En los últimos años escuchamos con frecuencia un mantra que afirma que la educación española no está mal financiada, que el problema consiste más bien en el destino y el uso de los fondos recibidos, que se suponen no siempre adecuados ni orientados a la mejora de la calidad. Tanto en informes internacionales como nacionales se encuentran comentarios de este tipo, generalmente en formulaciones menos contundentes, pero que ya se encargan los diversos tertulianos y opinadores de endurecer. Pues bien, les propongo un ejercicio sencillo: veamos qué nos dicen algunos de esos informes acerca de la financiación de la educación universitaria (ese es el campo en el que trabajo actualmente) y valoremos después los datos. No hablo de opiniones, sino de datos fríos.
El informe de la OCDE, Education at a Glance, que como es sabido incluye una selección de indicadores internacionales de la educación, nos decía en 2016 que en el año 2013 (al que se referían sus datos) el gasto en educación superior por estudiante ascendía en España a 12.604 dólares en paridad de poder adquisitivo. Ese mismo año, la cifra ascendía en el caso de Estados Unidos (¿recuerdan?, ese país que tiene tantas universidades excelentes en los diversos rankings) a 40.933 dólares, en el Reino Unido a 25.744 y en Suiza a 25.126. El gasto promedio de los países de la OCDE alcanzaba los 15.772 dólares por estudiante, un 20% superior a la cifra española. España se situaba en el lugar 20 entre los 34 países analizados.
Si observamos las cifras del gasto total anual en educación superior en porcentaje del PIB en ese mismo año 2013, la comparación es aún más hiriente, pues España retrocedía hasta el puesto 26, con un escaso 1,28% del PIB, mientras que Estados Unidos llegaba al 2,64%, Canadá al 2,51% y Chile al 2,35%. La media de la OCDE se situaba en el 1,56% y el promedio de la Unión Europea en el 1,41%.
En lo que respecta a la participación del sector público en la financiación del gasto total en educación superior, España se situaba en el puesto 18 (en este caso sobre 32), con un 69,3%, lejano al 95% de Finlandia, Noruega, Austria y Dinamarca, siendo el promedio de la OCDE del 70% y del 78% el de la Unión Europea. Y si nos centramos en el gasto público en educación superior como porcentaje del gasto público total, caíamos nuevamente al puesto 26, con un modestísimo 2,14%, mientras que Nueva Zelanda llegaba al 5,18%, Chile al 4,91% y Noruega al 4,34%, con un promedio de los países de la OCDE por encima del 3%.
Si se examina la evolución del gasto total en educación superior por estudiante, se aprecia que España lo aumentó de forma paralela al promedio de la OCDE entre 2005 y 2010 y a partir de entonces cayó abruptamente hasta 2012, situándose en esa fecha por debajo de 2005. En consecuencia, la distancia existente con la OCDE fue aumentando en estos últimos años, siendo en la actualidad bastante inferior.
Esto es lo que nos dicen los datos, aunque no siempre se tomen en consideración. Si uno observa el presupuesto por estudiante de las universidades situadas en los puestos superiores de los diversos rankings, apreciará que la diferencia con las universidades españolas es considerable, llegando a ser de más del doble o el triple. En esas circunstancias, es muy difícil competir. Es como si un atleta tuviese que competir con las zapatillas que utilizábamos en los estadios hace cuatro décadas frente a otros equipados a la última.
Si como conclusión del análisis de estos datos les dijese que todos los indicadores analizados ponen de relieve que la sociedad española en general, y las administraciones públicas en particular, deberían priorizar el gasto en educación superior y, en particular, el gasto público, si se quiere alcanzar el promedio de la OCDE y aproximarnos a los países líderes, puede haber quien esté tentado de denunciar que los rectores siempre estamos quejándonos en vez de hacer nuestro trabajo. Si además les digo que la información facilitada pone de manifiesto, también, que en estos últimos años la distancia de los distintos indicadores con la OCDE se ha acentuado y de ahí que sea necesario un esfuerzo adicional para reducirla, alguien puede pensar que estoy intentando justificar los pobres resultados de nuestras universidades. Y si les digo que corregir esta situación de la manera más rápida posible debería ser, sin duda, una prioridad inexcusable, pueden considerar que arrimo el ascua a mi sardina.
Pero, ¿y si les digo que pongan esas tres afirmaciones entre comillas y las busquen en el Informe CYD 2016. La contribución de las universidades españolas al desarrollo (p. 19)? ¿Y si les dijese que el patronato de la Fundación CYD está presidido por Dª Ana Botín y forman parte de él presidentes de las más importantes empresas españolas? ¿Y si se diesen cuenta de que estas frases no son quejas de rectores lastimeros ni de antisistemas irredentos? ¿Y si finalmente tuviesen razón y llegásemos a la conclusión de que las universidades españolas están infrafinanciadas? Quizás a partir de ese reconocimiento pudiésemos diseñar políticas universitarias orientadas hacia el futuro y permitiésemos a nuestras universidades situarse donde pueden legítimamente aspirar a situarse y prestar el servicio público de educación superior que nuestra ciudadanía merece. Quizás entonces…