Primera parte
Martín Caparrós, periodista argentino, dedicó un extenso volumen a analizar uno de los flagelos que expone con dureza las contradicciones sociales y la vulnerabilidad de buena parte de los habitantes del mundo. El hambre, se llama el libro, publicado en Argentina en 2014 por grupo editorial Planeta, con apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional.
El hambre, comienza Caparrós: “Es, en mis imágenes más viejas, un chico con la panza hinchada y las piernas flaquitas en un lugar desconocido que entonces se llamaba Biafra; entonces, a fines de los sesentas, escuché por primera vez la versión más brutal de la palabra hambre: hambruna”. El hambre tiene rostro infantil, pero también adulto, de hombre o mujer mayores, abandonados a su suerte por la sociedad, por una familia, un hijo, una pensión… sin esperanza.
Luego confiesa su plan inicial: “Siempre imaginé que empezaría este libro con el relato crudo, descarnado, tremendo de una hambruna. Llegaría acompañando a un equipo de emergencia a un paraje siniestro, probablemente africano, donde miles de personas estarían muriéndose de hambre. Lo contaría con detalles brutales y entonces, después de poner en escena el peor de los horrores, diría que no hay que engañarse -o dejarse engañar-: que las situaciones como estas son solo la punta del iceberg y que la realidad real es muy distinta”.
El hambre es un libro contundente, una bofetada a la comodidad y el confort indolente ante la suerte de millones y millones. Una pregunta ilustra: “¿Se imagina cómo es una vida hecha de días y más días sin saber si va a poder comer mañana?”.
Segunda parte
Esta mañana sabatina la pasé en compañía de Mariana Belén y un puñado de sus compañeros del colegio; nueve con ella, para ser exactos. Completábamos el grupo cuatro maestras y tres padres, en cuatro vehículos. Como parte de un programa social, los niños y sus familias donan productos de primera necesidad todos los jueves y un sábado de cada mes lo recabado se entrega a personas adultas, solas, pobres, de una colonia oriental en la capital de Colima (México).
La experiencia fue mucho más significativa que una clase de civismo dictada por una profesora cansada de repetir el tema, incluso, más que una clase impartida por una maestra emocionada. Las niñas, mayoría del grupo, recibieron pronto, adultos incluidos, un cimbronazo brutal al llegar a la primera casa de la ruta. Una precaria edificación, más que humilde, sostenida por milagro, habitada por un hombre mayor, lastimosamente vulnerable. Era nuestra primera experiencia y fuimos del asombro a la consternación. Mirando la escena en segunda fila escuché la conversación del hombre con la maestra coordinadora y los niños; hablaron de apoyarle con láminas para apuntalar su casa. Allí vi derramar las primeras lágrimas de Mariana y algunas otras compañeras, abrazadas, conmovidas de observar la miseria a tan poquitos pasos.
Debíamos seguir el camino. Al auto subieron otras dos niñas con nosotros y su primera conversación me enterneció: «Yo pensaba que mi casa era pequeña». Lección significativa, donde las haya en la materia. Frialdad paterna frente a estas realidades, también. Pensé en mi periplo vital y abandoné su diálogo.
Tres horas de la mañana pasamos así, de casa en casucha, buscando a veces infructuosamente, dejando la despensa con la vecina, o en una esquinita del jardincito frontal. Al fresco matinal lo sucedió un calor que fue subiendo de intensidad; a mediodía empapaba la ropa y obligaba al refugio en los árboles, en el singular viacrucis que los pobladores contemplaban entre sorprendidos e indiferentes.
Las calles llenas de pobreza y agua que había dejada la lluvia de la noche anterior eran todas iguales, o casi, unas más dañadas que otras. Mundo inédito para la mayoría de la comitiva. Hubo más lagrimas del grupo; no todas fueron de dolor o compasión, algunas de alegría, por las conversaciones de las señoras y los señores que no escatimaban palabras cariñosas para los estudiantes. También momentos tristes, como llegar a la casa de la señora Paty y enterarnos que había muerto tres meses atrás, coincidentemente cuando el colegio suspende el programa por vacaciones.
Tercera parte
Fue una mañana de lecciones brutales, conmovedoras, tiernas. La pobreza la he visto desde nacer, en mi pueblo a donde llegaban para el corte de la caña los pobladores del sureste mexicano a trabajar en condiciones inhumanas y sobrevivían por voluntad divina y generosas dosis de alcohol. Miseria entre la miseria la de aquellos niños y adultos pequeños, de pelo lacio, piel morena y silenciosos, de lengua distinta, invisibles en una sociedad rural que tampoco los admitía. En nuestros países y sociedades la pobreza es vecina de casi todos, consuetudinaria, pero pasa inadvertida. ¿Cómo carajos hacemos para no verla?, preguntaría Martín Caparrós.
Nunca dejé de mirar la miseria. Es parte de nuestro pueblo, de mis temas de investigación, de los paisajes que pueblan nuestras ciudades. Pero la experiencia para Mariana Belén e, imagino, para sus compañeros, fue imponente.
De todo aquello, me quedo con las palabras de una señora que al despedirse agradeció y dijo, palabras más palabras menos: «Visítenme, aunque no traigan nada, nomás vengan a platicar conmigo». Recordé de nuevo a Caparrós: “Nada me impresionó más que entender que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto”.
Como escribiera Victor Hugo en célebre discurso en la Asamblea constituyente, en noviembre de 1848: “Pero si quiero ardiente y apasionadamente el pan del obrero, el pan del trabajador, que es un hermano, quiero, además del pan de la vida, el pan del pensamiento, que es también el pan de la vida”.
Esa miseria, la de la compañía familiar o humana, la de un improbable horizonte distinto para mañana es la más devastadora prueba de la miseria humana, que forjamos ciudadanos impávidos y gobiernos insensibles.