En otros tiempos, cuando despuntaba el nuevo siglo y la crisis de 2001 estaba en carne viva, la Escuela N° 516 de Villa Scasso, en el partido de La Matanza –una de las barriadas más pobladas y pobres del Conurbano de la provincia de Buenos Aires– era conocida como La Escuela de los Locos. Sin embargo, después de quince años, hoy, se la nombra de otro modo: La Escuela de los Colores. “Nosotros trabajamos en una barrio muy vulnerable, en una región muy compleja, donde todo el tiempo se presentan situaciones que exceden la educación especial. Nos propusimos ampliar esas relaciones educativas con la comunidad, porque si solo alojábamos a los chicos con una discapacidad, un montón de otros niños del barrio se iban a quedar afuera. Fueron varios movimientos, como docentes y trabajadores, que se produjeron hasta lograr asir a esta escuela dentro de la comunidad. Lo que buscábamos, en definitiva, era que fuera una escuela abierta”.
El director, Sebastián Urquiza, habla pausado y seguro. Dice que antes de llegar a Villa Scasso, se abotonaba su guardapolvo blanco, tomaba exámenes, llenaba formularios. Sus veinte años como maestro de escuelas especiales lo llevaban, sin embargo, a hacerse ciertas preguntas. Un quiebre en su recorrido permitió cambiar de rumbo y dejar lugar a las discusiones o las dudas. “Las biografías se van construyendo, también, de acuerdo a los contextos, el encuentro con los otros, los propios recorridos. Me acuerdo que pensaba, sí, en qué escuela me gustaría trabajar. No sé, bien idealista. Eso empezó por guiar muchas de las prácticas en esta escuela, desde su propio surgimiento, por eso no se trata de una experiencia o una fórmula extrapolable. En la matrícula se puede ver que hay chicos que tienen alguna discapacidad pero que eso excede para lo que fue creada esta escuela. No es que lo pensamos de antemano, el contexto fue presentando ciertas situaciones: o acatábamos lo que dicen las normativas o nos dábamos permiso para pensar nuevas formas posibles”.
Ese pensamiento de otras formas posibles fue, en definitiva, lo que produjo una de las primeras marcas de esta escuela: no solo diferenciarse por los rojos, azules, amarillos, negros y blancos –que recuerdan la obra del artista plástico Piet Mondrian–, si no la posibilidad que permite, desde unas cuadras antes, cuando el campo gris, el olor de los basurales y las calles de la tierra ralean, asomarse a la puerta abierta y colorida de esta escuela. “Esta escuela es especial por la experiencia igualitaria que construye, no por el hecho de pertenecer a la educación especial. La clave es el movimiento: no hay una receta, no hay un modo de hacer escrito, no hay ninguna fórmula. Es un modo de habitar la educación, de preguntarse por los sentidos y por el hacer, todo el tiempo”, dice Patricia Redondo, doctora en Ciencias de la Educación por la Universidad de La Plata, pedagoga e investigadora del área de Educación de FLACSO Argentina y co-directora de “Infancia, Educación y Pedagogía”, que realizó su trabajo de investigación sobre esta escuela y, ahora, publicó un libro que recoge esta experiencia: La escuela con los pies en el aire. Hacer escuela, entre la desigualdad y la emancipación, editado por el Núcleo de Estudos de Filosofias e Infâncias (NEFI), de la Universidad Federal de Río de Janeiro, que coordina Walter Kohen.
¿En qué consiste una escuela con niños y niñas sin diagnósticos?
(Urquiza) No existe una formación específica ni un manual de cómo comportarse dentro de la escuela: somos maestros de educación especial. Si, por ejemplo, llega alguien nuevo a la escuela, lo que buscamos es que se deje llevar por la experiencia, por ver cómo funcionan las clases, cómo son las prácticas del equipo de trabajo. Algunos docentes entran, ven esta modalidad y, directamente, se van. Otros, en cambio, se enamoran de la experiencia y cuando los convocan de otras escuelas eligen quedarse acá. —(Redondo) Esta escuela tiene unos efectos educativos inéditos. Es decir, en vez de patologizar a la infancia, la ubica en una posición de igualdad. Se desplazan las miradas.
