Los restos de Franco están de actualidad. Serán exhumados del Valle de los Caídos, pero no se sabe todavía dónde irán a parar. La familia del dictador quiere enterrarlos en la basílica de la Almudena, lo cual no gusta nada al Gobierno socialista, pues teme, con razón, que un sitio tan céntrico de Madrid sea un lugar de muy fácil peregrinaje para los nostálgicos del franquismo. En relación a eso, hace unos días apareció en la prensa la noticia de que a finales de octubre la vicepresidenta del Gobierno español, Carmen Calvo, se reunirá en Roma con el secretario de Estado del Vaticano para tratar sobre esta patata caliente; aunque después se medio desmintió esta información en el sentido de que el motivo principal de la reunión no sería aquel, sino otros “temas pendientes” entre el Estado Español y la Santa Sede.
Es, desde luego, un problema qué hacer con el cuerpo difunto de Francisco Franco. Pero es un problema mucho mayor el de qué hacer con los otros restos del franquismo, pues algunos de ellos, a diferencia de los físicos, siguen la mar de vivos. Y es que son otros restos de Franco, por ejemplo: la monarquía (¿quién la reinstauró y puso en su frente al padre del rey actual?); el sesgo ideológico de ciertos sectores –algunos poderosos– de la judicatura, el ejército o la policía (¿hay que poner ejemplos?); la pujante ultraderecha española, y no solo la ultra sino también una parte de la derecha que ha gobernado España durante largos años del periodo democrático (¿de dónde procedían, si no, los fundadores más importantes de Alianza Popular?).
Entre estos otros restos de Franco hay uno que nos interesa en particular pues afecta directamente a nuestro sistema educativo: los Acuerdos de 1979 entre el Estado Español y el Estado Vaticano: en concreto, el Acuerdo que trata sobre “Enseñanza y Asuntos Culturales” (B.O.E., 15/12/1979). Esperemos que tales Acuerdos estén entre los “temas pendientes” que se tratarán en la reunión de la vicepresidenta española con el segundo de a bordo de la Santa Sede.
Los Acuerdos, aunque establecidos después de la muerte de Franco, constituyen una herencia clara del nacionalcatolicismo imperante durante la dictadura. Modificaron el Concordato de 1953 (establecido durante el apogeo del nacionalcatolicismo franquista, que sigue vigente, salvo en los artículos a los que se refieren los Acuerdos), pero aquello fue un ejemplo clarísimo y exitoso de estrategia gatopardiana: cambiar algo para que todo siga igual. Por decirlo con mayor exactitud: cambiar lo imprescindible para que la Iglesia Católica pudiera seguir gozando de bastantes de los privilegios obtenidos durante el franquismo.
Entre otros privilegios otorgados a la Iglesia Católica, estos Acuerdos obligan al Estado Español a que todos los planes de estudio de todos los centros de preescolar, primaria y secundaria (bachillerato y formación profesional) incluyan la enseñanza de la religión católica “en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales”; enseñanza a la que tendrán derecho todos los alumnos, aunque –¡sólo faltaría!– no tendrá carácter obligatorio para ellos. (Art. II). Los Acuerdos también establecen que sólo podrá impartir estas enseñanzas el profesorado propuesto por el “Ordinario diocesano” (Art. III); y que será también la jerarquía eclesiástica la que determine los contenidos de la formación religiosa, así como los libros de texto y material didáctico que deban utilizarse (Art. VI). Todo ello, durante estos casi cuarenta años que llevan vigentes los Acuerdos, ha conllevado una serie de problemas, injusticias y situaciones que serían inverosímiles en cualquier estado verdaderamente democrático y laico. Problemas como los que siguen (Algunas de las cuestiones que se tratan a continuación las hemos desarrollado más extensamente en un libro de próxima aparición: La moda reaccionaria en educación. Barcelona, Editorial Laertes, 2018).
