razonable? Ambigüedad jurídica que se suma a una perceptible hipocresía social, que tolera sin pestañear que los servicios técnicos “deriven” a un número considerable de niños y niñas hacia las escuelas de educación especial, que las familias afectadas se las arreglen en una soledad ensordecedora, que el alumnado en general no pueda aprender a convivir con compañeros que son mucho más que una etiqueta. Si el profesorado encabezara la reivindicación de hacer efectiva, sin más rodeos, la escuela inclusiva, si se hiciera portavoz de la demanda de los recursos personales y materiales necesarios para garantizar el aprendizaje de todo el alumnado, si pusiera por delante una actitud de acogida y reconocimiento y no los problemas ciertos, pero que una vez más acabarían con la exclusión de los alumnos con alguna discapacidad, los planes de convivencia habrían demostrado su conveniencia y oportunidad.
En todos los casos, pues, desde mi punto de vista, esos planes deberían establecer sobre todo actuaciones del profesorado, procesos de autoformación y de revisión de su propio ejercicio profesional, mucho más que acciones dirigidas al alumnado –que también.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona.