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Quienes nos dedicamos a la educación no estamos en contra de la evaluación, de todo tipo y cualquiera que fuera el aspecto: agentes, centros y sistema educativo. De este último vamos a ocuparnos.
Lo que nos inquieta son las derivaciones, no siempre visibles ni benignas, de algunas prácticas que van instalándose y consolidándose en el sentido sin percatarse de que pueden tener consecuencias graves para el profesorado y también para el alumnado. La reticencia no es oposición, solo hacer evidente que otras prácticas de evaluación son posibles. Sencillamente consideramos que se puede hacer de otra manera.
Evaluar cualquier aspecto, componente o agente del sistema educativo, per se y en principio, no es algo positivo o negativo. Depende de si: a) el objetivo para realizarla es pertinente y relevante, en orden a alcanzar los grandes fines de la educación. Todo lo que podría ser evaluable de alguna manera y en alguna medida, no tiene que ser evaluado necesariamente. Esta es una prevención especialmente significativa por el clima positivista que predomina en la investigación y en el pensamiento sobre la educación. b) Los métodos para la indagación y la crítica elegidos tienen que ser idóneos y capaces para proporcionarnos la información pertinente que se precisa. c) Valorar si esa información nos proporciona el conocimiento que nos permite tomar decisiones acertadas y mejorar nuestras instituciones, la educación y, en general, la sociedad. Estos principios actúan de mecanismos de “vigilancia” que detectan perversiones y desnaturalizaciones de las prácticas evaluativas, de manera fortuita o intencionadamente que pudieran producirse.
Un ejemplo de desnaturalización de la evaluación, en principio voluntaria, se puede apreciar en el caso de las evaluaciones del sistema educativo que se han legitimado (como PISA) haciendo creer que son necesarias para la mejora de la educación, para la democratización de las relaciones sociales y para la petición de la responsabilidad que le quepa a cada uno y, particularmente a los poderes públicos. En verdad, a lo que están sirviendo estas prácticas de evaluación externa es a la imposición de un proyecto bien delimitado de currículum que anula lo que se supone que es el sentido común.
Nadie debería oponerse a que se evaluara el sistema educativo como servicio público al que se demandan ambiciosas metas definidas socialmente y en el que se invierten muchos recursos. Las evaluaciones sirven para conocer su estado en el que se encuentra lo evaluado recogiendo evidencias y para que sus conclusiones informen sobre procedimientos democráticos de decisión y mejora. Su principal objetivo sería vigilar que no se relajen los principios rectores de un sistema educativo democrático: la responsabilidad educativa, el aprendizaje del alumnado, la solidaridad, la igualdad, la libertad de pensamiento, así como la inclusión y el fomento de la convivencia, entre otros valores propios de una sociedad democrática y se mejoren progresivamente.
El interés por la evaluación ha cambiado a lo largo del tiempo, aunque siempre buscando la “mejora” de los sistemas educativos. En los años sesenta se justificaba por la importancia que tenía analizar la igualdad de oportunidades. En los ochenta empieza a aparecer el discurso sobre la calidad de los sistemas educativos y a partir de los noventa se vincula la calidad educativa con la incorporación de la evaluación como un instrumento para la eficiencia de la economía y para la competitividad entre países y regiones.
En esta última etapa, cuando los procesos de evaluación del rendimiento de los estudiantes a gran escala cobran una notable relevancia en el discurso relativo a la educación, se introduce la evaluación como dispositivo de medición, con la novedad de que los malos resultados de ser considerados como una responsabilidad del alumnado o del contexto pasan a ser explicados como una responsabilidad del mal desempeño docente, al que se le acusa de tener una mala preparación. Aparece un discurso amenazante para el profesorado que se pone en el punto de mira de la sociedad. Se vuelve a un enfoque de caja negra, donde desaparece el análisis del proceso educativo fijándose más en los productos, desarrollando una política apoyada en la búsqueda de buenos resultados.
