No quisiera escribir sobre esto, pero es necesario para rendir un breve y mínimo homenaje a quienes, a su modo y en sus niveles, luchan por la dignidad en cualquier parte del planeta. Y para insistir en algunas cosas que se silencian en la pedagogía predominante.
El pasado 26 de abril, los estudiantes de un centro educativo público de la ciudad de Guatemala, salieron a protestar enfrente de las instalaciones en las que estudian. Eso significó que detuvieron el tránsito vehicular de una avenida muy transitada. Pedían algo básico: que les nombraran profesores que no tienen, que les arreglaran las instalaciones muy deterioradas y que quitaran al director por múltiples abusos. Estaban con sus carteles alzados y sus gritos de voces adolescentes y juveniles, cuando un piloto salvaje arremetió contra el grupo de estudiantes que tenía enfrente. Dejó varios heridos, pero en ese mismo instante cercenó una pierna a la estudiante Brenda Domínguez, quien murió tres días después.
¡Una estudiante de 16 años muerta!, por demandar lo que el Estado tiene obligación de proveer. Pero ese escenario de demanda en la calle es un escenario de desesperación, después de todo un año de tener reuniones para plantear sus solicitudes, para pedir soluciones, para ser escuchados con dignidad y respeto. Al final del día de la tragedia, ya en horas avanzadas de la noche, les resolvieron la petición del cambio de director (¡después de un año, lo resuelven en ocho horas trágicas!). Lo de los docentes sigue sin resolverse, más de un mes después, y la infraestructura va para largo. Pero el “después” de la tragedia ahora está marcado por la culpabilización a los estudiantes por la muerte de su compañera, o a los padres por “no educarlos bien”, o a los profesores “por permitirles protestar”. Las culpas están dirigidas a las víctimas del hecho y no a las responsabilidades de las autoridades incapaces de resolver problemas, escuchar y atender demandas.
Al estar cerca, en un breve acompañamiento, con estudiantes, padres y madres de ese establecimiento educativo, puedo darme cuenta de cuánta voz es acallada en los momentos más difíciles, después de la indiferencia, el irrespeto o el desprecio. Sigue marcado este mundo por una ausencia completa de escucha y de auténtico diálogo ciudadano alrededor de los problemas educativos, sobre todo cuando los principales interlocutores son las y los jóvenes estudiantes. Si estos son pobres, la cosa se agrava y complica aún más. No escuchar con dedicación y plena atención es una actitud que no educa hacia una cultura política diferente. O talvez ahí están las semillas que alimenten la resistencia necesaria para sobrevivir con dignidad.
Quizá fuera de nuestro país cueste entender cómo o por qué estudiantes de secundaria tienen que estar en las calles, demandando lo que es obligación del Estado, o cómo los gritos y las voces alzadas nos recuerdan la negación del derecho a la educación. La realidad es que, a la negación estructural de derechos humanos de todo tipo, también se suma la negación del derecho a exigirlos. Y se suma la criminalización que se hace de toda protesta, ya sea por la vía jurídica, o por la vía de la descalificación inclemente que tiene lugar por las redes sociales.
Sin embargo, todo esto es una muestra de cuánto o cómo debemos sentir a la educación en estos tiempos. De cómo debemos dejar la miopía política que nos hace quedarnos en las aulas, y empezar a tener muy claro que los sistemas educativos se conciben, diseñan y deciden desde y para los intereses del poder hegemónico, ese al que una voz juvenil de protesta le suena a música desentonada que le enturbia su paz.
Una estudiante caída, en una pacífica demanda que no debió ocurrir, representa la realidad más dramática de las y los jóvenes de nuestras sociedades empobrecidas. Pero también acalladas por el poder que ha hecho de la educación una herramienta para construir y vivenciar la ciudadanía del silencio y la sumisión.