No me cansaré de repetir, una vez más, con D. C. Phillips, que el aprendizaje es contextual, involucra a personas reales que viven en contextos sociales reales y complejos de los que no se pueden abstraer de manera significativa. Por difícil que parezca para algunos investigadores, responsables de políticas educativas y educadores -quizás porque nos pasa como a los peces que si estudiasen su medio ambiente lo último que descubrirían sería el agua, los aprendices están contextualizados. Pertenecen a un género, tienen una orientación sexual, un nivel socioeconómico, son parte de una etnia, de una cultura de origen; tienen intereses -y cosas que les aburren; pueden o no haber desayunado; y viven en barrios con o sin frecuente violencia, les atraen (o se enfrentan con) la personalidad de sus docentes, etc. Pero, sobre todo, no solo aprendemos en la escuela, el instituto o la Universidad, si no, ¿cómo podríamos explicar los desarrollos humanos hasta la aparición de estas instituciones? Aprendemos en cada uno de los momentos de nuestra vida, desde que nos conciben hasta que desaparecemos. Y la mayoría de nuestros aprendizajes son subliminales (Mlodinow), suceden sin que seamos conscientes de ellos. Y, poco a poco, van modelando nuestra forma de ver el mundo, nuestros marcos de pensamientos y emociones, nuestros estereotipos, prejuicios y nuestra apertura o cerrazón a otras formas de explicarnos, entender y acercarnos al mundo.
La educación formal es sumamente importante, mucho más en el mundo actual, sobre todo para quienes no están en condiciones de “salir de su casa educados”. Todas las personas que hemos tenido acceso a ella sabemos de su importancia. Y contamos con innumerables pruebas, como la del premio Nóbel de Literatura Albert Camus, quien al acabar la ceremonia de entrega envió una carta a su maestro, el Sr. Germain, en la que manifestaba: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto”. O la de Malala Yousafzai, premio Nóbel de la Paz, que estuvo a punto de morir por defender su derecho y el de todas las niñas a la educación formal. Un derecho recogido, hace 72 años, en artículo 26.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Un derecho que, según Oxfam Intermon, se le sigue negando a más de 1.000 millones de personas que sufren pobreza extrema y no tienen acceso a agua potable y a otros servicios básicos como la salud y la educación. Y que, incluso en los países que garantizan el acceso a todos los ciudadanos a la educación, estos la disfrutan en condiciones de gran desigualdad. Algo que se está evidenciando, una vez más, en nuestro país en estos momentos de pandemia, en los que más del 10% del alumnado no tiene acceso a recursos digitales. E incluso algunos que disponen de ellos, no cuentan con las condiciones físicas, emocionales y culturales para seguir las indicaciones de los centros para seguir con la docencia.
Pero sin educación formal, no hay justicia social y esto, para mí, como para otras muchas personas es un gran reto.
Cuando el alumnado llega a la escuela, no llega como una vasija vacía, como demasiado a menudo la forma de planificar y poner en práctica la enseñanza parecen pensar. Cuando entran por la puerta de la escuela, no se dejan su cuerpo, sus experiencias, emociones, afectos, cultura, contexto socioecómico, etc., en la puerta. No llegan solo como un cerebro para ser modelado, sino como entramado de conocimientos, habilidades, destrezas y carencias, al que a partir de ahora se suma la Escuela. Comienza un devenir en el que la centralidad de la institución formal desdibuja la importancia de los diferentes ecosistemas por lo que transitamos las personas a lo largo de la vida. “En los ecosistemas humanos, la perspectiva ecológica considera a las personas en sus entornos físicos, sociales y virtuales como un sistema unitario que vive dentro de un contexto cultural e histórico particular, consumiendo, reciclando y produciendo recursos, incluyendo información y conocimientos, y cambiando (aprendiendo y desarrollando) a través del proceso de interacción” (Jackson, 2013, p. 2). Por lo que, en estos momentos, aunque el alumnado no pueda asistir a las aulas, no por eso está dejando de aprender. Porque de alguna manera sigue conectado con su entorno, especialmente el virtual, y porque siguen aprendiendo día a día en situaciones totalmente imprevisibles. Siguen aprendiendo, pero otras cosas y de otras formas.
Esta argumentación para plantear dos cuestiones. La primera discutir algunas voces “avisando” que se “está perdiendo el curso”, que el alumnado dejará de aprender el 11% de lo que debía aprender. La segunda, la necesidad de aumentar la imaginación pedagógica y aprovechar este tiempo de incertidumbre explorar formas de aproximarnos al “aprendizaje auténtico”.
A la primera he dedicado toda la primera parte de este texto. A la segunda dedico la segunda parte.
¿Cómo explorar lo que estamos aprendiendo?
Aquello que se denomina enseñar y aprender es sólo recordar. Platón.
La necesidad de mejorar los sistemas de evaluación para garantizar que nos permiten pronunciarnos mejor sobre el aprendizaje del alumnado, más allá de su capacidad para responder a un examen de papel y lápiz, cuenta con una larga trayectoria. Los movimientos de cambio educativo, se vienen refiriendo a la importancia de transformar la evaluación del aprendizaje en la evaluación para el aprendizaje (Stoll, Fink y Earl, 2004). En un proceso que permita al alumnado sentirse más implicado, conocer mejor sus modos de aprender, sus logros y sus dificultades. Y al profesorado comprender mejor el proceso del alumnado y estar en mejores condiciones de acompañarlo
En estos tiempos de pandemia, en los que el alumnado está aprendiendo de forma diferente en contextos diferentes, resulta más pertinente si cabe promover un sistema de evaluación del aprendizaje con la plena participación del alumnado. Y que permita al profesorado conocerlo mejor, descubrir facetas desconocidas y calibrar de forma más conveniente cómo plantear el próximo curso.
Una investigación de este tipo podría plantear al alumnado la elaboración de una “ecología” de su aprendizaje que fuera conectando todo lo que va aprendiendo y reflexionando sobre sus modos de aprender, en tiempos de confinamiento. En función de las condiciones de cada estudiante, se podría sugerir que utilizasen todos los medios de los que disponen para irse respondiendo a una serie de preguntas de aquí a final de curso (también pueden continuar en verano). Podrían crearse un blog o utilizar cualquier recurso a su alcance o que vayan descubriendo y distintos alfabetismos (oral, visual, audiovisual, musical, multimedia,…).
La propuesta sería. En este tiempo en el que han cambiado de forma significativa tus entornos de aprendizaje y socialización, pregúntate:
- ¿Qué he aprendido sobre mí mismo?
- ¿Qué he aprendido sobre mi familia?
- ¿Qué he aprendido sobre mis amigos?
- ¿Qué he aprendido sobre la situación excepcional que vivimos?
- ¿Qué he aprendido sobre el mundo en general?
- ¿Cómo lo relaciono con lo que voy aprendiendo con lo que estaba aprendiendo en la escuela?
- ¿Qué me preguntaría o me he preguntado?
Las respuestas, que pueden ir progresando, se pueden ir entrelazando. El profesorado las podría ir compartiendo periódicamente y extraer importantes conclusiones orientadas a la mejora.
Un proceso así aumentaría la implicación del alumnado en su aprendizaje y su capacidad para detectar sus fortalezas y debilidades.
Sé que no es fácil. Pero, como educadora, no dejo de pensar que la “locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes” (frase atribuida a Albert Einstein y a Rita Mae Brown en Sudden Death, 1983). ¡Intentemos algo diferente para unos tiempos y contextos de aprendizaje diferentes!