El profesorado de la asignatura
Empecemos por una cuestión muy concreta, pero realmente insólita: el profesorado de la asignatura de religión católica cobra del erario público, pero es elegido por los obispos; elegido y, por tanto, también despedido. Esta potestad de la jerarquía eclesiástica ha generado una serie de conflictos que atentan a derechos fundamentales de cualquier trabajador. Por ejemplo: “Despedido un profesor de Religión por casarse con una divorciada.” (1-11-1995); “CC OO recurre a Bruselas contra el acuerdo que permite despedir sin causa a docentes de religión.” (31-12-2001); “Despedida una profesora de Vigo tras separarse” (27/10/2002); “La partida de bautismo, exigencia para acceder a un contrato del Estado” (18/2/2006); «El Constitucional avala el despido de docentes de religión por su vida privada» (23-2-2007); etc., etc. Seguramente el caso que más trajín judicial y revuelo mediático ha venido suscitando durante muchos años es el de la profesora Resurrección Galera, que fue despedida en 2001: “La docente despedida por casarse con un divorciado gana la batalla. El Superior de Justicia andaluz cierra 11 años de pleitos y condena a Educación y a la Iglesia a readmitir a la profesora. El Estado pagará cerca de 200.000 euros.” (13-1-2012). De todos modos, el tema todavía no se resolvió del todo entonces, pues no fue hasta septiembre de 2018 que esta profesora pudo volver a su empleo: “El Tribunal Supremo, según sentencia dictada en 2016, obligó a la readmisión de la profesora y declaró la nulidad de su despido «por violación de sus derechos fundamentales» (4/9/2018).3
La alternativa a la asignatura confesional de la religión
Como es bien sabido, la asignatura confesional de religión católica se imparte dentro del horario lectivo; en eso la jerarquía eclesiástica nunca ha querido ceder. Arguye que, según los Acuerdos y como veíamos antes, su asignatura debe gozar de condiciones equiparables a las demás materias fundamentales. Ello plantea el problema de qué hacen entretanto quienes no optan por la asignatura confesional. Un problema que resucita con cada nueva ley de educación y que hasta ahora no ha tenido ninguna solución ni justa, ni plausible, ni medianamente satisfactoria. Las alternativas del estilo de que quienes no se apunten a la asignatura confesional puedan irse a casa o dediquen el tiempo correspondiente a estudio asistido, no gustan a los obispos. Piensan, seguramente con razón, que este tipo de alternativas reduciría la clientela de su asignatura.
La otra posibilidad –que es la que mayormente se ha venido aplicando– es que quienes no opten por la asignatura confesional cursen otra materia “equiparable”. Los contenidos y denominaciones de esta otra materia ya ensayados, propuestos o posibles son múltiples: Ética, Cultura Religiosa, Hecho Religioso, Educación para la Ciudadanía, Valores Sociales y Cívicos, etc., etc. Pero esta posibilidad plantea también un problema relevante. Si los objetivos y los contenidos (conocimientos, competencias…) que en esta materia alternativa se pretenden desarrollar son realmente fundamentales, la pregunta es entonces: ¿por qué del aprendizaje de tales contenidos han de quedar excluidos quienes cursen la asignatura religiosa? Y si los contenidos de la asignatura alternativa no son fundamentales sino sólo complementarios o accesorios, ¿por qué entonces han de cursarlos obligatoriamente quienes no opten por la religión confesional? ¿Por qué razón, el hecho de que unos voluntariamente reciban una formación que sus familias consideran fundamental ha de obligar a los demás a cursar una materia alternativa?
