La escuela (desde la infantil a la universidad), como argumentó Foucault, en el tercer volumen de Dits et ecrits (París: Gallimard, 1994), se ha venido configurando como un potente dispositivo. Como una poderosa estructura “que componen los discursos, las instituciones, las habilitaciones arquitectónicas, las decisiones reglamentarias, las leyes, las medidas administrativas, los enunciados científicos, las proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas […] el dispositivo siempre está inscrito en un juego de poder, pero también ligado a un límite o a los límites del saber, que le dan nacimiento, pero, ante todo, lo condicionan” (p. 229).
Y los (nos) condicionan de tal manera, tal el poder del aprendizaje subliminal que nos inoculan las estructuras más profundas del currículo oculto (Michael Apple), que nos impide, incluso a los estudiosos de la educación, pensar en formas de organizar la educación formal que vayan más allá de un edificio con compartimentos estancos arquitectónicos, temporales y de conocimiento. De un docente frente a un grupo y de una evaluación, factual y declarativa, de papel y lápiz.
El dispositivo escolar se ha ‘naturalizado’ de tal manera que, hace algunos años, mi argumentación, basada en la idea de James A. Mecklenburger (1990), de que “la escuela es una ‘tecnología’ de la educación, del mismo modo que los coches son una ‘tecnología’ del transporte” (p. 106), causó un ‘pequeño escándalo’ en la academia. ¡Cómo iba a ser la escuela una tecnología! ¡Estos de tecnología lo convierten todo en tecnología! Entonces ¿qué es? ¿Algo ‘natural’ como los mares, las montañas, los ríos o los osos polares?
De ahí la importancia de proponer este debate. Porque la educación (formal e informal), toda forma de ‘hacer la educación’, toda propuesta y recurso educativo, no es un destino, sino un campo de batalla, un parlamento de las cosas en el que se deciden las alternativas a la civilización. Pero lo que propongo para el debate no se refiere a si incluir en los planes de estudio más ciencias y tecnologías duras o más humanidades y ciencias sociales. Si una enseñanza transdisciplinar o por asignaturas. Si más exámenes de fin de etapa, si repetir o no repetir, etc., etc. Lo que planteo es considerar cómo el giro digital y neoconservador está incidiendo en el propio sentido y papel de la escuela.
En la historia de la humanidad que conocemos, la escuela, como lugar de aprendizaje para toda la población, no cuenta con un largo recorrido. En España, la escolarización obligatoria ‘total’ no se consiguió hasta la década de 1970, aunque la idea de la escuela como “lugar privilegiado” de aprendizaje, está profundamente instalada. Pero, en el mundo actual ¿se puede seguir manteniendo esta idea? E incluso más, ¿están las estructuras escolares preparadas para dar respuesta a las necesidades educativas de la población?
Para explorar la primera pregunta existe un importante volumen de investigación sobre los cambios fundamentales en las formas de aprender y de acceder a la información por parte niños, niñas y jóvenes propiciados por las tecnologías digitales. De su influencia en la generación y profundización de las desigualdades y en la creciente desafección hacia la escuela. De ahí la importancia de que la escuela reconozca y sitúe los saberes del alumnado, tanto para enriquecer sus propuestas como para detectar prácticas y actitudes externas que pueden dificultar el aprendizaje escolar. En la década de 1970, Basil Berstein argumentaba que la escuela no puede compensar por la sociedad, pero sí garantizar que parte del alumnado no tenga que dejar su identidad a la puerta del centro. En estos momentos, mi reflexión sería que la escuela no puede intervenir en la vida cotidiana del alumnado, pero sí intentar que no tenga que dejar una parte importante de sí mismo al entrar a las clases.
La segunda plantea un desafío aún mayor. Controversias como las suscitadas en Cantabria sobre el horario escolar, generan de nuevo nuestra dificultad para desafiar la metáfora organizativa básica de la escuela. ¿Por qué no flexibilizar los espacios y tiempos escolares? ¿Por qué seguir con la rígida separación entre el dentro y fuera de la escuela? ¿Por qué continuar aferrados a calendarios escolares inerciales? ¿Por qué no proponer otras figuras educativas? ¿Por qué no considerar la escuela como un entorno de aprendizaje vivo y educativamente rentable para toda la comunidad? Sí, ya sé que las normas, la legislación, las inercias…, que componen el ‘dispositivo” actual de la escuela, no lo permiten. Pero si no comenzamos a pensar alternativas profundas y disruptivas, jamás lo podremos cuestionar.