Los profesores y las profesoras son, a mi juicio, los verdaderos artífices de la acción educativa. El elemento decisivo de la calidad. Pero, si bien miramos, suelen convertirse en meros ejecutores o aplicadores de las prescripciones que les vienen dadas. Cada vez en mayor número, cada vez con mayor minucia. Todo está preescrito en la escuela. El curriculum, el calendario, el horario, las evaluaciones… Observo que últimamente, desde instancias administrativas intermedias, llegan a los profesionales exigencias burocráticas mayores. No es un buen camino.
Ese hecho está determinado por dos ejes anclados en la desconfianza. Puesto que no saben, expliquémoselo. Puesto que no quieren hacerlo, mandémoselo. Y por un vacío competencial en el gobierno del sistema. Para algo han de servir quienes mandan. Pero esa es una visión empobrecida del gobierno de las escuelas.
La ley se convierte así en un curso de formación que trata de formar a los docentes y en un conjunto exhaustivo de normas que pretenden determinar la acción.
En un antiguo libro de Postman y Weingartner que leí en mis tiempos de estudiante (curiosamente titulado en inglés La enseñanza como actividad subversiva y traducido como La enseñanza como actividad crítica) se decía (cito de memoria): «Sería estupendo que durante el verano, el Ministerio anunciase a los docentes que no hay nada prescrito. Les veríamos acudir a la escuela cargados de preguntas: ¿cómo agrupamos?, ¿qué enseñamos?, ¿cómo evaluamos?, ¿qué hacemos?, ¿cuándo nos reunimos?, ¿cómo hacemos los informes?…».
Lamentablemente, todo está preescrito. La escuela es una institución heterónoma. No creo que haya otra con un nivel de prescripción tan detallado. Se ha llamado a la escuela: “Institución paralítica”, porque no puede moverse sin las andaderas de las prescripciones externas.
Sería chocante que sucediese algo parecido en el área sanitaria. Es decir, que las autoridades del área de salud pretendiesen mejorar las actividades quirúrgicas, prescribiendo con precisión a los cirujanos lo que deben hacer en las operaciones y luego exigiéndoles minuciosos informes burocráticos de control. Es más que probable que los profesionales dijesen: señor ministro, el profesional soy yo. Lo que usted tiene que hacer es proporcionarme una buena formación, darme un hospital bien organizado y equipado, tiempos adecuados para hacer mi trabajo, un número de pacientes razonable para operar cada semana y un sueldo digno… Y luego, confíe en mí y evalúe trabajo.
Si todo está prescrito, la responsabilidad de la acción debería recaer en quien ha mandado actuar de una forma tan minuciosa.
El profesorado debería tener mayor autonomía, Dice Papagiannis con una importante dosis de ironía: «Los profesores tienen mucha autonomía. La misma que tiene el conductor de un vehículo de poner en el radiocassette de la música que más le guste. Pero claro, ninguna respecto al lugar a donde hay que viajar, el camino que hay que seguir, las paradas que desea realizar, la velocidad de la marcha y el tipo de acompañantes…».
El concepto de participación está larvado por muchas falacias., Citaré algunas:
Participación regalada: se concibe la participación como un regalo del poder, como una concesión, como un obsequio generoso: “Les vamos a dejar participar», dice el poder. No. No es un buen planteamiento. Porque la participación es un derecho, es un deber, es una exigencia de su trabajo.
Participación recortada: se puede participar, pero al modo que el conductor de Papagiannis pone la música en su coche. Puede opinar, puede decir, pero en aspectos menores. Lo esencial está decidido.
Participación formalizada: se pretende garantizar la participación en sus aspectos formales, pero no en sus contenidos reales. No basta respetar las exigencias formales de la participación.
Participación condicionada: se puede participar pero siguiendo una férreas pautas de sumisión al poder. Se puede participar pero solo para ejecutar las prescripciones que otros dictan.
Participación trucada: hay participación tramposa, es decir, engañosa. Parece que libre y espontánea, pero en realidad está manipulada previamente. El poder consigue que hagas voluntariamente lo que él quiere que hagas. Consigue que votes lo que él ha decidido.
Planteo esta cuestión en dos dimensiones complementarias. Una primera relacionada con el proyecto de escuela. Otra más concreta que tiene que ver con la acción en el aula.
La participación plena solo produce beneficios: motiva, responsabiliza, exige, compromete, estimula, dignifica. No es fácil entender por qué se hurta al profesorado la plena iniciativa y responsabilidad sobre su práctica. Puede haber normas pero estas tienen que estar al servicio de las personas y no a la inversa.
La cultura de la participación no se improvisa. No se acuesta una persona sin querer ni saber ni poder participar y se levanta sabiendo, queriendo y pudiendo hacerlo. Es un proceso lento, intenso y profundo.
Para participar hace falta disponer de estructuras que la hagan posible. Hay estructuras que la bloquean, otras que la facilitan y algunas que la hacen inevitable. Hay que conseguir estructuras favorables a la participación: tiempos, espacios, canales, estímulos… Sin buenas estructuras, aunque se quiera y se sepa, no se puede haber auténtica participación.