El verano nos esconde los temores escolares. Es tiempo de cerrar los libros de texto y vivir la naturaleza; esta enseguida contraría lo que dicen los otros. Las clasificaciones no existen, todo está mezclado en un complejo muestrario de vida y cosas, sin más. Encontramos que salvo la salida y la puesta de sol, nada allí está regulado por nadie; lo contrario que en nuestra vida de los rígidos horarios, que en verano rompemos a conciencia. La vida natural está plena de libertades para todos seres, en realidad cada uno de estos está condicionado por los ritmos de los otros, que no son siempre los mismos. ¡Vaya!, nos aprendimos lo del equilibrio ecológico y es un engaño porque nada está quieto permanentemente. El morir o vivir de tal o cual especie -que hemos estudiado en clase y buscado en Internet sus causas- sucede allí sin más preámbulos; no se acostumbra a maldecir la negligencia de los individuos que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos o climas.
Al contrario que en las lecciones de Conocimiento del medio, Ciencias de la Naturaleza o Biología aquí las cosas son como son: cada una tiene sus consecuencias y ninguna surgirá o cambiará en vano, por más que a menudo no lo entendamos. ¡Ah, y no forman lecciones ni quieren darlas! En consecuencia, no es un lugar para visitar sino para vivirlo. Hemos de dejarnos llevar y observar, sin prisas. Los detalles de un monte o un río, como los signos de seres vivos pequeños o grandes, se aprecian mejor con las suelas del zapato que con las ruedas del coche. Sumerjámonos en la montaña, cerca de un río o el campo cercano a nuestra casa; una vez dentro estallan los colores, el aire se vuelve inodoro por diferente y compiten cantos con silencios abruptos; alguien nos estará observando.
Nunca un escenario natural está como la última vez y la siguiente será otro, pues la diferente imagen no depende únicamente del estado de ánimo; la naturaleza responde a la luz y la devuelve transformada en calores y colores diversos. Se percibe por las sensaciones que anidan en nuestro cerebro. La aventura resulta bien siempre; mejor si se vive en una buena compañía que nos enseñe algo, pero poca gente. La multitud -como en aquellas salidas que hacemos con la clase- desdibuja el disfrute de los sentidos, aunque nos aprendamos la lección que los profesores habían preparado.
Porque la naturaleza -por más que ahora esté ya casi completamente humanizada- no es una sino muchas; entre ellas pujan por ocupar la primera posición, si bien la cultura favorece las verdes, montañosas o playeras. Pero el paisaje mediterráneo o la estepa -casi siempre barnizados de amarillos, cenicientos y ocres- son más ricos en su aparente sencillez. Allí, cuando la tierra no arde, al amanecer o al final de la tarde, asombra la humildad de lo pequeño y la Luna -bandeja de plata en la vitrina del cielo- es más luna. Nadie nunca se siente solo allí, ya que, si sabe percibir, cuenta más lo latente que lo patente. Cuando el verano acaba, nos llevamos las confidencias del paisaje, para empezar con fuerzas el nuevo curso escolar. Si nos olvidamos, los vientos nos traerán sus ecos; si no, a esperar al verano siguiente.
Carmelo Marcén Albero (www.ecosdeceltiberia.es)