“Tiraban los balazos al aire primero. A nosotros no nos dieron temor porque sabíamos que no nos podían disparar porque nosotros somos estudiantes y no pueden hacer eso a personas como nosotros. Seguíamos nuestro paso y en cada esquina que pasábamos, se nos atravesaban patrullas, y cada vez los balazos iban más directo a nosotros. Nosotros con piedras…”
Es el testimonio de Edgar Yair, estudiante de primer año de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero. Sus palabras son parte del libro “Fue el Estado” del periodista John Gibler, que recoge la voz de los estudiantes normalistas que el 26 de septiembre de 2014 fueron brutalmente atacados por agentes de todos los cuerpos de seguridad mexicanos.
Las normales rurales son escuelas con un fuerte enfoque social que preparan a los jóvenes para ser maestros de escuelas de pequeñas comunidades. A menudo enfrentan recortes presupuestarios y el desinterés de las autoridades por financiar su modelo educativo. Sus alumnos tienen una marcada ideología de izquierdas y suelen participar en movilizaciones y protestas.
Edgar asistía a su segundo día de escuela cuando todo empezó. Aquella noche un grupo de estudiantes de entre 17 y 25 años acudió a la ciudad de Iguala, a unos 250 kilómetros de distancia de Ayotzinapa, dentro del mismo estado. Querían tomar varios autobuses para ir hasta Ciudad de México a participar en la conmemoración del 2 de octubre, que recuerda la represión que tuvo lugar en 1968 en Tlatelolco contra miles de estudiantes.
Las tomas de autobuses se venían realizando desde hacía años en muchas escuelas normales del país como parte de la búsqueda de medios para poder llevar a cabo las actividades sociales y políticas, e incluso contaban con el aval tácito de empresas y autoridades.
No fue así aquella noche. Los agentes cerraron el paso de cinco autobuses y dispararon para impedir que los muchachos salieran de la ciudad con los vehículos. Asesinaron a seis personas, entre ellas tres estudiantes, hirieron al menos a 40 más y detuvieron a 43 jóvenes que luego desaparecieron. Nadie los volvió a ver desde que la policía los amontonó en los asientos traseros de sus camiones.
Indagaciones llevadas a cabo por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) demostraron que en los ataques, que se ejecutaron en nueve ubicaciones diferentes a lo largo de casi siete horas, además de fuerzas de seguridad públicas, también participaron miembros de la organización criminal Guerreros Unidos, estrechamente vinculada con las instancias estatales de Guerrero.
Aún sin la verdad
Tres años después de los trágicos sucesos, familiares y amigos de los chicos siguen preguntándose dónde están los desaparecidos, buscando los responsables y tratando de esclarecer qué pasó aquella noche.
Los gobiernos federal y estatal construyeron varias descripciones de los hechos, minimizando el papel de la policía municipal, negando la participación de soldados y de policías estatales y federales, y atribuyendo toda la culpa a Guerreros Unidos, cuyos miembros habrían asesinado y quemado los cuerpos de los jóvenes en la localidad de Cocula hasta hacerlos desaparecer casi por completo.
Pero la versión oficial que entregó el gobierno, bautizada por las propias autoridades como “verdad histórica”, no cuadra con las declaraciones de los acusados y hay evidentes contradicciones que cuestionan su validez. Se ha documentado que las indagaciones oficiales se sostienen exclusivamente en supuestas confesiones –varias obtenidas bajo la tortura–, sin el respaldo de pruebas forenses y presentan violaciones graves al debido proceso y a los derechos humanos de los detenidos. Además, varias diligencias se llevaron a cabo fuera de la legalidad. De hecho, el primero de los dos informes emitidos por el GIEI ya descartó la posibilidad de que la quema de los 43 cuerpos se diera en el basurero de Cocula.
“Ni el GIEI ni el Equipo Argentino de Antropología Forense encontraron ni una sola evidencia física que corroborara la versión de los detenidos”, señala John Gibler, quien viajó a la zona una semana después de los ataques para entrevistar a más de 30 sobrevivientes.