En esta escuela se habla de los niños y las niñas, los adolescentes y los jóvenes en pie de igualdad. De hecho, en un simposio de Filosofía e Infancia al que fueron invitados hace unos años no solo viajaron cinco o seis adolescentes y cinco o seis maestros: entre los elegidos para narrar la experiencia estaba también la cocinera. En esta escuela todos ocupan una posición educadora, todos amarran y filian a estas infancias populares, desde quien cocina o amasa el pan hasta quien prepara un taller de arte.
¿Cómo se forma el resto del personal que concurre a la escuela: auxiliares, porteros, cocineros, que se relacionan con los niños?
(Urquiza) Tenemos, en todo caso, algunos supuestos que son irrenunciables, pero que tienen una relación directa con la práctica, con unas ganas de contagiar o compartir. Existe una ‘bajada de línea’ pero es colectiva. Aunque me propusiera, como director, dejarlo anotado en un cuaderno, no necesariamente eso después será tomado al pie de la letra. Digamos que la coordinación general de la escuela intenta tener sus funciones repartidas, ser compartida y horizontal, es un producto de largas discusiones, aunque conozca bien cuáles son mis funciones como director. Hay algo en la trama vincular donde la escuela se asienta y que no es mágico o tiene una receta: hubo muchas discusiones entre nosotros, por años, de pensar la escuela como un espacio público.
(Redondo) La escuela creó su propia panadería en 2003 o 2004, en plena crisis, porque era necesario para el barrio: el que abre la escuela bien temprano es, hoy, el mismo panadero y se puede ver cómo los vecinos llegan solo para comprar el pan recién horneado. La cocina además está al lado del comedor: los chicos acceden todo el tiempo. No es un lugar que está vedado, es un espacio por donde circula la escuela. Yo creo que hay un proceso de formación propio que se da en el trabajo de la escuela y en tomar los saberes populares: es un pensar, todo el tiempo, colectivo, sin distinciones jerárquicas. No conozco otra escuela igual.
La Educación Normal / La Educación Especial
El Sistema de Educación Especial, en la provincia de Buenos Aires, tiene determinadas características: los centros son diferenciados por las discapacidades de los niños y las niñas: motrices, auditivas, cognitivas, visuales. Funcionan como sede y también una parte de su tarea se organiza en el trabajo compartido con otras instituciones de diferentes niveles, donde los alumnos se integran en los jardines de infantes, las escuelas primarias, secundarias o de adultos. Solo en el partido de La Matanza existen, hoy, 23 escuelas especiales. Los chicos que no logran ser “integrados” en las escuelas comunes recalan en las especiales. La Escuela de Villa Scasso responde a este sistema y fue creada, formalmente, para atender las necesidades de los chicos con alguna discapacidad cognitiva o intelectual: en la carta de creación figura como “retraso mental”. Solo que sus maestros se propusieron desarmar esas formas escolares tradicionales, instituidas por la modalidad de la educación especial y, en cambio, interrumpir y pensar en otros espacios que dialogan con una nueva intencionalidad.
En la escuela, cada grupo de alumnos está a cargo de una pareja pedagógica. Funciona en dos turnos, mañana y tarde, en seis grupos de alumnos. Una parte de los docentes trabaja también en el territorio o junto a otras instituciones en las integraciones de los chicos en las escuelas “comunes”. La labor le permitió a Patricia Redondo interpelar sobre las tensiones entre educación e infancias, exclusión y pobreza, inclusión y discapacidad, en una indagación casi etnográfica, y que rememora, también, los modos de nombrar la escuela en otros tiempos: “La escuela del fondo del fondo”, como un modo de imaginar otros modos posibles en estos barrios “desheredados de derechos” para referirse a los territorios que suelen calificarse comúnmente como “marginales” o “peligrosos”.
