Esta palabra no está aceptada por la RAE.
Cuando enviamos un paquete, con un objeto delicado dentro, ponemos con letras muy legibles: “FRÁGIL”. Se entiende que el paquete debe ser tratado con cuidado, para que nuestra cosa no se rompa. Cuando el objeto que lleva el paquete es fuerte, resistente a los golpes, robusto… no ponemos nada.
Algo frágil es aquello que una caída, un golpe… lo destroza. Lo frágil no tiene reacción posible a esas circunstancias y se deteriora de forma irreversible. Lo robusto aguanta más los golpes… pero no reacciona. Simplemente no le afectan.
Así pues, lo opuesto a frágil no es robusto, sino antifrágil. Un ser vivo, una persona, es antifrágil: los golpes le afectan y provocan cambios en su comportamiento.
Estamos viviendo una situación muy particular en el campo de la sanidad: nuestros sistemas inmunológicos, en muchas personas, son frágiles, no aguantan el golpe viral que aqueja a toda la especie humana. Los seres vivos no son robustos a secas, todos los estímulos externos les afectan. “Hay dos soluciones: o nos destruyen o mejoran nuestra capacidad de respuesta para que en la próxima ocasión estemos preparados”. En el ámbito de la sanidad está demostrado que un exceso de higiene, de cuidados exagerados… no favorece las respuestas que inmunicen frente a ciertas enfermedades sino que nos hace más débiles; no hay reacción y el agente patógeno se impone. Todos (¿excluimos a los antivacunas?) estaríamos dispuestos a correr el riesgo calculado de una vacuna en estos momentos.
Antifrágil (Haidt, J. 2018) supera el concepto de resiliencia. Un muelle es un ejemplo de material resiliente. Este pieza, al sufrir una fuerza, se contrae o estira, de acuerdo con el sentido y la dirección del empuje. Al cesar la presión vuelve a la posición de partida. No hay ningún cambio y volverá a dar, una y otra vez, la misma respuesta. Si fuera antifrágil, las respuestas posteriores serían diferentes debido a que se han provocado cambios en el interior de su ser.
Si dejamos el campo de la medicina, y por supuesto el de la mecánica, y pasamos al mundo de la educación, el concepto de antifrágil también tiene aplicación. Los seres vivos, la inteligencia, el pensamiento, las conductas de las personas… deben pasar de ser frágiles a ser antifrágiles.
Los educadores tenemos mucho riesgo de seguir las actitudes de sobreprotección que, tanto la sociedad como las familias de nuestro alumnado, parecen exigir con intensidad mediática. Hay que evitar, a toda costa, nos gritan, experiencias que puedan turbar la mente/sentimientos de la infancia. Hay que garantizar la seguridad conceptual y emocional. No nos damos cuenta de que todo esto les hace más débiles, más frágiles, ante situaciones a las que, irremediablemente, tendrán que enfrentarse. La palabra trauma ha ampliado su significado específico médico, aplicado a ciertas situaciones concretas, a campos emocionales inespecíficos, generales… Ahora la importancia del trauma, su intensidad, ya no es evaluable por los expertos, sino que depende de lo que cada persona experimenta/sufre en su subjetividad emocional. Esta experiencia es la prueba necesaria y suficiente para la evaluación de la gravedad del caso. La conclusión es contundente: el alumno, la alumna, o los padres y las madres en su caso, exigen que esas situaciones “traumáticas” se eviten obligatoriamente.
Se ha dado un paso más: en nuestro entorno social, el término “seguridad” incluye, también, “comodidad emocional”. Los centros de enseñanza deben ser, ante todo, “protectores”. La cultura de la “ultraseguridad” pasa a ser el criterio que influye y determina los planes educativos. Claro está que la seguridad es algo deseable, pero hasta cierto punto. Podemos caer en un bucle: el alumnado se hace más frágil ante la ausencia programada de ciertos riesgos y manda a sus progenitores señales de lo mal que lo pasa; y estos, a su vez, exigen a la escuela más seguridad. Para conseguir su control se genera, automáticamente, una situación de vigilancia, conceptual y emocional, del profesorado.
La situación, por la falta de recursos para resistir y responder adecuadamente, se está agravando por momentos: los índices de ansiedad y depresión de los adolescentes aumentan (¡hay estadísticas clarividentes que lo demuestran!). La sola presencia de otras culturas, por ejemplo, les hace sentir mal y, por lo tanto, debemos evitar su presencia. En muchos centros, incluso en ámbitos universitarios, se prohíben debates sobre ciertos problemas sociales, políticos, raciales… porque pueden generar rechazo de algunos grupos que no lo toleran y se manifiestan con algaradas. Rectores, claustros de profesores, tutores… impiden que a nuestros alumnos les lleguen estímulos necesarios que los haga antifrágiles.
La incomodidad no es un peligro. Y la educación debe estar orientada a desarrollar el pensamiento complejo y no a que todos nos sintamos cómodos, conceptual y emocionalmente. Las palabras, los discursos no son violencia; su interpretación puede serlo. Defenderse, ignorando cosas que vemos, oímos o leemos, es una actitud racional que se aprende. Se debe estar dispuesto a escuchar cosas que no nos gustan, aunque nos sintamos mal… Esto nos hace más fuertes. Sofocar los debates va en dirección opuesta a la búsqueda de la veritas.
Todo esto está en marcha, avanza a pasos de gigante. Internet es un aliado determinante. La “ultraseguridad” se ha incrustado en la forma de “ser/actuar” de los jóvenes. Algunos ejemplos: razonamiento emocional (los sentimientos como elemento principal de interpretación de la realidad), pensamiento dicotómico (blanco o negro), etiquetación (simplificación de la realidad compleja y promoción de los aspectos negativos), catastrofismo (cualquier cambio provocaría el caos automáticamente), pensamiento revanchista (ellos o nosotros)…
Puede ser que nuestros alumnos y nuestras alumnas, si no lo remediamos, salgan de los centros de enseñanza con una indefensión aprendida que les incapacite, en mayor o menor medida, para desarrollar una vida plena. Una lección que podríamos aprender de la situación actual.
Andrés Ángel Sáenz del Castillo. Confederación Estatal MRP