En realidad, la única alternativa equiparable, justa y equitativa a la asignatura confesional de religión católica sería que todos los centros de enseñanza ofrecieran, en igualdad de condiciones, tantas diferentes asignaturas confesionales de religión como demanda hubiera de ellas según las creencias de las familias del alumnado. De modo que, en una sociedad crecientemente multireligiosa como la nuestra, no sería extraño que muchos centros tuvieran que ofrecer una amplia y variada gama de asignaturas confesionales para cubrir la demanda de las familias católicas, musulmanas, budistas, anglicanas, testigos de Jehová, hinduistas, etc., etc. Oferta que –en virtud de una verdadera equidad– debería completarse también con espacios lectivos para que los hijos de las familias que lo desearan pudieran cultivar el ateísmo o el agnosticismo. El hecho de que algunas creencias o descreencias pudieran ser en alguna escuela muy minoritarias no sería razón para excluirlas. Aunque en un grupo-clase solo hubiera una niña cuyos padres fueran practicantes de la religión x, esa niña debería tener exactamente el mismo derecho a gozar del espacio lectivo y del profesorado idóneo para cultivar su creencia que, pongamos por caso, los doce alumnos católicos de la clase.
Pero fácilmente puede verse que esta alternativa (la única verdaderamente democrática, justa y equitativa con todas las creencias y descreencias religiosas del alumnado) sería, por obvios motivos logísticos y económicos, muy difícil (por no decir imposible) de llevar a cabo. Pero además de tales dificultades operativas, esta opción sería también muy poco recomendable por razones de sensibilidad pedagógica y humana. El premio Nobel de literatura J.M. Coetzee, en sus memorias de infancia, nos presta una ilustración muy elocuente de lo indeseable de tal planteamiento: “La primera mañana en su nueva escuela, mientras el resto de la clase se dirige al salón de actos del colegio, se les pide a él y a otros tres chicos que esperen. ‘¿Cuál es tu religión?’ pregunta la profesora a cada uno de ellos. Él mira a izquierda y derecha. ¿Cuál será la respuesta correcta? ¿Entre qué religiones se puede optar? ¿Es como lo de los rusos y los norteamericanos? Le llega el turno. ‘¿Cuál es tu religión?’, le pregunta la profesora. Está sudando, no sabe qué contestar. ‘¿Eres protestante, católico o judío?’, insiste impacientándose. (…) “Dos veces a la semana se repite la operación de separar la cizaña del buen grano” (Infancia. Barcelona, Ed. Mondadori, 2004, p. 13.).
La legitimación de una forma de adoctrinamiento escolar pura y simple
Junto a los inconvenientes antedichos, la inclusión de la educación religiosa confesional en los planes de estudio formales plantea, además, un problema de fondo: el reconocimiento y la aceptación de la institución escolar como un espacio de adoctrinamiento. Supone legitimar y oficializar en la escuela un tiempo para el proselitismo religioso. O sea, para una inculcación ideológica unilateral, financiada además con fondos públicos. Una simple ojeada al actual currículum de la asignatura de Religión Católica, dictado por la jerarquía eclesiástica y oficializado por el entonces Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (BOE, 24/2/2015) muestra, sin lugar a dudas, que de lo que se trata con ella es de inculcar una doctrina religiosa determinada. Como ya explicábamos en un artículo publicado en el hermano catalán de este mismo Diario, entre otras creencias, en la asignatura de marras debe aprenderse que “la realidad en cuanto tal es signo de Dios” y “habla de Su existencia”; que “la plenitud del ser humano está en la relación con Dios”; o que el pecado consiste en pretender “apropiarse del don de Dios prescindiendo de Él”, lo cual además “tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de ser feliz”.
Se compartan o no, estas creencias son, por supuesto, respetables; como también lo es que la jerarquía eclesiástica pretenda inculcarlas a su feligresía, y entre ella a los menores de familias que quieran educar a sus hijos en la doctrina de la Iglesia Católica. Lo que clama al cielo, sin embargo, es que tal adoctrinamiento católico deba tener lugar en los centros de enseñanza y que, además, se costee a través de los impuestos que pagan todos los ciudadanos, sean católicos, anglicanos, musulmanes, budistas, agnósticos, ateos o indiferentes.
