No tengo elementos para juzgar la experiencia colectiva, más allá de comentarios en redes sociales: oscilan desde el reconocimiento al trabajo de los educadores, hasta las críticas a los niveles de exigencia con los estudiantes.
Es evidente que el sistema educativo no estaba preparado, como tampoco lo estamos en casa para enfrentarnos a una forzosa reclusión colectiva. Las primeras semanas de la contingencia sanitaria han dejado enseñanzas de lo bueno, posible y reprobable.
Hay tiempo, creo, para que los sistemas educativos en sus distintos niveles aprendan y no perdamos el ciclo escolar en línea con tareas repetitivas e intrascendentes, fastidiando a los estudiantes con actividades planeadas al vapor, sin probarse, sin acompañamiento efectivo y sin la atención debida en casa, porque ahí la vida no se volvió más relajada y sí complicada.
Es oportunidad, también, para formular diagnósticos sobre las falencias del sistema educativo ante las transformaciones sociales y las nuevas realidades del siglo XXI. Falta observar la voluntad de las autoridades para aprovecharlo. Lo más terrible sería, después de estos meses de espanto, que la escuela pretendiera regresar como si nada dramático hubiera sucedido.
Por ahora, con el confinamiento en casa y la continuación del ciclo escolar que debería terminar en junio, la preocupación pedagógica se dividió en dos prioridades: una, cumplir el calendario y los programas oficiales; para algunas escuelas, dejar tareas y tareas hasta agotar los temarios. La segunda, en las antípodas, consiste en procurar una experiencia distinta para aprender en escenarios inimaginables.
Se podría recuperar el programa burocráticamente, aunque se aprenda poco, o bien, los niños podrían aprender que, en algunos momentos, hay que hacer tareas y actividades porque es obligación y nada más. Otros costos ya son altos en México: millones de niños que recibían un desayuno escolar, no lo tienen; en muchos casos, en zonas pobres, el único alimento nutritivo del día.
Las tareas escolares
El análisis de la contingencia y sus implicaciones educativas podría comprender varios temas; entre ellos, las tareas. Debate antiguo pero vigente, polémico en distintos países que lo han discutido en las más altas tribunas políticas: ¿es recomendable encargar tareas para casa?, ¿sí?, ¿cuántas?, ¿qué relevancia tienen esas tareas?, ¿cuál es la calidad de la retroalimentación que hacen los maestros? Y la crucial: ¿qué aprenden los niños con tareas?
Un siglo atrás, Adolphe Ferriére, uno de los creadores del movimiento de la Escuela Nueva, escribió un texto provocador: «Y según las indicaciones del Diablo, se creó el colegio. El niño amaba la naturaleza: lo recluyeron en salas cerradas… Le gustaba moverse: lo obligaron a quedarse quieto. Le gustaba manejar objetos: lo pusieron en contacto con las ideas. Le gustaba usar las manos: solo pusieron en funcionamiento su cerebro. Le gustaba hablar: lo relegaron al silencio. Quería razonar: lo hicieron memorizar… Le hubiese gustado entusiasmarse: inventaron los castigos. Entonces los niños aprendieron lo que nunca hubiesen aprendido sin esto: supieron disimular, supieron hacer trampa, supieron mentir».
En nuestro contexto, con un sistema educativo altamente escolarizado, la cuarentena nos tomó en fuera de lugar y la improvisación entró a la cancha para tratar de rescatar el partido. Se vuelve más imperativo preguntarse por la relevancia de las tareas, es decir, de las actividades que hoy tienen los niños en el hogar.
Cuando abordo el tema con educadores siempre repito: una tarea del alumno equivale a muchos deberes para el maestro. Es una perogrullada: el profesor que deja una tarea a 30 estudiantes, luego se convierte en 30 tareas, porque el maestro tiene la obligación profesional y ética de revisarlas una por una. Si tiene tres grupos, o cuatro, sus tareas se vuelven 90 o 120. Y si en cada una invertirá, pongamos, cinco minutos, entre la lectura y los comentarios que debe hacerle a cada uno, entonces, debe invertir 450 o 600 minutos, es decir, un montón de horas.
Es preferible una tarea significativa, que produzca aprendizajes, a cinco por día para tenerlos ocupados, agotándolos y enseñándoles que la escuela, así sea en casa, es una institución de trabajos estériles e injustificados.
Frente a estas discusiones, me resuenan las palabras de Paulo Freire: la educación debe ser un desafío intelectual, no canción de cuna. Para que ocurra, debe replantearse el sentido de la educación aquí y ahora, así como las posibilidades que ofrecen en un momento donde la escuela necesita más participación de la familia, pero de formas menos autoritarias y más plenas.
Francesco Tonucci, entrevistado por El País, introduce otro elemento punzante frente a la pandemia; parafraseo: a los psicólogos se les piden consejos para los padres; a los pedagogos, consejos para los maestros; pero nadie piensa en los niños, y no les preguntan tampoco.
Es un momento imperativo para establecer un nuevo contrato pedagógico entre la escuela y la familia y de colocar a los niños, de verdad, en el centro de la escuela. ¿Lo aprovecharemos?
Escuelas que preguntan, padres que participan y se comprometen de otras formas, niños que aprendan felices podría ser la gran lección de este año funesto.