El jueves 28 de febrero de 2019 se publicó la Orden 547/2019, por la que se regulan los criterios para la organización y el funcionamiento de la orientación en Educación Primaria en centros privados concertados de la Comunidad de Madrid, así como las líneas generales para su financiación. La publicación convierte en realidad lo anticipado y aprobado a lo largo de 2018 y da parcialmente respuesta a una reivindicación de una parte de los centros de titularidad privada que operan bajo el régimen de conciertos en nuestra Comunidad. Se prevé la asignación de entre 5 y 10 horas lectivas –es decir 2/5 partes de una jornada completa en el mejor de los casos– en función del tamaño de los centros y el número de estudiantes con necesidades específicas de apoyo.
Desde el instante en el que esta posibilidad se anunció a la comunidad educativa madrileña y a los medios de comunicación, se han sucedido críticas a la iniciativa. Aunque abordan aspectos diversos, muchas de ellas pueden agruparse en tres categorías.
La primera forma parte de un rechazo global a la financiación de los centros concertados, que se hace más patente cuando se produce un incremento de las inversiones –por ejemplo, por la creación de nuevos centros o la concertación de más unidades– o se atiende una nueva necesidad no contemplada con anterioridad, como es el caso. Los argumentos tienen que ver, por lo general, con la defensa de una enseñanza pública que, en su totalidad o en su mayor parte, debe ser proporcionada a través de centros de titularidad pública, sin que quepa plantear la posibilidad de que algunas entidades privadas puedan ofrecer un servicio público con garantías: de calidad, sin barreras y sin ánimo de lucro. Este rechazo se alimenta también de la percepción de abandono de la escuela de titularidad pública, la falta de inversiones adecuadas o el trasvase de dichas inversiones a las entidades privadas.
La segunda, más difusa, sostiene que la financiación de servicios de orientación en los centros concertados puede ser un primer paso en la privatización futura de estos servicios.
La tercera, finalmente, tiene que ver con la sospecha de que los centros concertados aprovecharán esta circunstancia para incrementar exponencialmente los diagnósticos de alumnado con necesidades de apoyo educativo para obtener, por esta vía, recursos adicionales. Esta sospecha se apoya en algunas impresiones respecto a lo ocurrido en otras comunidades autónomas, entre las que se cita con más frecuencia a Aragón.
Como integrante de una Fundación que gestiona tres centros educativos concertados en la Comunidad de Madrid, quiero compartir con los lectores algunas reflexiones.
Como ya hemos defendido en otras ocasiones, lo primero que cabe es reivindicar la necesidad de un debate sereno respecto al papel que juega la educación concertada en nuestro sistema educativo. Me temo que, si no somos capaces de escucharnos un poco más, cualquier argumento corre el riesgo de perderse sin remedio en un enjambre de lugares comunes e ideas previas irreconciliables.
Comprendo y comparto la preocupación social y, en especial, de la comunidad educativa por la desidia con la que las administraciones educativas han tratado a la escuela y otros servicios de carácter público. La falta de inversiones, los recortes en profesorado y recursos y algunas manifestaciones de descrédito de lo público por parte de responsables políticos han contribuido en los últimos años a enconar los ánimos y a generar actitudes de gran beligerancia. En ellas me reconozco y junto a ellas me sitúo en buena medida.
Pero reconocer la realidad respecto a la deficiente inversión educativa en nuestro país no debe hacernos olvidar que todos los centros sostenidos con fondos públicos, incluidos los concertados, han sufrido en la misma medida los recortes y la falta de una financiación adecuada. A todas las medidas de incremento de ratios, rebaja en los salarios o reducción de los módulos de gasto corriente, el Real Decreto de “Racionalización del gasto público en el ámbito educativo” de abril de 2012 añadió, en nuestro caso, la pérdida de la financiación de horas para la orientación en la etapa de Bachillerato, pérdida que en algunos casos pudo comportar el despido de trabajadores/as y, en otros, la repercusión del coste a las familias.
Tampoco podemos ignorar –y perdón por la obviedad– que la financiación que recibe la escuela concertada se dedica a la educación de alumnos y alumnas. Nos guste o no –y comprendo que a muchas personas no guste– es una realidad imposible de soslayar. Como es imposible negar que nuestros alumnos y alumnas son también sujetos de derechos; que forman un colectivo muy diverso; que también tienen necesidades que satisfacer y que muchas de estas necesidades pueden requerir el concurso de orientadores y orientadoras, así como de otro personal especializado de apoyo para que su tránsito educativo se produzca en las mejores condiciones de inclusión e igualdad efectiva de oportunidades. Entiendo que la incorporación de una figura de orientación en la etapa de primaria –ya existe desde hace tiempo en la Educación Secundaria Obligatoria– se realizará de una manera proporcionada a las necesidades del alumnado que presenta un mayor riesgo de exclusión y fracaso. Así lo prevé la normativa de la Comunidad y espero que así sea.
La posibilidad de que esta incorporación contribuya de alguna manera a la privatización de los servicios de orientación creo que no es real. Al menos yo no encuentro ningún indicio razonable que me permita suponerlo. Habría que estar, no obstante, alerta. Entiendo los temores. Cualquier medida destinada a reducir la estructura actual de los servicios públicos de orientación o de derivar alumnado a servicios específicos de carácter privado si podría constituir una señal peligrosa. Pero la incorporación de orientadores/as a los centros concertados para atender a sus propios alumnos creo que no lo es. Y, sin embargo, creo que es una medida que, en general, puede mejorar la calidad del sistema educativo.
Para concluir, me gustaría apuntar que no es fácil predecir si se van a cumplir las previsiones de los que temen un aumento desaforado de los diagnósticos y dictámenes. Quiero pensar que no. Desde luego, nuestra intención no es esa en absoluto, ni creo que lo sea la de la mayor parte de los centros concertados, ni de su profesorado ni de las familias.
En todo caso, hay o debería haber mecanismos de control para evitarlo. Aunque la normativa ha renunciado a una posible supervisión externa del propio servicio público de orientación –algo que a mí personalmente me habría parecido una buena medida–, creo que, si existe la voluntad por parte de la administración educativa, la supervisión de las propias direcciones de Área Territorial y del servicio de Inspección pueden bastar para que no se cometan supuestos desmanes.
Confío, pues, en que esta medida, con todo el rigor y los controles que sean necesarios, ayude a nuestro profesorado a mejorar la educación que recibe el alumnado de nuestra Comunidad, también en la escuela concertada.