Por: Gisela Martínez Fagella y Santiago Giraldo Luque
La batalla entre logos y eros, entre lo que nos mueve racionalmente y lo que nos impulsa emocionalmente, está en la base del aprendizaje. Aprender, concepto lejano del verbo estudiar, es un proceso que necesita al deseo para activarse. Si aceptamos que viajar —el viaje como exploración, como curiosidad, como descubrimiento y como aventura— está ligado al aprendizaje, podemos decir que el viaje como experiencia es un aprendizaje atado al erotismo. Lo erótico —el impulso, la fuerza, la creación—, sin embargo, es una palabra ausente de las aulas. A la enseñanza de aula, racional, le hace falta una dosis de emoción. Si asumimos, asimismo, que lo erótico se convierte en acción, por las propias pulsiones emocionales sensitivas y creativas, la experiencia del viaje debe ser una asignatura obligatoria porque despierta el sentido del aprendizaje activo.
Ningún aprendizaje es activo —o erótico— si no se convierte en significativo. La advertencia de nuestro último viaje a Yucatán, México —realizado en la Expedición Tahina-Can—, estaba situada en que aprenderíamos más en dos semanas de “educación inmersiva” que en un semestre de universidad encerrados en aulas claustrofóbicas. El escepticismo —racional— nos hizo dudar inicialmente. Pero hemos vuelto y somos otros.
La experiencia de la educación inmersiva, en la que un grupo de estudiantes y profesores viajamos a un lugar del mundo, convivimos durante más de diez días y realizamos un trabajo colaborativo específico, tiene los componentes básicos para reflejar un aprendizaje significativo y, por supuesto, colaborativo. Es significativo porque los participantes vivimos una experiencia. Vivir la experiencia —no oírla transmitida por un tercero— permite que se creen marcos de relaciones estables entre los conocimientos previos de los estudiantes y las nuevas recepciones sensoriales vividas. Es una descarga sináptica, un impulso eléctrico de interconexión. Al mismo tiempo, el contacto directo con el mundo desconocido que se aprecia por primera vez permite que el conocimiento sea sensorial y no conceptual o imaginado —o proyectado en un Power Point—. Las imágenes se fijan vehiculizadas por los sentidos, como la música, el arte o la literatura.
El aprendizaje es también colaborativo debido a los vínculos emotivos —el eros— de las relaciones personales que tejimos durante las jornadas de viajes y trabajos. En un entorno de convivencia natural, adquirimos también una serie de valores competenciales que nos abrieron el mundo de lo social y lo humano, más allá de habilidades profesionales específicas. Es un camino difícil de dar en las aulas tradicionales. El diálogo cotidiano con nuestros pares y el trabajo en equipo expandió los marcos de referencias propios y la puesta en práctica, sin pausa, de los aprendizajes, convirtió la experiencia en un aula abierta, sin muros, las 24 horas del día. El aula abierta y dinámica, interactiva, emite valores que no son fáciles de adquirir en una universidad o con un libro —aquí tenemos un reto—. El tipo de construcción relacional guiada por la emoción, por el erotismo, por el deseo es lo que convirtió al viaje —como un ejemplo de educación inmersiva— en un espacio de aprendizaje significativo absoluto.
Con los sentidos abiertos es fácil aprender. Incluso sin que nos demos cuenta. En la comunidad de Tihosuco, en el centro de Yucatán, sin el universo turístico que aleja a los mayas de la Riviera Maya, realizamos un proceso completo de desaprendizaje. En la convivencia, los niños y niñas del municipio simplemente nos abrieron sus brazos. Ellas y ellos también huyeron de las aulas y, con pequeños detalles, inmateriales, lograron dejar huellas profundas en nuestros caminos. Una vez más, la emoción. No la razón. Las preguntas preparadas, en el mundo del logos, para conocer su mundo, fueron transformadas por diálogos verdaderos que nos permitieron entrar en su mundo mucho más cerca de lo que alguna vez imaginamos.
Nos llevamos retratos, no frases. Entre diálogos, juegos y rituales llegamos a comprender, a sentir. A desear aprender. Nadie nos enseñaba nada, pero aprendíamos todo lo que nos pasaba por los sentidos. No había conferencias, discursos o clases magistrales. Ellos nos mostraban quiénes eran, en su cotidianidad, para que nosotros lo integráramos en nuestro conocimiento. Para que, después del viaje, viéramos todo de nuevo. Con otros ojos.
El aprendizaje activo siempre formará parte de la memoria. Porque es emocional. Vívido. Se queda para siempre y está conectado con la relación eléctrica del proceso sináptico sensorial. Es una luz que se enciende. Viajar, como experiencia erótica, es vivir un presente, es tener la suerte de ser testigos de historias fascinantes, cotidianas. Es tener la oportunidad de contarlas.
Aprender no duele. Estudiar a veces sí. Ahora entendemos cuando una estudiante del grupo dijo que a ella le gustaba aprender, no estudiar. Viajar como experiencia de educación inmersiva es retomar la concepción clásica del ocio, el otium, también en disputa con el logos. En el ocio griego, los ciudadanos libres se detenían a disfrutar y a crear. Apartados del negotium —sí, el negocio— encontraban el espacio para debatir, escribir, encontrarse y aprender. Si al viajar aprendemos y si asimilamos a viajar como ocio, el aprendizaje entonces puede ser también erótico, emocional.
Al volver a casa lo vemos todo con ojos distintos. Ver lo mismo con ojos que tienen nuevos aprendizajes —que han encontrado en sus miradas miles de paisajes, risas, palabras y otras miradas, las del otro— es mirar de nuevo, es reconstruir. T. S Eliot invitaba a recorrer las carreteras, volver a casa y verlo todo como si fuera la primera vez. Aprender y viajar son sinónimos. Porque ambos, si tienen el efecto erótico-activo, son prácticas que nos obligan a ver de nuevo. A deconstruir, a reajustar y a reconstruir. Porque una vez que aprendemos, que conocemos, cambiamos.