Son numeras las publicaciones académicas y de divulgación que han situado la meta de la felicidad como una evidente aspiración del deseo de poder vivir dignamente. Aunque con cierta distancia, esta denodada persecución me recuerda a la aspiración a la perfección y a la santidad en la cultura dominada por el pensamiento y la ascética cristiana de otros tiempos. Ahora, en los modelos de vida que se nos proponen, se unen felicidad, éxito, enriquecimiento, poder, tener sin límites y excelencia como anhelos supuestamente compartidos. Y se nos plantea a todos como el gran deber de la vida y su objetivo. Esta consideración de la obligación de ser felices como solución a los problemas humanos, va desde expertos de la llamada psicología positiva a los charlatanes de la autoayuda y todas sus publicaciones. “La felicidad es el trending topic del siglo XXI” (‘El negocio de la felicidad, el fraude del siglo XXI’, José Durán en El Salto, nº 24). Este objetivo está siendo asumido también por instituciones y gobiernos que están pasando de medir el PIB a medir los imaginarios índices de felicidad.
Esta legítima aspiración está siendo utilizada en las más actuales propuestas de los postulados neoliberales del capitalismo afectivo: se trata de que cada uno busque el bienestar individual en su trabajo y por su cuenta, sin tener en consideración los efectos sociales de esa conquista meramente individual. En la emprendedora empresarización de la vida, igual que uno se explota a sí mismo, se ha de vivir en la euforia perpetua asentada en el deber de ser feliz (Brukner, 2001). La sociedad del capitalismo afectivo, que nos describe Alberto Santamaría (2018), utiliza los afectos y las emociones como elementos clave de la adhesión incondicional a las condiciones de vida que se nos imponen, para hacer realidad las servidumbres voluntarias a un sistema que nos roba la vida digna. Nos muestra la necesidad de que vivamos felices individualmente en el trabajo, en la competitividad y en la búsqueda del máximo rendimiento y los mejores resultados, conectando la relación mercantil y los deseos. Nos dice que “las empresas se dan cuenta de que la infelicidad, la depresión, son problemas gravísimos… Por ello lo que la narrativa empresarial nos vende es que el único lugar donde seremos felices es en el trabajo”. Hoy se nos propone ser felices como respuesta a las inclemencias del vivir en la sociedad del rendimiento y la precariedad.
La realidad es que hoy se nos quiere convencer de que todos y cada uno hemos de aspirar a ser felices con los planteamientos de la sociedad neoliberal. Cantidad de charlas, talleres de pensamiento positivo e inteligencia emocional, determinados libros de autoayuda y mindfulness, han divulgado que para ser feliz es suficiente con desearlo, mirando a tu interior y, sin tenerte que relacionar con nadie, cambiando nuestra mente. Pero para aprender a desearlo y sentirlo hay que pagarlo a los profesionales que viven del mercado de la felicidad, sean llamados científicos, psicólogos, coachers o escritores de autoayuda, y serás feliz. Ser feliz es, así, una responsabilidad individual, de forma que la infelicidad también lo es.
¿Qué relación se suele establecer entre felicidad y educación? Hoy tenemos a gala, en muchos ámbitos de la sociedad, que el objetivo de la educación es que nuestros hijos sean felices en la escuela y para ello hemos de crear una escuela feliz. Por lo que vemos, en una parte importante, la escuela y la educación se están contagiando de este imaginario, potenciador de la aspiración a una falsa vida feliz. ¿No es esta la aspiración de las familias clasemedianistas que quieren una educación y una escuela en la que sus criaturas sean felices con sus “mismos” sin contaminarse con los “distintos”? ¿Por qué la escuela se está contagiando del espíritu del capitalismo afectivo, que nos impone el deber de ser felices para un rendimiento y unos resultados que nos hagan más competitivos en el posterior mercado laboral? ¿Es una realidad que la escuela va entrando en el juego del negocio de la felicidad a toda costa?