Uno de los casos más emblemáticos quizás fue el de un niño, sordo, que era conocido por todo el barrio. La escuela donde estaba matriculado, dedicada a los niños con dificultades auditivas, quedaba a doce kilómetros de su casa. El chico deambulaba por el barrio, sin ir a la escuela –que abandonó finalmente por la distancia— hasta que en la 516 encontró su propio espacio. “Si hay un chico sordo que vive a cuatro cuadras de la escuela y le corresponde ir a una que queda a doce kilómetros, lo alojamos en la nuestra porque estaba sin escolaridad porque no podía viajar tan lejos”, dice Urquiza, quien contó que el joven formó parte, incluso, de una orquesta que, una década después, lo llevó a conocer Corea.
¿Cómo funciona una escuela especial con niños sin diagnósticos en una sociedad que segrega o divide? ¿En qué se manifiesta esa “no” calificación de la discapacidad donde ser nombrado o categorizado solo por la diferencia?
(Urquiza) Nuestra formación es muy específica, en este sentido, porque la discapacidad se relaciona siempre con cuestiones médicas. Lo que buscamos fue desarmar esos diagnósticos y no propiciar una pedagogía especial si no que los chicos con una discapacidad pudieran aprender como cualquier otro niño. Si bien convivimos con situaciones muy complejas, no quisimos ver las limitaciones. Una maestra, por ejemplo, con un niño que no lee, o tiene TGD o TDA, o cualquier de esas siglas, podría desistir de su propósito por solo ver las limitaciones. En cambio, si lo que la mueve es el deseo quizás encuentre cuál es el modo. Si solo veo las limitaciones físicas o neurológicas y pongo ese filtro entonces me pierdo del resto. No nos interesa poner el diagnóstico –tiene tal síndrome o este déficit—por delante. No porque un chico, necesariamente, no sepa leer entonces no podrá disfrutar de la escucha de un poema.
Lo mismo ocurre en el caso de la música ¿no?
(Urquiza) Claro. Tenemos, por ejemplo, una orquesta donde participan alumnos de nuestra escuela, madres y padres de la comunidad o chicos de otras escuelas comunes del barrio. También llegan chicos que no van más a la escuela y que están deambulando por la calle, y en la orquesta encuentran un espacio que les permite expresar algo que quizás en otro sitio no sale. Nos pasó también que chicos que no saben leer, aquí, miran las partituras y tocan sus instrumentos. En un momento, cuando armamos la orquesta, le avisamos al Ministerio para que nos enviaran los instrumentos: al ser una escuela especial solo llegaron elementos de percusión. No sé, simplemente asociaron la discapacidad con lo básico o lo simple. Después, insistimos, les dijimos que queríamos todos los instrumentos, y llegaron oboes, violines, cellos. Es impresionante ver como los chicos los cuidan, nunca tuvieron una rotura, quizás hasta valen más que la casa donde viven.
La disputa por la exclusión y la igualdad
“Una abuela se acercó, durante las celebraciones por los quince años, y dijo que su nieto no hablaba cuando entró a la escuela y que ahora está por egresar del secundario. Eso para un barrio donde todo es muy difícil alcanzar es muy fuerte. Esta escuela propulsa la posibilidad de una pedagogía que interrumpe la lógica de a mayor desigualdad, mayor empobrecimiento –dice Redondo—. Es decir, que disputa la igualdad al mismo tiempo que produce actos de verificación de la igualdad. Esto es, al menos en el campo educativo, lo que planteo: uno puede disputar los sentidos de la igualdad, al denunciar los efectos traumáticos en la vida de los niños (más los niños de la educación especial donde la exclusión es doble o donde el límite entre pobreza y discapacidad se torna complicado porque hacen derivaciones de otras escuelas). El trabajo es uno solo pero el tema es reconocer la igualdad de las mentes, como dice Jacques Rancière”.
