Parece algo innecesario de afirmar, pero la obviedad niega la realidad. En la práctica concreta, sobre todo de una educación tradicionalista y cerrada a las visiones más integrales sobre lo humano y la vida, resulta que educar es un hecho que tiene lugar en la dimensión cognitiva. Y nada más.
Pareciera que solo con el discurso, las reflexiones, el estudio, el análisis o la memorización podemos y debemos construir mentalidades, actitudes, valores y aprendizajes. Y así vamos por la vida, olvidando que más que tener un cuerpo, somos un cuerpo. Somos corporalidad y en ella se ubican todas nuestras capacidades. El cuerpo es nuestro territorio y es allí donde la lucha por la dignidad, los derechos humanos y una vida plena se hacen concreta, se construye.
La educación ocurre en el cuerpo, no solo en la mente o el pensamiento. Así, es tan fundamental, como el alcance de capacidades analíticas y reflexivas, el desarrollo de capacidades tan cruciales pero tan invisibles como la construcción de una autoimagen sana y armónica, no esclava de las consideraciones estéticas que nos impone un mundo comercial perverso. Tan crucial es la consideración y alcance de la salud integral, del desarrollo pleno a través de la actividad física, del entretenimiento y la recreación, de la conexión con el mundo natural, de la nutrición para la plenitud, de la alegría que emana, se siente y se edifica en nuestros procesos biológicos. Esos mismos que en una educación plena e integral trascienden la biología para convertirse en mente, conciencia y postura política o social ante el mundo en que vivimos.
En la medida que tenemos plena comprensión de que la educación ocurre en el cuerpo (y no solo en la dimensión cognitiva), en esa medida también podemos empezar a asumir que en el aula, la corporalidad de quienes aprendemos es el punto de partida para construir dignidad. Por tanto, para educar. Es ahí donde, también desde una visión más crítica, se encuentra el origen de los irrespetos descarados o sutiles que han hecho de la escuela un lugar de sufrimiento para niños, niñas y jóvenes. La formación docente no puede reducirse a la consideración cognitiva del enfoque de derechos humanos en los procesos educativos sin lanzar una mirada que devele lo que sucede con la corporalidad de quienes son parte del proceso educativo. ¿Se respeta las condiciones o rasgos propios de cada persona?, ¿se toma en cuenta las circunstancias de salud, de autoestima, de indiferencia ante la propia salud?, ¿existe tolerancia cero a las burlas sutiles que se hacen a las personas por sus rasgos físicos?, ¿aparece el sexismo basado en la corporalidad diferenciada?
Y que quede claro: la atención corporal o física en educación, como una inquietud pedagógica, no se concentra exclusivamente en el ámbito individualista. Debe surgir desde las consideraciones sociológicas y políticas propias de una visión educativa que asume que educar es transformar estructuralmente el mundo. En países de graves violaciones a los derechos humanos, una educación que no tome en cuenta cuánto, cómo y por qué se abusa de la corporalidad de hombres y mujeres, principalmente la de ellas, es una educación que se reduce al discurso que cambia cosas para no cambiar el enfoque. Que no transforma desde el cambio profundo que mueve políticamente a las personas en búsqueda de reivindicar su derecho a protagonizar la vida.
Las palabras, las metodologías, los recursos, y hasta las grandes políticas públicas de inclusión, dignidad y respeto absoluto de los derechos humanos pueden aplastarse frente a un paredón infranqueable que es la convicción profunda de quienes se educan. Ese paredón puede estar construido por el sufrimiento, el dolor y la memoria de tantos abusos, claros o sutiles, relacionados con la corporalidad.
El territorio en el que construimos nuestras luchas más importantes y significativas, en el que aprendemos a sentir vocación por lo humano, es nuestro cuerpo. Allí educamos, y nos educamos.