Entre los señalados como presuntos responsables de practicar diligencias ilegales está Tomás Zerón, entonces director de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) de la Procuraduría General (PGR), la Fiscalía del país. Sin embargo, cuando el presidente Enrique Peña Nieto supo de su implicación, en vez de suspenderlo, decidió premiarlo entregándole el cargo de secretario del Consejo de Seguridad Nacional, con dependencia directa de la Presidencia de la República.
“El mensaje fue muy claro: el Estado protege a todos los que elaboraron y defendieron el encubrimiento de los ataques y la desaparición forzada masiva de los estudiantes”, asegura Gibler.
Las familias siguen reclamando justicia
Los padres y sobre todo las madres de los normalistas viven desesperados ante la impasibilidad de las autoridades mexicanas. Casi sin avances en la investigación, siguen pidiendo justicia, denunciando la responsabilidad del Estado y buscando a sus hijos.
Desde hace unos meses, han instalado una mesa de negociación con autoridades de la Secretaría de Gobernación y la PGR para analizar los puntos que los expertos internacionales dejaron abiertos en su segundo informe. Entre ellos, están la participación del Ejército mexicano en los hechos, el análisis de los teléfonos de los estudiantes e implicados y el traslado de droga de Iguala a Chicago (Estados Unidos).
“La participación del Ejército ha sido difícil de documentar porque la Secretaria de la Defensa Nacional (Sedena) negó en todo momento la solicitud del GIEI de entrevistar a los soldados presentes aquella noche”, explica el periodista. Según detalla, la base militar en Iguala se encuentra a menos de dos quilómetros de donde los estudiantes fueron atacados durante varias horas. Además, observaban los movimientos de los chicos desde las seis de la tarde a través del sistema federal de video vigilancia, y un agente de inteligencia militar estuvo presente en uno de los lugares del ataque pasando información a sus superiores en tiempo real.
La semana pasada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) instó al gobierno mexicano a acelerar la búsqueda de los muchachos y a agilizar las indagaciones. La PGR ya había anunciado que entregará resultados del caso en octubre.
Un “Narcoestado”
El atroz caso de los normalistas es uno más de la larga lista de asesinatos y desapariciones forzadas que se registran en México.
Según datos de Naciones Unidas, la guerra contra el narco ha dejado un total de 175.000 muertos, mientras que el número de desapariciones forzadas ha pasado de 3.000 a 30.000, desde 2011 a la fecha.
Periodistas y expertos coinciden en señalar que el país funciona como un “narcoestado”, una fusión de las diferentes fuerzas policiales y militares con el crimen organizado, en el contexto de una supuesta «lucha contra las drogas». El conflicto ha desembocado en una suerte de “guerra no convencional”, en el que hay miles de muertos, desaparecidos y familias desplazadas por la violencia. “El estado es narco, administra el negocio ilegal mientras se beneficia de la economía de la guerra”, espeta Gibler. Para él, un cambio de gobierno –como el que podría llegar al país tras las elecciones de 2018– no es en absoluto suficiente para provocar transformaciones profundas.
Tampoco parece generar mucha confianza el Proyecto de Ley contra la Desaparición Forzada. La iniciativa ya ha sido cuestionada por activistas por presentar deficiencias en la tipificación del delito, además de omitir la responsabilidad de los superiores jerárquicos de los autores materiales de la desaparición, como lo establece la Convención Internacional contra la Desaparición Forzada.
Gibler cree que los cambios vendrán desde abajo, “de las luchas de la gente”. De ser así, será fundamental la fuerza y resistencia de los familiares de los 43 estudiantes. Su insistencia, presión y denuncia quizás consigan colocar definitivamente el caso sobre las mesas de las instancias internacionales y rompe, de una vez por todas, esa resistente y compacta cadena de impunidad.