Llevamos entre diez y quince años alimentando experiencias, recursos, iniciativas y retos dirigidos a la erradicación o, cuando menos, la disminución sensible del denominado acoso escolar o maltrato entre iguales. Entre miles de propuestas de diferente naturaleza, los pasos que se han ido dando han sido lentos, probablemente, aunque orientados con la mejor de las intenciones. En ocasiones, pasos puramente burocráticos o estéticos. Proyectos y planes que han horadado escasamente en la piel del entramado social (donde se engendran los gérmenes de los malos modos, la chulería, la arrogancia, el desprecio y el maltrato, entre otras “lindezas”), y de los centros educativos. Hemos tardado demasiado en actuar y esto ha tenido su repercusión. Cuantitativa y cualitativa: casos y casos, niños, niñas y adolescentes que no han sido adecuadamente atendidos; repercusiones e impactos individuales, en muchas ocasiones, devastadores; y años y años edificando una cultura de banalización profundamente perjudicial…
Pero estamos más cerca de la solución en el momento actual. Tratando el acoso como un fenómeno real, duro, cruel y abrasivo en no pocas ocasiones. Diseñando planes para la prevención y detección. Y habilitando, por supuesto, procedimientos de respuesta e intervención experimentados, acciones bien pensadas, ancladas de manera inteligente en la investigación y la evidencia científica. Y, consecuentemente, más cercanas a los elementos clave que, desde hace más de cuarenta años, venían siendo magistral y concienzudamente expuestos y detallados por el “gurú” de estos contenidos, Dan Olweus.
Pero seguimos encontrando rincones oscuros a los que no llegamos con facilidad. Uno de ellos, de manera singular, es el acoso entre iguales ejercido sobre niños con necesidades educativas especiales, en el contexto de la discapacidad. El acoso entre iguales encuentra un inquietante caldo de cultivo en las relaciones con compañeros con discapacidad, algo poco conocido y menos reconocido. Son escasas las investigaciones que se han desarrollado en nuestro país al respecto (Luengo y Domínguez, 20151), aunque existe evidencia científica internacional suficiente que ha de ubicarnos con la necesaria preocupación e implicación en la materia y el contexto de referencia. Actuar contra la discriminación, exclusión y consideración de inferioridad que están presentes en no pocos escenarios de relación interpersonal y por los que se ven afectados alumnos y alumnas con discapacidad, afectados por dificultades notorias incluso para poder expresar su situación requiere de actuaciones concluyentes que iluminen la situación real y pongan en marcha mecanismos de corrección y respuesta adecuados (CERMI, 2017).
Detectamos pocos casos; muchos menos, con seguridad, de los que realmente existen. En ocasiones es el miedo a contar lo que pasa. Los propios chicos, y también sus padres. Por temor incluso a los efectos (la falta de confianza en el resultado: “tengo miedo de que el remedio sea peor que la enfermedad”). Terrible. En otros casos, el resultado de entender que las cosas son así, y tienen que ser así (la normalización del desprecio, la confusión dramática: “me excluyen, me ignoran, se ríen… ¿no forma parte esto de lo normal?”). A veces, incluso, la propia dificultad para trasmitir lo que sientes y te pasa…
Articular una respuesta eficaz de los sistemas y de la organización escolar a las específicas necesidades en materia de acoso e intimidación entre iguales cuando la víctima presenta algún tipo de necesidad educativa especial sólo puede hacerse aproximándonos a unos contextos educativos más inclusivos, de educación para todos, construyendo comunidad, estableciendo valores inclusivos compartidos (equidad, derechos, participación, comunidad, sensibilidad), fundamentada en el espíritu de alegría, afecto, esperanza y optimismo, construyendo un currículum para todos y promoviendo la convivencia y dinámica de las relaciones -atención a la diversidad, no-violencia, confianza, compasión, honestidad y valor (Booth y Ainscow, 20152).
