Me invade más la tristeza que el júbilo, en mi reciente jubilación. Y no es por la añoranza de los buenos momentos docentes, ni el dejar atrás a excelentes compañeras y compañeros es, simplemente, porque veo que esto se acaba, me refiero a la universidad. Como dice la filósofa Marina Garcés, es el momento de la “condición póstuma”, en donde todo se está acabando o se ha acabado, “nuestro tiempo es aquel en que todo se acaba”. Dicho de otro modo: la universidad pública ya no es lo que era.
En estos días se han sucedido diversos informes y artículos de opinión sobre la situación de la universidad española. Le pasa lo mismo que a los demás ámbitos sociales, están abocados al descenso. En esta “sociedad del descenso”, en palabras de Oliver Nachtwey, el estado social o de bienestar y los derechos civiles sociales sufren “un serio menoscabo en cuanto a su validez y relieve”. Y como digo, a la universidad le pasa lo mismo: palidece.
Lo que caracteriza ese descenso y sus consecuencias es, entre otros, la ley del mercado, la precariedad en el empleo, las desregularizaciones, las privatizaciones, el capitalismo especulativo, el consumo exacerbado, el desmantelamiento de los derechos cívicos y sociales, el cierre de fronteras y el rechazo a lo distinto, las desigualdades sociales, la erosión del sistema democrático, la destrucción medioambiental. En suma, lo que representa lo más granado del neoliberalismo que como dice Naomi Klein, es la justificación de la codicia; y es, a su vez, lo que marca el desprestigio y el deterioro de lo público.
Y ese mismo descenso se hace extensivo también a la comunidad universitaria, estudiantes y profesorado, y a la propia administración educativa.
Empecemos por esta última. El reciente informe de la Fundación Alternativas sobre Ciencia y Tecnología en España, señala la precariedad de la ciencia por culpa de la disminución de la inversión en investigación y consecuentemente la falta de recursos, la disminución del número de contratos y el progresivo descenso de proyectos; y, sobre todo, cómo la universidad pública se está quedando al margen de la investigación. Los institutos y centros de investigación financiados por la propia administración nacional o autonómica tienen escasa vinculación con la universidad y prácticamente ninguna las fundaciones y centros privados. En cuanto al ámbito docente, la baja tasa de reposición del profesorado, los requisitos para la acreditación (recientemente en un artículo se señalaba cómo algún premio nobel no cumpliría los méritos para acreditarse en España), el aumento del profesorado asociado, “mano de obra barata”, con contratos precarios, entre otras cuestiones, han contribuido a la pauperización de la universidad pública.
A este panorama hay que sumar la disminución en la inversión pública de la universidad que entre los años 2009 y 2015 cayó un 27,7%, según el reciente informe ¿Quién financia la Universidad? del Observatorio del Sistema Universitario, mientras que las tasas académicos subieron una media del 31%, aunque no así en todas las comunidades autónomas (en Madrid, Valencia y Cataluña subieron entre el 40 y el 68%). Un sistema universitario español que más bien parece que son 17 sistemas, uno por comunidad autónoma. Si a todo esto añadimos la política de privatización y la consecuente creación de universidades privadas fruto, sobre todo, de la ley que permite la entrada de empresas en el sistema educativo (Madrid tiene ocho universidades privadas, frente a 6 universidades públicas y algún centro privado más adscrito a alguna pública) el panorama educativo neoliberal está servido. En fin, una serie de despropósitos que aceleran el descenso del actual sistema universitario público.
Se dice que el profesorado universitario tiene que desarrollar tres funciones o tareas: la docencia, la investigación y la gestión. Pero habría que añadir una cuarta: la competición. De un tiempo a esta parte la meritocracia, la competitividad, la excelencia, la mercantilización del saber, en definitiva, han impuesto sus reglas. Gran parte del profesorado, sobre todo el novel, dedica parte de su tiempo a hacer “carrera”, a engrosar su currículo con méritos, actividad muy legítima si no fuera porque quienes dictan la normas son habitualmente empresas privadas y algún organismo público mediante el establecimiento de rankings, índices de impacto y demás artificios competitivos. Mientras, el profesorado veterano adormecido en su sillón, salvo honradísimas excepciones, ve pasar el tiempo, escribe algún libro, va incluso a impartir alguna clase y espera deseoso su jubilación.
La perversión del sistema hace que el profesorado mantenga un estado de avidez permanente por escribir artículos de impacto más que por desarrollar buenas investigaciones, por ser el primero en el ranking que marca el mercado más que por desarrollar una labor docente decente y por incrementar la puntuación en esa desaforada carrera a la que es sometido. La cantidad en todos los órdenes fagocita a la calidad. La situación precaria del profesorado se transforma, finalmente, en desmotivación y desidia, lo que le impide ejercer el papel de incitar a pensar, a discutir, a poner en tela de juicio los conocimientos que son dados, a enseñar y a crear situaciones de aprendizaje.
Finalmente, el estudiantado, jóvenes universitarios y universitarias que se desplazan en su coche particular a clase (no todos, ya lo sé), mientras reivindican el cuidado del medio ambiente y la sostenibilidad, fiel reflejo de las contradicciones sociales; y contaminados por la mediocridad, la superficialidad y la individualidad características de una sociedad regida por las reglas del consumo y del entretenimiento. Estudiantes cada vez más aspirantes a cíborg, con el dispositivo móvil incrustado en la mano, con el cerebro cada vez más vacío, porque todo lo van dejando en la nube, y así, desde la nube, atienden en clase. Jóvenes cuya religión está guiada por la república de los algoritmos, incapaces de participar en clase en el intercambio de ideas y cuyas opiniones, cuando las hay, son estandarizadas y poco profundas. Universitarios que acaban la carrea sin apenas saber redactar medio folio con coherencia y sin descubrir que hay textos más allá de Twitter.
Que no cunda el pánico, hay buenos y buenas estudiantes, diferentes a los que hemos descrito, que leen, que piensan por sí mismos, que participan y actúan; dos por cada treinta, lo cual es esperanzador.
Hemos de reconocer que parte de culpa de esa desidia, ociosidad, apatía e incluso indiferencia la tiene (tenemos) el profesorado, que absorto en la carrera olvida y deslustra adjetivos ya clásicos en el ámbito educativo tales como: activo, participativo y creativo.
En fin, poco a poco van descendiendo, se van haciendo póstumas algunas funciones de la academia, en su significado clásico, como son la instrucción, el estudio, el diálogo, el debate, la controversia y el intercambio de ideas; imposibilitando el contacto intelectual, anestesiando el pensamiento y despreciando los contenidos: saber, hacer y querer.
Quizá todo lo anterior sea una visión pesimista, pero precisamente el pesimismo es una forma crítica de percibir la realidad y de provocar la reflexión y el debate con el fin de poder transformar esa realidad. Hay esperanza, claro que sí, en que la universidad reinvente su actividad científica, artística y literaria, retomando su capacidad de transformación social y transfiriendo el conocimiento en aras de construir una sociedad más sana, justa y equitativa.
Pero todo esto no será posible mientras sea el mercado el que marque las reglas del juego; así, mientras tanto, no es la universidad, es el mercado, amigo.
Isidro Moreno Herrero. Maestro y profesor de universidad