Por supuesto que todo ser humano debe aprender y formarse para su aporte productivo en el mundo. Claro que es preciso valorar al trabajo pues, más allá de las consideraciones sociológicas y políticas, constituye uno de los caminos para construir humanidad y para darle forma a nuestras sociedades y entornos. Por eso, comprender lo educativo en la actualidad también debe incluir al trabajo, desde miradas críticas sobre la relación educación-sistema productivo y económico. Esas relaciones no son relaciones neutras o simples de entender. Son más bien relaciones extrañas y sospechas, puesto que están acuerpadas por discursos y prácticas que ocultan más de lo que develan.
Por ejemplo, se habla de educar para el trabajo y al revisar las bases conceptuales y los sentidos sociales de esas propuestas educativas, se descubre cómo la adquisición de habilidades o el énfasis en las competencias técnicas y productivas, es una insistencia en la capacitación y en el desarrollo de una clase trabajadora que se desenvuelva en los niveles más bajos de la producción o, en pocos individuos, un cierto acceso a posiciones gerenciales. Remarcan que se trata de que la educación contribuya a mejorar la calidad de vida de las personas (algo que es válido en un sentido profundo), pero solo a través de ciertas condiciones que faciliten alguna empleabilidad. En realidades como la latinoamericana, tan afectada desde hace mucho tiempo por el desempleo, incluso con realidades de subempleo realmente dramáticas, poner al sistema educativo a generar ciertas habilidades es enseñar a usar el grifo, pero sin cañerías ni agua en ellas.
Educar para el trabajo constituye una expresión tan interiorizada en la fraseología pedagógica dominante, porque nadie se resiste a ella, es una expresión guapa en contextos de pobreza y ansiedad por encontrar empleo. Pero por eso, precisamente, también es una frase que oculta las pretensiones del poder económico mediante el dominio del sistema educativo. Se enseña a ser trabajador al servicio de los dueños de las empresas, fábricas y fincas; se enseña habilidades necesarias para ganar ciertos salarios; se enseña y estimula a miles de jóvenes para trabajar en call centers en los que pueden pasar años y años sin desarrollarse o evolucionar.
Pero también ese discurso es el que “naturaliza” que la educación enseñe a niños, niñas y jóvenes a ser trabajadores, pero no a ser ciudadanos y sujetos políticos. Las relaciones extrañas entre educación y trabajo crean trabajadores que no se sindicalizan, ni organizan, ni reivindican, ni demandan. La pobreza extrema hace que un salario bajo se convierta en la salida del camino de la muerte en millones de egresados del sistema educativo, y que se abandone cualquier búsqueda de otros horizontes mediante el compromiso y la acción transformadora.
En consecuencia, en estos postulados, se justifica el abandono del estudio y comprensión de los derechos humanos en general, y los derechos laborales en particular, con la consecuencia de que la llamada “educación integral” cede su espacio a una educación tecnócrata. Educar para el trabajo parece, así, educar para sobrevivir, no para la vida plena, y para alimentar a los poderes económicos mediante mano de obra acrítica y por ello, mal pagada. ¡El redondo negocio de la educación y pedagogía dominantes!
Nuestra llamada debe ser a la de una educación del trabajo que politice la relación entre jóvenes y sistemas; que el logro de habilidades técnicas esté acompañado del desarrollo de habilidades sociales y emocionales, así como de la comprensión crítica de la realidad, principalmente del contexto económico y político; que descubran la posibilidad de otros caminos productivos. Se trata de que la educación no “regale” lo mejor de nuestro planeta a esos monstruos avorazados que se alimentan no solo de la pobreza de millones de seres humanos, sino principalmente de la ignorancia política y contextual que les crea su propia educación escolar.