Hemos de cambiar nuestra mirada. Frente a posturas pesimistas que desconfían de la capacidad de los centros educativos para la mejora permanente y el cambio, sosteniendo que los denominados resultados (habría que decir de crecimiento personal y aprendizaje y no solo académicos) no dependen de la calidad de los medios, ni de la capacitación del profesorado, ni de los sistemas de dirección y organización escolar, sino de la clase social o características del alumnado, debe insistirse en que, muy al contrario, la escuela (y lo que se hace y cómo se hace en ella) sí es relevante. De manera notoria y significativa. Importa su visión, sus objetivos, sus formas de organizarse, su manera de interpretar y llevar a efecto la idea de la comunidad educativa y la participación. El clima escolar no puede ni debe explicarse exclusivamente ni por el origen social de sus alumnos ni por el emplazamiento geográfico de los centros. Ni, por supuesto, por sus características personales. Una escuela inclusiva, que se sustenta en la participación de todos los estudiantes y adultos, cercana y sensible con la diversidad de su alumnado, sea en razón de sus orígenes, intereses, experiencias, conocimiento, capacidades o cualquier otra (Booth y Ainscow, 2015, p. 13). Y orientada hacia el éxito para todos (Feito, 2009).
Monjas, Martín-Antón, García-Bacete y Sanchiz (2014) proponen tres acciones imprescindibles para la mejora en materia de atención a las situaciones de acoso y maltrato entre iguales; con carácter general, pero especialmente pertinentes en aquellas en las que niños y adolescentes con discapacidad puedan verse afectados. En primer lugar, la necesidad de formación del profesorado, siempre a los efectos de mejorar su percepción de los problemas relacionales de esta población, como de afianzar su influencia en las dinámicas del aula y en la creación de redes de apoyo entre el alumnado. Por otro lado, potenciar el trabajo con los iguales como factor esencial para reducir la vulnerabilidad de los potenciales compañeros rechazados o víctimas. Y por último, seguir analizando el fenómeno, con el fin de comprenderlo en todas sus dimensiones y posibilitar así el diseño y desarrollo, entre otros, de programas de educación socio-emocional, trabajo por proyectos, metodología cooperativa, erradicación de sesgos reputacionales, potenciación de la amistad, establecimiento de redes de ayuda entre iguales e intervención específica con el alumnado susceptible de exclusión y rechazo (García Bacete et al., 2013). La atención a la discapacidad requiere una mirada permanente, una evaluación continua y, de modo especial, un perfil de exquisita sensibilidad. Ese es el reto.
José Antonio Luengo Latorre
Psicólogo del equipo para la prevención del acoso escolar de la Comunidad de Madrid, Profesor de la Facultad de Educación en la Universidad Camilo José Cela de Madrid (UCJC), y Miembro del Consejo Asesor de FUHEM
Luengo, J.A. y Domínguez, I. M. (2015). ‘Discapacidad, Infancia y Acoso’. En J.M. Fernández y M.A. Carmona (Dir.) Discapacidad e Infancia. Madrid. Consejo General del Poder Judicial de España.
Booth, T., y Ainscow, M. (aut) Echeíta,Monjas, M. I., Martín-Antón, L.J., García-Bacete, F.J. y Sanchiz, M.L. (2014) Rechazo y victimización al alumnado con necesidad de apoyo educativo en primero de primaria. Anales de psicología
Vol. 30(2), pp. 499-511. G., Muñoz, Y., Simón, C. y Sandoval, M. (trad) (2015) Guía para la educación inclusiva. FUHEM Educación y OEI. Madrid.
García Bacete, F. J., Jiménez, I., Muñoz, M. V., Monjas, M. I., Sureda, I., Ferrá, P., Martín-Antón, L. J., Marande, G. y Sanchíz, M. L. (2013). ‘Aulas como contextos de aceptación y apoyo para integrar a los alumnos rechazados’. Apuntes de Psicología, Vol. 31(2), pp. 11-20.