La verificación de esas prácticas –y esos saberes– esta investigadora se los topó un martes por la mañana, cuando en la escuela estaban desplegados los juegos de mesa. En una de las esquinas del comedor, dos adolescentes pintaban frente a sus atriles. Una de ellas dibujaba con trazos precisos y bellos. Patricia Redondo se acercó y les preguntó, sigilosa, si era posible tomar una foto. Una de las chicas giró la cabeza, la miró y le sonrió. La otra, en cambio, largó una carcajada estruendosa. Tomó la imagen cuando asintieron y dio vuelta su cámara para mostrarles la foto. Una de ellas le aclaró que la otra no escuchaba: era completamente sorda. Fue el modo que, de manera accidental, la docente reconoció la dificultad de estas alumnas: el resto de los maestros nunca comentó ni señaló los obstáculos de las chicas. Solo hicieron hincapié en sus logros. Esa observación, de repente, no solo le permitió indagar en las reflexiones sobre la construcción de la igualdad y la diferencia, también modificó su posición sobre la discapacidad.
¿Cómo es la relación de las familias con el colegio? ¿Y cómo trabajan en las admisiones de los alumnos que quieren ingresar a esta escuela?
(Urquiza) En las admisiones, logramos dar vuelta este punto. En lugar de mantener entrevistas, que suelen ser acartonadas o incómodas, vamos de visita a la casa de los alumnos que desean inscribirse en la escuela. Es muy interesante porque conocemos dónde viven, con quiénes, aparecen cosas muy diferentes a una entrevista dentro de la escuela. En algunas ocasiones son en barrios muy alejados o en asentamientos muy precarios. Lo hacemos, además, con algunos de los chicos más grandes, los jóvenes o adolescentes, para que les cuenten desde su experiencia de qué trata esta escuela y después, una vez que entran, ya conocen a alguien. En la escuela no agrupamos a los chicos por su discapacidad o por la edad, tratamos que haya un ordenamiento cronológico pero lo trabajamos por los intereses o sus afinidades, buscamos ser un poco más flexibles. En ese caso, hasta los chicos más grandes opinan en qué grupo o con qué docente se encontrarán más a gusto. Se horizontalizan las relaciones al interior de la escuela y los pibes están felices de formar parte de estas admisiones con los maestros.
(Redondo) Se modifican las categorizaciones de la discapacidad: los niños son quienes guían a sus maestros en la llegada a esas viviendas. Sin GPS ni mapas. Le otorgan la confianza a la capacidad de sus estudiantes: es un reto pedagógico importante, donde se piensa la relación educativa y se invierten los roles. Es el niño el que guía a su maestro: se divierten. Está muy presente el humor y el placer, no solo es sacrificio y esfuerzo. Además, las familias son interpeladas por esta escuela. No son alojadas desde la culpa o no se les reclama el pago de la cooperadora. Son recibidas en el sentido más profundo de la hospitalidad. En ese sentido, la experiencia de la igualdad creo que modifica.
¿De qué manera se desarma el estigma que cargan este tipo de escuelas y donde opera una doble exclusión entre los niños que tienen algún discapacidad y además viven en barrios muy vulnerables?
