La historia de Louis Vivet inspiró Robert Luis Stevenson para escribir el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Fight club, de Chuk Palahniuk, parece sugerir una personalidad similar en el protagonista del libro. The three faces of Eva es la primera película que trata esta situación, basada en la vida real de Eva White. Posteriormente, llegaron otras, como Black Swan, de Darren Aronosfsky, con una excepcional Natalie Portman. A una entrevista en la CBN, el jugador de fútbol americano Herschel Walker declaró que «es como si te pusieras un sombrero. Uno de color rojo para jugar al fútbol, uno de color blanco para estar en casa, y uno de color azul para ir a trabajar. De repente, sin embargo, te pones el sombrero rojo para estar en casa. Te lías con tantos sombreros. Así que, la agresividad que tienes en el campo de fútbol, ahora la tienes en casa, porque te has puesto el sombrero equivocado».
Son todos ejemplos de trastornos disociativos. Este trastorno está definido como la desconexión que sufren algunas personas con su propia identidad. La principal característica de este fenómeno es el distanciamiento de la realidad. Todos padecemos, en diferentes grados, esta manifestación. Cuando nos introducimos en la lectura de una novela. Cuando vivimos los hechos que estamos mirando en un film. O simplemente, cuando imaginamos cómo nos gustaría que fuera nuestro futuro. El problema aparece cuando, en un nivel extremo, hay personas que no saben cuándo están viviendo la realidad y cuándo la ficción. Esto hace que convivan diferentes personajes dentro de su personalidad.
Después de un tiempo inicial de confinamiento, donde la sensación era tan extraña como el momento que estamos viviendo, muchos hemos podido poner en orden todos los sentimientos que han aflorado y, en referencia al ámbito educativo, nos sentimos un poco más cerca de este trastorno disociativo. Porque, sabiendo que (inevitablemente) vamos a caer en las siempre injustas generalizaciones, de forma global detectamos aspectos que nos hacen pensar que vivimos, muchos de nosotros, en una disociación educativa.
Una parte de nosotros ha caminado durante años hacia un aprendizaje competencial. La otra personalidad, sin embargo, ha hecho que estos días de confinamiento los contenidos puros, duros y por asignaturas hayan ocupado los escritorios de nuestro alumnado.
Estábamos convencidos de que la competencia digital (la nuestra y la de los alumnos) era más que suficiente para afrontar con garantías el presente. La realidad nos ha demostrado con qué cantidad de problemas nos encontramos a la hora de desarrollar una tarea virtual.
Hemos intentado durante bastante tiempo transmitir a las familias la importancia de una tipología de enseñanza, pero estos días un buen número de progenitores nos pedían actividades de otro tipo basadas en una educación que pensábamos ya superada en nuestro centro.
Del mismo modo, asegurábamos que las mismas familias conocían aquellos aspectos básicos sobre el aprendizaje o cómo podían ayudar a sus hijos en el día a día. La pandemia, sin embargo, nos ha mostrado que en muchos casos, hay padres y madres que quieren tener los hijos ocupados y tanto les da qué características tengan las actividades que han de realizar. Y no, no nos referimos a familias con situaciones complicadas.
Y esto liga con docentes que a pesar de ser conocedores de que hay “deberes” que sirven de poco, en la realidad de este confinamiento han expuesto a una sobrecarga intolerable de actividades a los niños y, sobre todo, a los adolescentes.
Somos militantes de una escuela que trabaja por la reducción de desigualdades, compensadora de desequilibrios, pero esta pandemia ha hecho resurgir una realidad que no nos gusta poco. Una realidad de la que los de siempre saldrán, como siempre, perdiendo.
Queremos que la inclusión sea aquel elemento que inunde nuestros centros, que proporcione a cada niño y joven lo que necesita, que propicie oportunidades a todos por igual, mientras reconoce que todos somos diferentes. A pesar de ello, el confinamiento ha dictado que hay niños que siguen siendo segregados y que las dificultades a las que se enfrentan todavía no están, ni mucho menos, superadas.
Hablamos de la importancia de los sentimientos y cómo deben estar presentes las emociones en las aulas. Estos días, por el contrario, hemos conocido ya demasiados casos en los que los docentes no realizan seguimiento del estado de ánimo de nuestro alumnado, mientras este mismo alumnado ve su correo y su plataforma de enseñanza virtual llenos de tareas.
Nos hemos formado y aplicamos metodologías «innovadoras». Nos convencemos de que los proyectos, el trabajo cooperativo o los espacios de aprendizaje son la forma más extendida de enfrentar el aprendizaje. No obstante, hemos apreciado lo difícil que es seguir con estos métodos en casa, sin la presencia de un docente guía que acompañe en el camino. Y así, hemos optado por fichas y fotocopias.
Hemos hecho esfuerzos para cambiar la evaluación, para que sea una fuente precisa de aprendizaje y regule todo el proceso educativo. En cambio, la realidad nos ha mostrado que nuestros gobernantes identifican la evaluación únicamente con calificación. Y además, parece que esto es lo único que importa.
Podríamos seguir. En estos momentos y con toda seguridad, estarán pasando por vuestro pensamiento más ejemplos disociativos que en estos tiempos excepcionales habéis vivido o estáis viviendo. Y sí, también seréis unos cuantos los que digáis que no ha sido vuestro caso, que no habéis sufrido esta terrible disociación. Por lo que hemos podido comprobar, excepciones honrosas dignas de un trabajo consolidado. Y una prueba más de que vivimos disociados, ya sea como personas, ya sea como sistema.
Ahora bien, este escrito está lejos de querer ser una crítica. Una reflexión que nos deje mal sabor de boca. Si esta pandemia nos ha mostrado este fenómeno, sería bueno que siguiéramos insistiendo en nuestro trastorno: que nos diéramos cuenta de la fragilidad de los cambios para insistir y persistir en ellos; que reconociéramos el peso de una tradición que parecía quedarse atrás, pero que aún ha reaparecido con fuerza; que comprobáramos los avances para saber situarnos en una realidad más ajustada y así, saber dónde tenemos que reiterar nuestros esfuerzos; que apreciáramos la voluntad de tantos de alumnos, centros, familias y docentes para lograr una mejor educación, una educación del mañana que ya tenía que ser hoy; que aumentáramos la cooperación entre los docentes para ser más influyentes y, así, tener la posibilidad de tener ascendencia sobre las decisiones políticas, ya que no parece que los políticos tengan interés en el capital profesional. En definitiva, que este trastorno disociativo que muchos hemos descubierto durante el confinamiento, haga que nuestra personalidad imaginada nos conduzca a una realidad educativa cada vez mejor.