«En todas las ediciones de PISA, desde 2000 a 2012, la variable sobre el número de libros en casa ha mostrado tener una relación positiva y significativa con los resultados de los estudiantes». En 2015, PISA corroboró una vez más que el número de libros en el hogar es un buen predictor del rendimiento en las tres áreas evaluadas: ciencias, lectura y matemáticas. (Fuente: MECD)
Puesto que la LOMCE establecía como uno de sus objetivos prioritarios «mejorar en las comparativas internacionales» (esto es, subir en PISA), hubiera cabido esperar una fuerte presencia de las bibliotecas escolares en el desarrollo de la ley. Pero, ¿cuántas veces son nombradas las bibliotecas escolares en la LOMCE? Ni una mención siquiera.
Se ha repetido que la Ley Wert no fue sino una modificación de la ley anterior, la LOE, de la que se suprimieron determinados artículos y en la que se introdujeron otros. Hacer el rastreo del campo semántico eliminado y del incorporado es sumamente esclarecedor. La obsesión del PP por absolver a las estructuras políticas y sociales del devenir de cada individuo, atribuyendo su futuro personal y profesional exclusivamente a su talento y su esfuerzo, en una suerte de carrera meritocrática en la que el contexto de cada quien aparece sustituido por una especie de envasado al vacío, está en la raíz de la omnipresencia de términos como emprendimiento, emprendedor y empresario. Cada estudiante es responsable de su «éxito» o de su «fracaso». En este marco, efectivamente, huelgan las bibliotecas escolares.
Pero quienes estamos a pie de aula con niñas y niños sabemos bien de su importancia. Sabemos que aunque es cierto que la escuela no puede a solas cambiar el mundo y que no es posible educar en cualquier contexto, el potencial de las bibliotecas escolares como palanca de equidad es innegable. La educación debiera hacer posible que nuestro futuro no esté determinado por el azar de nuestro nacimiento, y aunque para ello lo primero son las políticas sociales, la escuela no puede limitarse a ser el escenario donde se reproducen las desigualdades, también de la condición (o no) de lectores. Si afirmamos que las bibliotecas escolares son necesarias en esta contribución de la escuela a la equidad es por su capacidad de proveer de entornos lectores a quienes no nacieron rodeados de libros.
De la infinidad de fórmulas que he conocido de eso que se ha dado en llamar «animación a la lectura» no conozco ninguna más acertada que la de tratar de acercar, lo más humildemente posible, los usos escolares de la lectura a sus usos sociales: tener acceso a los libros y pertenecer a una red de lectores son dos de los requisitos imprescindibles para hacer de la lectura -de la lectura sostenida de libros íntegros, sea cual sea su género- una práctica habitual. ¿Que hay muchas más actuaciones necesarias para contribuir al fomento del hábito lector y la educación literaria? Sin duda. ¿Que nada asegura que quienes han leído durante sus años escolares vayan a ser lectores toda su vida? Por supuesto. Pero quien no tiene acceso a los libros en su hogar ni posibilidad de compartir experiencias de lectura con gente de su entorno no tendrá siquiera la capacidad de elegir. La responsabilidad de la escuela consiste en proveer, a todos sin excepción, de espacios y tiempos para la lectura y de libros que merezcan la pena; en desarrollar estrategias de comprensión lectora que permitan a los estudiantes vencer las resistencias que cada texto presenta; en proporcionar experiencias placenteras de lectura. Lo demás, en efecto, es cosa suya.
Pero aún hay más. Y es que aunque según la lógica de la OCDE y de la propia LOMCE lo suyo hubiera sido que las bibliotecas escolares hubieran sido objeto de una atención especial en nuestra última ley educativa, hay algo que chirría, y mucho, en los discursos utilitaristas en torno a la lectura. ¿Utilidad social o exigencia vital?, se pregunta Michèle Petit. Preguntémonos a qué esa obsesión por la lectura y si quien la alimenta la pone al servicio de la emancipación o la sumisión, del cuestionamiento crítico del mundo o de su adaptación acrítica a él. Prostituir el deseo -o tratar de suscitarlo no apelando al placer sino a una eventual retribución en el mercado- produce más repugnancia que adhesión.
Si el silencio de la LOMCE con respecto a las bibliotecas escolares es sintomático de su desprecio por la equidad, no lo es menos de su desprecio por la cultura. Corremos el riego, decía Naomi Klein en su Doctrina del Shock, de que nos borren nuestro pasado. «No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee», vaticinaba Ray Bradbury. Que los únicos libros que maneje un chico o una chica en los años de la secundaria obligatoria sean los libros de texto en nada contribuye a la formación de una ciudadanía crítica. Que cada centro educativo no cuente con una buena biblioteca escolar impide a ciencia cierta la formación de una ciudadanía culta. Sin duda alguna, la realidad de los hechos desmiente la grandilocuencia de los discursos (o los preámbulos legislativos).
Es en las bibliotecas donde tenemos acceso a un nuestro patrimonio cultural, a un imaginario compartido. La biblioteca escolar -entendida como espacio físico y simbólico que todo lo impregna- es pieza imprescindible para el fomento de la lectura, para la transmisión de un cierto mapa de la cultura -más allá del papel y más allá de las fronteras nacionales; más allá también de la literatura- y para el desarrollo de las habilidades de interpretación. Es, además, un espacio magnífico para cohesionar, con un sinfín de actividades, a la comunidad educativa, pues si bien las bibliotecas del siglo XXI no pueden dar la espalda al inmenso potencial de los entornos digitales, no pueden renunciar tampoco a la inmediatez del territorio, a reforzar los vínculos entre la gente que pisa el mismo suelo.
Pese al desprecio por la equidad y la cultura por parte de unas administraciones educativas que se han olvidado de sus bibliotecas escolares (no en todas las comunidades autónomas, conviene recordarlo), hay por fortuna muchas maestras y maestros comprometidos en hacer de sus bibliotecas espacios confortables y hospitalarios, cálidos y acogedores; en cuidar los fondos y hacerlos visibles y accesibles; en «detener el tiempo» y ofrecer ocasiones para la lectura silenciosa y autónoma al margen de requerimientos externos; en combinar las lecturas compartidas y las sugerencias individualizadas, en hacer de la lectura una de las líneas medulares del proyecto educativo de centro y en construir, con niñas y niños, itinerarios de progreso. Pero necesitamos recursos.
No sabemos muy bien qué será del Pacto educativo. Pero en tanto prosiguen sus trabajos conviene recordar a sus señorías que la apuesta de la próxima ley de educación por la equidad y la cultura contará con un termómetro irrebatible: el lugar que en ella ocupen las bibliotecas escolares.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.