(Urquiza) Esta escuela cargó, desde sus inicios, con ese estigma: en el barrio era llamada “La escuela de los locos”. Ahora la llaman “La escuela de la orquesta” o “La escuela de los colores”. Es decir, a ninguna familia le gusta que su hijo asista a una escuela especial: quizás ya pasaron por la común y los echaron o los derivaron acá. No suele ser un lugar buscado o deseado por los padres y, además, está colmado de fantasías. Nadie habla de la “escuela especial”. Fue entonces que nos propusimos pensar en una escuela que fuera parte de la comunidad, en un espacio donde reparar ese dolor y ese orgullo de que el hijo esté dentro de esta escuela. Si bien existe una segregación (eso es indudable, porque aún permanecen las escuelas comunes y las especiales), por lo menos tratamos que lo que acontece en estas aulas los distienda o los relaje en relación al resto de las peregrinaciones que deben hacer las familias por los médicos, los hospitales, las obras sociales o las terapias para sus hijos. Nos propusimos, al menos, generar un circuito diferente, donde se pueda ver una escuela de la comunidad, del barrio, donde aprender, jugar, escuchar música, donde te llamen por tu nombre o te reciban con una sonrisa, donde las puertas permanezcan abiertas y los vecinos, aún los que no tienen hijos en esta escuela, se acerquen a comprar el pan recién horneado. La escuela como un espacio público, donde pueda ser disfrutado y compartido con otros.
(Redondo) Tengo muchos ejemplos. Hace poco fueron a la Catedral de La Plata y vieron que sobre la entrada había gárgolas. El profesor de Plástica les propuso ver cuáles serían las figuras de protección de la escuela y los chicos dijeron que los caballos (en los barrios populares los caballos sirven para el trabajo, el acarreo de basura, los traslados). Entonces, ahora, cuando entrás a la escuelas ves que hay dos cabezas de caballos hechas por los mismos niños en el Espacio de Pensamientos Indómitos. Esa apropiación cultural, poner en nombre propio, la vida de los chicos, los signos culturales, la identidad del barrio (cargado como peligroso, estigmatizado) y los aprendizajes de otros mundos posibles. Todo eso con algo que se pone en valor, se comparte y, además, se hace público, es un resumen educativo extraordinario.
¿En qué medida en este contexto de corrimiento del Estado de ciertas prácticas (salud, educación, discapacidad) incide en la escuela de las periferias de las grandes ciudades?
(Urquiza) Los docentes, en su mayor parte, vivimos en La Matanza, pero en barrios más alejados. La llegada a la escuela se hace desde unas treinta cuadras, desde la ruta. Es un paisaje que se pone hostil: se ven los carros, el gris, la gente que revuelve la basura, los caballos. Es un paisaje desolador. Si la escuela no estuviera pintada de colores creo que se mimetizaría con todo esto. Estoy convencido que la escuela, justamente, tiene que mostrar otro paisaje, tiene que poder viajar y mostrar otras realidades. Al menos, viajar dentro de la escuela. No erigirse como un espacio aislado pero si ofrecer otro modo de mirar el mundo, que deje un margen para bancar otras cuestiones porque los docentes, los chicos y las familias la están pasando mal. En ese sentido, creo que los adultos también tienen que ser cuidados, porque ellos después serán quienes cuiden a sus hijos y si no se arma un círculo muy hostil. La escuela, en cambio, puede ser diferente: estéticamente bella, donde circular palabras, música, libros, que pueda ser parte de la experiencia del barrio.
(Redondo) Es una escuela que se sale de los recursos formales, se reinventa con lo que se tiene. Eso no significa que haga una apología de la falta de recursos: porque la biblioteca, que es uno de los pilares, todos los años recibió materiales del Plan Nacional de Lectura. La biblioteca es un espacio que se reinventa todo el tiempo, pero en relación con los libros pudo contar con la previsión de los años pasados por parte del Estado. En la celebración de los quince años, en diciembre pasado, por ejemplo, había un espacio de construcción de historias, donde se proyectaban imágenes de cuadros y, en un marco, las familias iban pasando y sacándose fotos, el equipo de docentes iba construyendo las narraciones junto a ellos. El fondo de la escuela, al principio, era un basural. Ahora se transformó, con los años, en un espacio verde y bello (el verde escasea en los barrios populares), donde los docentes crearon un espacio de pensamientos indómitos con poemas y palabras para armar en el aire. O un picnic para las familias bajo las estrellas. También se propuso otro espacio: un bosque de papel, donde uno podía ir colocando sus deseos y donde un padre escribió: “Hoy descubrí que el futuro existe”.