Se está afianzando con fuerza una tendencia de los sistemas de evaluación que interpreta “la calidad educativa” como una mejora de los productos o resultados de aprendizaje del alumnado y de su rentabilidad social; un lenguaje que resulta muy atractivo a los gestores educativos, administradores y políticas neoliberales que siempre han considerado que los malos resultados son responsabilidad del profesorado, aprovechando ese discurso para establecer mecanismos de control y de competitividad. A partir de este momento adquieren una gran centralidad las evaluaciones externas de los logros de los alumnos y alumnas que se identifican con el rendimiento de las instituciones educativas y con el desempeño docente. Se establecen por tanto evaluaciones parciales que no tienen en cuenta la complejidad de factores que influyen en la enseñanza, confundiendo evaluar con aplicar pruebas basadas en competencias que miden el capital cultural del alumnado y no lo que se enseña en las escuelas o reducen el conocimiento a aprendizajes memorísticos y tareas sencillas. Y suelen tener la finalidad de conducir a sistemas de rendición de cuentas (accontability), donde premian, castigan y clasifican a los centros docentes y al profesorado según los resultados obtenidos en esas evaluaciones parciales.
Se introduce en el imaginario educativo y social como algo normal que evaluar sea un instrumento central y útil para organismos gubernamentales, como la OCDE o el Consejo de la Unión Europea, que basan sus prácticas globales en mecanismos de evaluación comparativa e indicadores, y suponen un cambio a un enfoque cuantitativo, dibujando un escenario que podríamos denominar “el gobierno de los datos” que tiene cada vez más incidencia en las nuevas reformas y en las políticas educativas en general.
Siempre la evaluación tiene que servir para apoyar a la mejora de los programas educativos, puesto que han de estar al servicio de las necesidades y derechos de los alumnos y alumnas. Por supuesto, que también tienen que servir para analizar la actuación del profesorado, la idoneidad de las propuestas didácticas y el funcionamiento de las instituciones educativas. Y estamos de acuerdo en que estas evaluaciones tienen que ser contextualizadas y periódicas. El problema no es, pues, la evaluación, sino qué evaluación y con qué fin la realizamos. Los mecanismos de alarma han saltado.
Nos encontramos, por tanto, dentro de un proceso neoliberal que entiende que la mejora educativa se propicia a través de un estado vigilante del principio de competitividad entre alumnos, profesorado e instituciones educativas, que se desarrolla través de evaluaciones, rankings, financiación y elección de centro, porque desconfían de la eficiencia de la enseñanza que realiza el profesorado. Sin embargo, solo consiguen devaluar la enseñanza, causar un mayor estrés en el profesorado y hacer que muchas instituciones educativas queden estigmatizadas, generando desigualdades según el nivel socioeconómico de la población que tengan. Los resultados de esas evaluaciones son, además, utilizadas por los medios de comunicación para crear una sensación de crisis y fracaso de la educación, olvidando la trayectoria e historia de los sistemas educativos.
Somos conscientes que las instituciones educativas tienen que estar abiertas y ser transparentes, ante la sociedad que las sostiene. Todo el mundo tiene derecho a ser informado de cómo es la educación que tenemos. Esta apertura no tendría sentido si no es para mejorar la política educativa, las instituciones escolares y para entender qué aprenden realmente los alumnos. Cómo en cualquier otro fenómeno, situación o acción, la evaluación es consustancial a toda actividad educativa. Pero se ha de utilizar la evaluación como instrumento necesario para mejorar los procesos educativos, proponiendo las medidas necesarias para atender a la singularidad y a las necesidades del alumnado según sea el contexto en el que se desenvuelve y se desarrolla.
Creemos que la evaluación en tanto que la consideremos valiosa para la mejora de los procesos educativos tendría que tener un lugar prioritario en el centro, que es donde se desarrollan las prácticas educativas: el currículo, las tareas académicas, la organización de los centros, las condiciones escolares y del profesorado. Las instituciones educativas tienen que ser la plataforma desde donde arrancar la reflexión y la toma de decisiones de mejora. Necesitamos profesores y profesoras que tengan un proyecto educativo que se justifique en los objetivos generales del sistema educativo y tengan autonomía para adaptar su enseñanza a las necesidades del alumnado y del contexto social, pero no a pruebas estandarizadas. Se debe de confiar en los docentes y ellos, a su vez, en sus estudiantes. Es necesario una cultura de la evaluación, porque en ella se encuentran algunas de las raíces del éxito y del fracaso escolar y la mejora social, pero tenemos que confiar en el profesorado que es el que sabe mejor cómo va el proceso de aprendizaje del alumnado.
Carmen Rodríguez, José Gimeno y Francisco Imbernón, miembros del Foro de Sevilla (https://porotrapoliticaeducativa.org/ )