Los autores del currículum –y el Ministerio de Educación que lo acreditó y legitimó– pretenden que la asignatura de religión sea considerada como cualquiera otra del plan de estudios. De esta manera justifican que –como establece la LOMCE– la calificación obtenida en ella compute para la nota media y la obtención de becas. Pero lo cierto es que tal asignatura resulta muy peculiar. En la justificación del currículum se pretende desmentir, de forma explícita, el carácter adoctrinador y catequético de la materia. Sin embargo, difícilmente tales funciones pueden enmascararse cuando se formulan criterios de evaluación como los siguientes: “Reconocer y aceptar la necesidad de un Salvador para ser feliz”; “Conocer y aceptar que Dios se revela en la historia”; “Interpretar signos, en distintas culturas, que evidencian que la plenitud humana se alcanza en la relación con Dios”; “Reconocer que la relación con Dios hace a la persona más humana”; “Justificar que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica”; “Descubrir que el pecado radica en el rechazo a la intervención de Dios en la propia vida”… En el currículum oficial también se formulan estándares de aprendizaje para evaluar a los alumnos. Por ejemplo: “Expresa con palabras propias el asombro por lo que Dios hace”; “Expresa, oral y gestualmente, de forma sencilla, la gratitud a Dios por su amistad”; “Investiga y recoge acontecimientos de la historia donde se aprecia que el hecho religioso ha sido el motor de cambios para potenciar los derechos humanos, la convivencia, el progreso y la paz”. Así pues, aquellos alumnos que en su investigación histórica sobre el hecho religioso hallen posibles acontecimientos en los que la religión ha atentado contra los derechos humanos, la convivencia y el progreso, o ha generado violencia y guerra, eso poco o nada les servirá para obtener una buena nota. Y quienes no consigan reconocer la necesidad de un Salvador para ser feliz, también lo tendrán mal para superar la asignatura.
Se mire como se mire, una asignatura confesional de religión es, por definición, adoctrinadora. Es cierto que hay manera diferentes de adoctrinar (una duras y otras suaves, coactivas o persuasivas, directas o indirectas, excluyentes o no excluyentes…Las distintas formas de beligerancia ideológica se encuentran extensamente explicadas en Trilla, J., El profesor y los valores controvertidos. Neutralidad y beligerancia en la educación. Barcelona, Ed. Paidós, 1992, pp. 99 y ss.). Pero incluso en sus formas más presentables y honestas, la intención es siempre la de transmitir la doctrina de que se trate y fomentar la adscripción a la misma.
La fácil solución que los Acuerdos impiden
¡Con lo fácil que seria que la educación religiosa confesional (sea de la confesión que sea) dejara de impartirse en horario lectivo! Todos estos problemas que acabamos de ver (profesorado al que no se respetan derechos elementales, alternativas impuestas para quienes no opten por la asignatura confesional, legitimación de la escuela como lugar de adoctrinamiento puro y duro…) desaparecerían ipso facto si se aceptara que esta clase de educación no debe formar parte del currículum formal. Hace mucho tiempo que todos sabemos que la educación no se agota en la que puede proporcionar el sistema educativo formal; que fuera de la escuela se pueden realizar –y de hecho se realizan– aprendizajes tanto o más importantes y fundamentales que los que tienen lugar dentro. Todos hemos aprendido a hablar, a amar, a jugar, a politiquear, a divertirnos… en gran medida sin asignaturas, ni programas. Es verdad que a veces la escuela ha colaborado positivamente con algunos de estos aprendizajes, pero también lo es que otras veces los ha entorpecido. Por eso sabemos que la institución escolar no siempre resulta el lugar más idóneo para cualquier clase de contenidos. En este sentido y por todo lo visto anteriormente, el sistema educativo formal resulta un lugar particularmente inapropiado para la formación en los contenidos propios de la educación religiosa confesional. El propio entorno doméstico, las distintas instancias religiosas y determinadas agencias no formales pueden asumir perfectamente la formación en aquellos valores y creencias religiosas que cada familia considere deseables o necesarios para la educación integral de sus hijos.