Patricia Redondo: “En esta escuela pasaba algo diferente y que yo buscaba desde hace mucho tiempo”
En el trabajo de campo, para la tesis de doctorado, Patricia Redondo realizó más de treinta entrevistas en profundidad y compartió las tareas de la escuela, como una observadora, silenciosa, por casi un año. A veces durante tres o cuatro jornadas por semana. En ocasiones, se subió también en los recorridos escolares para llegar a la escuela, desde el itinerario de la combi o una caminata a pie. También realizó las actividades de integración: un viaje a la República del Uruguay, donde un grupo de quince docentes narró la experiencia en primera persona y otro con los alumnos del grupo El Altillo, en 2016, hacia el Tríptico de la Infancia –La Isla de los Inventos, El Jardín de los Niños, La Granja de la Infancia—, en Rosario, Santa Fe, donde fueron recibidos por la ministra de Cultura de la provincia, María de los Ángeles “Chiqui” González.
Su libro La escuela con los pies en el aire. Hacer escuela, entre la desigualdad y la emancipación, editado por el Núcleo de Estudos de Filosofias e Infâncias da Universidade do Estado do Rio de Janeiro (NEFI/UERJ), reúne esta experiencia y lo presentó, como no podía ser de otra manera, en diciembre, para el quince aniversario de la Escuela de Villa Scasso. “La pregunta por la mirada ocupa un lugar primordial en la investigación: la mirada de los maestros y maestras sobre la discapacidad y la educación especial, sobre los alumnos y alumnas con los cuales trabajan, la escuela, las familias y el barrio. Sobre todo, en relación con la tensión entre la igualdad y la desigualdad”, se cuestiona Patricia Redondo.
En el prólogo de este trabajo, Myriam Southwell refiere: “Este modo de hacer escuela que Patricia Redondo nos hace vivir es una muestra potente de una escuela que trabaja –para desarmar- algunas de las expresiones más acuciantes y limitativas de la época que vivimos: el miedo, el desamparo y la soledad de niños, niñas, jóvenes y sus familias. El miedo a no saber, a no poder, a que nos miren y nos muestren nuestras limitaciones, a quedar en el camino; el miedo ha sido un rasgo de enorme presencia en la escuela desde su origen mismo. El miedo de los y las alumnos y alumnas, pero también las y los profesores tienen miedo de no ser buenos profesores, de no poder, de no “dar la talla”, de que no sirva lo que hacen. Y eso lo logra recorriendo un camino que no tiene fórmulas mágicas enlatadas, ni prescripciones que pongan la reflexión fuera de la escuela, ni a través de liderazgos individuales. La opción que pone en funcionamiento es la de desplegar proyectos colectivos”.
¿Cómo comenzó el trabajo con la escuela de Villa Scasso? ¿por qué esa escuela y no otra?
Mi trabajo como maestra rural, durante la dictadura, en Quilmes y Berazategui, me obligó a migrar y recalé en La Matanza. Fue allí donde trabajé como directora en los monoblocks de La Tablada, donde habitan miles de personas, centenares de familias, con un trabajo comunitario muy fuerte. La pregunta que nos atravesaba siempre fue: ¿Qué es lo que puede una escuela, en situaciones complejas o adversas, en territorios marcados por la desigualdad? Esa investigación me llevó a trabajar en estas villas donde el Estado desaparece como tal, claro, a excepción de las fuerzas policiales. En el recorrido por otras experiencias, en América latina y en Argentina, siempre tuve un contacto con escuelas y maestros de La Matanza. En el caso de esta escuela fue su director, en algún momento, quien me pidió si podía acompañar alguna reunión del colectivo de docentes y fue, de ese modo, como conocí la experiencia a partir de recorridos de formación, de experiencias de conversación, y que está escuela siempre tuvo a lo largo de su historia. Es decir, la elección de la escuela fue a partir de haber construido un vinculo a través de los años: yo tenía indicios que en esta escuela pasaba algo diferente y que yo buscaba desde hace mucho tiempo: algo que era del orden de la igualdad. No sabía bien exactamente qué, pero era algo que recogía desde el discurso, entendiéndolo también como una práctica.
