¿Y si el problema fuera, también, que los contenidos transversales no dejan huella en el currículo?
Más allá de charlas, cinefórums y talleres, más allá de los días señalados, ¿son los contenidos transversales -la igualdad entre hombres y mujeres, la prevención de la violencia de género, la educación para la paz y la noviolencia, la alfabetización mediática, la lucha contra el racismo y la xenofobia, la educación para el desarrollo sostenible- los pilares sobre los que están construidos los currículos?
A veces una tiene la impresión de que en torno a una nueva ley educativa hay siempre mucho ruido mediático, pero que el real decreto que establece los currículos de cada asignatura o materia se abre paso entre el más clamoroso de los silencios. Pareciera que eso fuera cosa reservada a los expertos, o que para qué perder el tiempo, si luego el libro de texto nos lo dará ya desgranado. Filtrado más bien, podríamos decir. No olvidemos que en última instancia son las órdenes religiosas o los emporios editoriales que están detrás de la mayor parte de estos manuales quienes acaban haciendo suyos (o no) esos contenidos que a algunos incomodan. No hace falta esperar a veto parental alguno.
Los denominados ejes transversales nos conciernen a todos. También, y sobre todo, a la Administración: desde los legisladores a la inspección. Y más allá de que dichos ejes aparezcan enumerados en los preámbulos de las leyes, tendrían que recogerse en el desarrollo curricular de las diferentes materias. Su presencia en las aulas no puede limitarse a la organización de esas actividades complementarias de las que tanto hemos oído hablar en los últimos días.
Claro que son necesarias, faltaría más, las charlas sobre privacidad en la red a cargo de expertos ajenos al centro (aunque a veces habría que revisar el uso que se hace de los datos de los menores en determinadas plataformas educativas o empresas al cargo de evaluaciones externas), como lo son los talleres de educación afectivo-sexual o las mesas redondas que tratan de visibilizar a mujeres científicas. Pero quienes estamos a pie de aula bien sabemos que la celebración del 25N (Día Internacional contra la violencia hacia las mujeres), el 30E (Día de la Paz y la Noviolencia), el 8M (Día de la Mujer) o el 5J (Día del Medio Ambiente) y tantos otros dependen a menudo de la presencia en el centro de quienes desde la convicción y el compromiso se implican en su organización, y que hay centros -y no es difícil saber cuáles- en que el 25 de noviembre pasa absolutamente inadvertido.
No. La educación en Derechos Humanos no es una opción. Y porque no lo es, no puede relegarse a espacios periféricos del curso escolar -determinados días señalados en el calendario- ni siquiera a una sola asignatura -se llame Valores Éticos o Educación para la Ciudadanía-.
Hablaré de lo que conozco de primera mano, de los currículos de Lengua y Literatura. ¿Qué sentido tiene que la ley recoja la necesidad de evitar todo tipo de discriminación, si en el currículo de Lengua no hay siquiera un epígrafe que se refiera a la detección de prejuicios y estereotipos lingüísticos, a los usos discriminatorios del lenguaje, a los abusos de poder a través de la palabra?
¿De qué sirve hablar de la apuesta por la resolución noviolenta de los conflictos, si el currículo de Lengua no deja espacio a la oralidad informal, y todo cuanto tenga que ver con el diálogo y la conversación no parece que deba ser objeto de reflexión y aprendizaje? Las habilidades comunicativas no son algo innato, aunque sí están en parte condicionadas por el entorno en que uno haya crecido. Hay familias donde la escucha activa es una actitud cotidiana, se modaliza el enunciado (“a mi manera de ver”, “en mi opinión”, etc.), la cortesía lingüística impregna las conversaciones y se apuesta por la resolución dialogada de los conflictos. No así en otras. Por tanto, si la escuela pretende ser compensadora de desigualdades (y aquí no estamos hablando de desigualdades económicas), debiera tomarse esto más en serio. El desarrollo de habilidades comunicativas no puede limitarse a aquellos que ya vienen “de casa” con un cierto bagaje, motivo por el cual acaban formando parte de los grupos de mediación y resolución de conflictos. Si es un eje transversal debe dejar huella en el currículo. Y llegar a todos.
¿Qué sentido tiene subrayar la importancia de la educación digital, si la alfabetización mediática sigue estando ausente -salvo contadas aunque muy visibilizadas excepciones- de las clases de Lengua? El análisis crítico de los textos de los medios de comunicación, el cine y la publicidad, así como de los hipertextos de internet queda, una vez más, a la voluntad de los docentes. ¿Cómo desarrollar las habilidades de investigación y tratamiento de la información con unos currículos enciclopédicos que no dejan respiro? ¿Cómo impulsar la creación de contenidos digitales? ¿Y cómo favorecer el abordaje interdisciplinar de la lectura -lectura crítica de gráficos y estadísticas, pongamos por caso- si no hay tiempos para la coordinación, y si este contenido no forma parte también del currículo de Matemáticas, por poner un ejemplo? Si la educación digital es un objetivo en la nueva ley educativa, habremos de precisar cómo llegar a él.