La obligación de ser feliz en la escuela se está convirtiendo en una obsesión para muchas familias y numeroso profesorado. En la sociedad del rendimiento, basada en la eficacia de los resultados, la lucha por el éxito individual, la comparación competitiva de las evaluaciones y el logro del triunfo sobre los demás son una realidad palpable. Todo esto se propone que en esta escuela ha de hacerse con la alegría de saberse triunfadores, exitosos y felices.
Sin embargo, no podemos olvidar que el respeto a los derechos de la infancia es indispensable para proponer y defender su derecho a ser felices en la escuela y fuera de ella. La educación del “deber de ser feliz” se asienta en la mirada individualista que promueve el actual capitalismo afectivo de la Nueva Gestión Empresarial para olvidar y ocultar el sufrimiento de las víctimas de este sistema radicalmente injusto: de los explotados, los invisibilizados, los olvidados, los superfluos, los humillados, la escoria de la sociedad. También se asienta en los currículos oficiales, que nos llenan de informaciones inútiles y deformadas, que hacen que no comprendamos nunca lo que sucede en el mundo actual, cómo se configura y cuáles son los problemas más acuciantes de la humanidad, porque de esta forma no nos comprometeremos en su posible solución. Se acompaña de la falacia del esfuerzo para el éxito individual y la promesa de un futuro de bienestar económico que nos hará felices porque lo tendremos todo.
Muchos no queremos esa escuela del capitalismo afectivo y de los alienantes tratamientos de la inteligencia emocional y demás engaños. La escuela donde se hace realidad el derecho a ser feliz es la escuela que construye un acercamiento compartido y colectivo a una vida digna. Es donde se asientan los procesos que se pueden acercar a eso que llamamos felicidad, algo que solo es posible si cambia la mirada de los currículos y de la educación desde la perspectiva de la justicia social, de la equidad, del cuidado mutuo, de la atención al más débil. Por eso, creer que podemos ser felices sin más, a través de la competitividad ciega y el individualismo es una de las credulidades que una educación crítica ha de desmontar. Propongo que la escuela renuncie y combata la felicidad que promueve el capitalismo afectivo y que hace necesario que se aprenda a competir y a sobrevivir como zombis creyendo que así encontraremos la felicidad prometida.
¿Dónde queda el sufrimiento de las víctimas de esta sociedad radicalmente injusta en un sistema educativo que pretende la felicidad de los triunfadores y exitosos por encima de todo?. Yo no quiero esa felicidad ingenua y egoísta. Sabemos que la vida es bella y es dura, es alegre y triste, es generosa y ladrona, es placentera y dolorosa, es gratuita y costosa. El acercamiento a la felicidad, también en la escuela, es un camino de infelicidad. No podemos sentirnos felices mientras hay sufrimiento a nuestro alrededor y en nuestro mundo. Podemos aprender, y es uno de los objetivos de una educación humanizada y humanizadora, la infelicidad como camino a transitar en la búsqueda de la felicidad: conocer y experimentar los límites y el misterio de la vida. Sin embargo, el derecho a ser feliz es necesario construirlo también en el aprendizaje de la vida que queremos y podemos vivir juntos.
Cómo cuidar lo que para muchos de nosotros son las verdaderas fuentes del acercamiento a la alegría y a la felicidad de vivir plenamente: la coherencia, el dominio de sí, vencer el miedo, conocerse dialogando con uno mismo, tener en cuenta a los demás y dialogar con ellos para integrarles en nuestro propio ser reconociendo su singularidad, su dolor, su alegría, su crecimiento, su vulnerabilidad y la nuestra, saber que somos naturaleza, amar en la calidez de lo cotidiano sin prejuicio sabiendo de las propias debilidades.
Se trata de ser un poco más felices siendo mejores personas y mejores ciudadanos, de hacer un mundo más justo y más habitable para todos. Describamos el mapa afectivo necesario que posibilite la expresión de la creatividad, las emociones, la imaginación para una educación y una vida más humanizadas. Porque mejorar la educación también es aspirar a la felicidad consciente, sacándola de la indiferencia que significa el desprecio y el olvido del otro, compartiendo las propias limitaciones y las conexiones que nos hacen realmente humanos.