¿Por qué en La Matanza, uno de los distritos más densamente poblados y excluidos –históricamente– de la Argentina?
Se trata de un partido muy popular en la provincia de Buenos Aires, donde existen asentamientos en su segundo y tercer cordón, y una población que equipara la de cualquier gran ciudad de la Argentina. Se trata, también, un municipio cargado de historias, memorias, donde los propios docentes han sido –son, históricamente— muy combativos, donde hay toda una disputa de los movimientos sociales y un trabajo sobre el territorio, donde se ocuparon rutas, asambleas, calles. En el mismo instituto, en el corazón de San Justo, estudiaron Mary Sánchez (primera Secretaria General del Sindicato de Trabajadores de la Educación de la provincia de Buenos Aires, SUTEBA) y Juan Carlos Tedesco (ex ministro de Educación de la Nación), por lo cual esa elección del municipio, de la escuela, del objeto de investigación, está connotada por una elección que tiene ciertas características en relación a por qué el Cordón 2 de La Matanza, por qué el fondo del fondo en la localización de la escuela. En la jerga de los docentes, hay escuelas del Conurbano que se denominan escuelas del fondo, pero además hay algunas escuelas que se encuentran en el fondo del fondo porque son difícil acceso. Aquí, en La Matanza, es esta escuela pasando la Ruta 3, en el kilómetro 29, en el límite con Cañuelas, donde tenés de la ruta hacia adentro, varios kilómetros para llegar a la institución. Por eso le decimos el fondo del fondo, porque ahora tienen asfalto pero siempre tuvieron calles de barro y cuarenta cuadras eran o para hacerlas caminando o en transportes que a veces entran y otras no. Hoy, la realidad es que tampoco llega el transporte público y los trabajadores deben hacerlo a pie. Son espacios segregados, en cruces, donde confluyen localidades muy populares: González Catán, Laferrere y Rafael Castillo.
¿De qué modo te parece que se avanzó, en este sentido, en la inclusión en los jardines y primarias de la provincia de Buenos Aires? En el libro mencionás, de modo muy interesante, en cómo se piensa la discapacidad, la igualdad y la desigualdad en una escuela especial del Conurbano más pobre y postergado de Buenos Aires. Me imagino que la universalización de la escolaridad, en la Argentina, debe jugar un rol importante en este contexto.
Sí, lo interesante también es que, por la universalización de la escolaridad, en la Argentina, hay escuelas donde no hay ni una sala de primeros auxilios, ni comisarias ni comedores escolares, pero hay escuelas. Está en un barrio históricamente postergado. Los niños salen caminando de la escuela y, a las pocas cuadras, hay residuos en cantidad. Las familias construyen estrategias para esto pero es cierto que el hábitat de los chicos está afectado por las condiciones de vida de la infancia y que inciden, de manera directa, en el derecho a la educación. Sin embargo, es muy importante señalar que los maestros llegan a dar clases todos los días, porque en la provincia de Buenos Aires nunca se ha reconocido lo suficiente a los docentes de las escuelas rurales. Entre 2003 y 2015 se mejoraron los accesos y las estructuras, se crearon hospitales más próximos, se creó la Ley de Asignación Universal por Hijo (AUH) y las cooperativas tuvieron una impronta muy fuerte. Eso se vio como incidencia en la vida cotidiana de los chicos y se ve cómo, ahora, está otra vez devastado.