Pero eso tampoco significa que el sistema escolar deba desentenderse totalmente de lo religioso. ¡Claro que el currículum formal ha de incluir conocimientos o competencias directa o indirectamente relacionadas con las religiones! Ellas han tenido un papel muy relevante en la historia de la humanidad (en la política, en el arte, en la cultura, en la organización social y la vida cotidiana); y en buena medida lo siguen teniendo. La religión es también una dimensión esencial en la vida de muchas personas. Por tanto, el currículum de los distintos niveles del sistema educativo ha de acoger el estudio (histórico, antropológico, social, filosófico, cultural…) del hecho religioso. Si tales contenidos se deben trabajar en asignaturas específicas (“Hecho Religioso”, “Cultura Religiosa”) o es mejor repartirlos entre las ya existentes, y cómo se distribuyen por cursos y niveles, serían aspectos técnicos a resolver de no mayor complejidad que los que afectan a cualquier otra materia. Por supuesto que tales contenidos serían impartidos, sin confesionalismo ni intención adoctrinadora alguna, por profesorado con los mismos requisitos formativos, derechos y deberes y formas de contratación que el profesorado de cualquier otro contenido o asignatura.
Es cierto que el “hecho religioso” es susceptible de valoraciones (éticas, políticas, ideológicas…) dispares, por lo cual habrá que esforzarse en que su tratamiento escolar sea lo más neutral, imparcial y objetivo posible. Pero esto también ocurre con otros contenidos (Filosofía, Sociales, Arte…) cuya presencia en los planes de estudio ni se discute ni genera problemas docentes de gran relevancia. La profesionalidad y el buen sentido de la inmensa mayoría de docentes ya se encargan de evitar que un apasionado del arte abstracto trate negligentemente en clase a la pintura figurativa; o que una profesora atraída por la filosofía analítica excluya o ningunee al existencialismo sartriano. Pues seguramente lo mismo ocurriría con los contenidos de cultura religiosa.
Debe conseguirse pero no será fácil
La solución antedicha –cultura religiosa en el sistema educativo formal y religión confesional en casa, en los lugares de culto o mediante la educación no formal que se tercie–, sería la más fácil y justa en un estado laico (o aconfesional) y para una sociedad –como la nuestra– crecientemente multireligiosa. Pero esta solución sencilla, razonable, equitativa y respetuosa con todas las creencias y descreencias presentes, como hemos intentado demostrar, no podrá aplicarse mientras sigan vigentes los famosos Acuerdos. Unos Acuerdos, además, ciertamente curiosos ya que no son entre el Estado español y una confesión religiosa determinada, sino entre dos estados soberanos. Visto así, en virtud de los Acuerdos de 1979, uno de los estados –el Español, que se pretendía ya entonces democrático, aconfesional y pluralista– se obliga a sí mismo a garantizar y sufragar en todos sus centros de enseñanza la inculcación de la ideología propia y oficial del otro estado –el Vaticano, un estado teocrático y, por tanto, bien poco democrático y pluralista–.
Los Acuerdos son, como veíamos, una rémora más de nuestra transición a la democracia que no quiso, supo o pudo acabar con la herencia del nacionalcatolicismo; un resto más del régimen franquista que tampoco ningún gobierno posterior se ha atrevido a enterrar durante todos estos años de democracia. Y hay que reconocer que la tarea de removerlos de una vez por todas, no será nada fácil. Los Acuerdos gozan de poderosos aliados entre los otros restos vigentes del franquismo: “El Rey defiende los acuerdos Iglesia-Estado”, era el titular de una noticia publicada hace un par de años en la prensa española (La Vanguardia, 22/11/2016).