Igualdad de hombres y mujeres. ¿Cómo se concilia este objetivo con la ausencia de las mujeres en los libros de texto, en los desarrollos curriculares de cada una de las materias, donde no aparecen sino como anecdótica alusión a pie de página? Con estos mimbres, ¿cómo vamos a mirarnos hombres y mujeres en pie de igualdad? ¿Cómo normalizar la diversidad sexual si no verbalizamos siquiera la ausencia de referentes homosexuales en nuestra tradición cultural, o los silenciamos cuando sí los hay? Habremos de empezar por señalar el porqué de estas ausencias, y subsanarlas allá donde sea posible. Hora es ya de repensar el emplazamiento desde el que se construyen los currículos. También los de Literatura, en los que no hay rastro de escritoras, como no hay tampoco ni una alusión siquiera a la necesidad de abordar con perspectiva de género la lectura de algunos textos canónicos ni aun la construcción misma del canon.
Algo análogo podríamos decir de la educación intercultural, del anhelo de educar para una ciudadanía global y cosmopolita. “Asimismo se atenderá al estudio y respeto de otras culturas, particularmente la propia del pueblo gitano y la de otros grupos y colectivos”, reza el proyecto de ley.
Los programas de literatura siguen siendo los mismos del siglo XIX, en que el objetivo de la escuela era conformar una conciencia nacional en los ciudadanos. De ahí que en España se estudiara Historia de la literatura española; en Francia, Historia de la literatura francesa; en Italia, Historia de la literatura italiana, etc. Ni asomo de “otras culturas” -ni siquiera de las otras culturas peninsulares-. Si los objetivos hoy son otros, y no hablamos ya de Enseñanza de la Literatura (nacional) sino de Educación literaria, habremos de cambiar los caminos por los que pretendemos llegar a ellos. No podemos aspirar a una escuela inclusiva si prescindimos de la tradición cultural de una gran parte de nuestro alumnado. Hora es ya de abrir los currículos escolares a otros ámbitos culturales, y no solo occidentales. Duele leer el programa de la denominada “Literatura Universal”, una asignatura optativa de bachillerato, y constatar que aún hoy de él están ausentes las mujeres, como ausentes están también las voces no occidentales.
¿Qué decir de los currículos de Biología, de Historia, de Matemáticas, de Física y Química, de Economía? ¿Hay rastro en ellos de aquellos ejes trasversales? Para qué hablar de los de Tecnología, a los que la LOMCE despojó de cuanto tenía que ver con la energía, quizá por considerarlo también un contenido adoctrinador e ideológico. Ojalá colegas de otras áreas se animen en las próximas semanas a señalar esas incoherencias arrastradas entre los pretendidos cambios de rumbo de las sucesivas leyes educativas y el inmovilismo de los currículos, que siguen dejando a la iniciativa individual -tan costosa a veces- la incorporación de los elementos transversales al quehacer cotidiano en las aulas.
Vaya desde aquí el más encarecido ruego a los responsables ministeriales. No dejemos el desarrollo curricular para el último momento, apremiados por las urgencias -y aun las presiones- editoriales. Ojalá sean fruto de un sosegado trabajo en equipo, con un horizonte consensuado que ponga rumbo a los Derechos Humanos y a la crisis climática que vivimos. Y para que luego no queden fagocitados por la tradición escolar y las rutinas docentes -y se acabe haciendo lo mismo de siempre- habremos de ser capaces de abrir espacios para el debate social o cuando menos profesional. Auspiciados, y esto es importante, desde un marco institucional. No puede ser que la iniciativa privada marque también la agenda educativa, lo que debe o no debe ser objeto de discusión y cambio.
Y un último apunte, nacido también de una atenta lectura al nuevo proyecto de ley. ¿Cómo es posible pretender fomentar “el dominio y el hábito de la lectura”, promover planes lectores y de alfabetización en diversos medios, tecnologías y lenguajes, apelar a la colaboración de las familias y del voluntariado… y no mencionar siquiera las bibliotecas escolares? Estas tienen una función irreemplazable como motor que impulsa y agavilla todas las iniciativas vinculadas al desarrollo de los elementos transversales del currículo, tal y como quedan enumerados en el proyecto de ley: derechos de la infancia; educación con perspectiva de género y coeducación; educación digital; aprendizaje reflexivo, significativo y competencial personalizado; educación para el desarrollo sostenible.
La biblioteca escolar es, no nos cansaremos de repetirlo, una de las más poderosas herramientas con que cuenta la escuela para paliar la segregación y favorecer la inclusión y la equidad. Urge una apuesta institucional por ellas. Con recursos, claro.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria