El discurso sobre las culturas, políticas y prácticas inclusivas (recomiendo la lectura de los artículos de Gerardo Echeita o Coral Elizondo en este diario) va calando en nuestro imaginario pedagógico y comienza a ser un reto asumido por nuestras escuelas. Comparto sin fisuras la mayor parte de sus premisas y mensajes y me ilusiona la oportunidad que nos brinda para orientar con otra mirada la transformación de nuestros centros hacia cotas de mayor equidad, justicia social y calidad de la educación para todas y todos. Pero intuyo también que es el momento de poner por escrito algunas sombras, algunas dudas y algunos miedos que me asaltan cuando observo la realidad de nuestras clases y, sobre todo, cuando miro con atención al alumnado más vulnerable y con más riesgo de ser excluido. En este texto quiero referirme a algunas sombras que pueden derivarse, precisamente, de una mala interpretación o incluso de una interpretación torticera de las propuestas mejor intencionadas. Veré si consigo explicarme.
Me da miedo, por ejemplo, que las administraciones educativas utilicen la terminología ligada a la inclusión para eludir sus responsabilidades en la atención a las personas más vulnerables.
Siempre me ha llamado la atención la celeridad con la que la legislación ha incorporado la noción de inclusión, aunque el significado que le otorga diste mucho de acercarse a donde queremos que se acerque. Creo que no es una buena noticia, porque puede llevar a pensar que con esa asunción terminológica ya está casi todo hecho. Suponer, por ejemplo, que no es necesario ya legislar sobre la atención al alumnado con necesidades específicas, sean por discapacidad o por otras condiciones que provocan exclusión puede ser un peligroso disparate. Desde hace más de 20 años no se ha reflexionado seriamente -salvo por parte de alguna comunidad autónoma- sobre la situación de este alumnado y no se han puesto en marcha iniciativas organizativas o curriculares nuevas que traten de paliar las barreras que encuentran o que intenten mejorar la respuesta que hasta ahora se les proporciona. De hecho, más bien se están generando situaciones de “limbo” -por ejemplo, en determinadas ofertas de formación profesional o en relación con la evaluación de sus aprendizajes “adaptados”- en las que las personas que presentan alguna discapacidad quedan de forma más o menos automática excluidas del sistema. Garantizar los derechos educativos de todo el alumnado y la adecuación de la oferta educativa a sus necesidades puede suponer algo más que referirse a las respuestas globales en la legislación ordinaria: obliga a pensar en necesidades que pueden ser particulares y que tal vez solo puedan ser satisfechas con soluciones más singulares, enmarcadas, eso sí, en contextos de la máxima normalización posible.
Aunque, por descontado, comparto la idea de que la mirada al alumnado no debe centrarse solo en sus dificultades y de que es preciso analizar los facilitadores y las barreras que puede encontrar en su tránsito educativo, creo también que es un error pensar que no es necesario profundizar en las características particulares de cada niño o niña, en su funcionamiento y en sus condiciones personales.
De nuevo aludo a la discapacidad como ejemplo. La visión clínica que ha prevalecido durante mucho tiempo y que ha hipertrofiado el valor de los diagnósticos, el énfasis en la dificultad personal, la clasificación y el etiquetado no puede dar paso a ignorar de manera sistemática las condiciones con las que se afronta la tarea de aprender por parte de un alumno o alumna sorda, con dificultades graves de visión o con un retraso madurativo. De hecho, el movimiento asociativo que representa a los colectivos con diversidad funcional reivindica de manera constante la atención a sus peculiaridades, al tiempo que suele ofrecer pautas y criterios de acción para darles la respuesta adecuada.
No afirmo que la mirada inclusiva proponga renunciar a esta perspectiva, pero sí creo que un discurso inclusivo mal entendido puede resultar contraproducente. La perspectiva sobre la diversidad que subyace a la inclusión asume que cada alumno o alumna es diferente y que todos ellos deben encontrar la respuesta adecuada en un entorno normalizado. De acuerdo con esto. Pero en el amplísimo espectro que caracteriza la diversidad humana hay necesidades que tienen que ser cuidadosamente analizadas para poder ser satisfechas. El propio modelo que propone el Diseño Universal de Aprendizaje así lo apunta. Claro que es necesario poner la mirada en los contextos educativos y hacer lo necesario por transformarlos, pero nunca debe soslayarse la necesidad de indagar en lo que cada niño o niña necesita en cada momento y en cada situación de aprendizaje. Y en esa tarea no puede menospreciarse, como a veces se hace, la mirada experta de muchos profesionales que, desde el ámbito de la psicología, la neurociencia, la medicina, la tecnología y tantos otros, pueden y deben complementar la tarea de los docentes y educadores.
Una última reflexión tiene que ver con las ayudas y recursos de apoyo. Hoy en día se está produciendo un cuestionamiento profundo sobre la organización de las ayudas y apoyos al alumnado más vulnerable. La tendencia, que comparto, es la de incorporar todos los recursos posibles al aula ordinaria, confiando en que una metodología flexible que atienda realmente a la diversidad y una asunción clara de compromiso del profesorado sobre todo su alumnado pueda sacar el máximo partido de estos recursos. No obstante, el riesgo de dilución y desaprovechamiento de los recursos, siempre escasos, puede ser elevado debido a una mala distribución de tareas, una mala planificación o una imprecisa definición de los roles.
Es verdad que los recursos y ayudas pueden ganar en efectividad si no se asocian a priori y de forma automática con actuaciones individuales, por lo general segregadoras. Pero creo que conviene no confundir las cosas: temo que en algunas propuestas o prácticas supuestamente más inclusivas se pueda estar cayendo en una suerte de revoltijo en el que no termina de concretarse quién es quién o qué es qué, cuál es su función y cómo puede y debe complementarse con las del resto. Esta confusión lleva a veces a vivir situaciones más bien esperpénticas: por ejemplo, las de algunas familias que se niegan a que sus hijos o hijas puedan ser valorados por un servicio de Orientación o a que reciban algún tipo de ayuda o apoyo, entendiendo -no discuto que a veces por experiencias burocráticas y administrativas penosas- que cualquier tipo de ayuda es un estigma y no forma parte de una práctica inclusiva.
Los profesionales de la educación estamos obligados a cambiar estructuras y prácticas para proporcionar mayores cotas de calidad y equidad para todo el alumnado. Sean bienvenidos, por tanto, los discursos y propuestas que nos hacen cambiar la perspectiva de una forma radical. Pero no perdamos de vista el fin último de cualquier cambio: la atención a un alumno o alumna singular que ha de ser, junto a los otros, el eje de nuestro quehacer educativo.