Ya estamos inmersos en un nuevo curso. Y desde que comenzó la pandemia, hace meses, ha habido tiempo de reflexionar sobre lo que pasó y está pasando a la educación en el confinamiento y en el inicio de curso. Hemos leído en artículos y en redes sociales que hay de todo: vivencias del profesorado, angustias, propuestas y preparación del nuevo curso en las escuelas.
Quisiera centrarme, no tanto en los problemas del nuevo curso, de lo que ya se ha escrito y hablado mucho, sino en lo que pasó al final del curso anterior, con una enseñanza virtual de emergencia, no de normalidad, y analizar que la situación puso en evidencia las limitaciones y debilidades del sistema educativo en cuanto a la infraestructura y formación tecnológica, el equipamiento del alumnado y del profesorado en casa, el apoyo familiar necesario, el aumento de las exclusiones y desigualdades por falta de presencialidad y la autonomía del alumnado para realizar tareas virtuales, entre otros. Y destacar un aspecto que ya conocíamos, que las dificultades escolares se agravan cuando los niños y niñas necesitan una metodología más inclusiva con especialistas, materiales y entornos adaptados.
Y no podemos olvidar aspectos que el profesorado sabe, pero que tal vez la sociedad no: que la escuela es muy importante para crear identidades sociales y necesita de espacios físicos y simbólicos: contacto, relaciones y presencialidad para trabajar la transmisión cultural y el desarrollo personal como seres sociales. Que la educación es una actividad social, no hay duda de que es donde se aprende, pero también cuida a la persona de forma individual y grupal. La enseñanza requiere un seguimiento individualizado de cada niño y niña dentro de lo posible, es decir, una guía y una supervisión de qué se hace y cómo se hace con su educación.
Hemos sufrido en la educación lo que el enfoque antropológico de la transmisión cultural (la escuela es cultura por antonomasia), llama el proceso de continuidad y discontinuidad. Antes de la pandemia en la educación se vivía, de una forma tranquila o inquieta. Era una etapa de continuidad, es decir, aquellos momentos experimentados y vividos donde existe una estabilidad en la forma de ser y comportarse, sin cambios destacables que impliquen la adquisición de nuevas interacciones, prácticas o aprendizajes.
Y de golpe, nos llega la pandemia y aparece la discontinuidad. El proceso de discontinuidad se produce cuando hay un cambio abrupto entre un modo de ser, hacer y comportarse y otro muy diferente. Modificaciones en el trabajo, se organizan nuevas interacciones, nuevas prácticas y nuevos aprendizajes. Y cuando hay una falta de cohesión y preparación entre la continuidad y la discontinuidad se produce mucha ansiedad.
Ahora parece que se ha de volver a una continuidad. En un momento en el que se producen una serie de situaciones de emergencia que necesitan cumplir de una determinada manera de hacer escuela con diferencias y discrepancias que hacen modificar el trabajo del profesorado, las relaciones entre los compañeros y con los niños y las prácticas educativas.
Esta nueva continuidad puede desembocar en la aparición de un profesorado disociado puesto que debe repensar y reconfigurar constantemente su identidad personal, profesional y colectiva a partir de experiencias nuevas y viejas vividas tanto dentro como fuera del centro escolar. La pandemia nos ha provocado muchas nuevas experiencias inesperadas y abruptas. Y fruto de estas nuevas experiencias -positivas o negativas- tienen lugar los procesos de nueva continuidad y nueva discontinuidad. A lo que hay que sumar la presión de la administración y del propio profesorado porque ha de mantenerse la estructura educativa (currículo, estructura, organización, normativa, metodología, etc., anterior). Por lo tanto, ¿será como la continuidad de antes? No puede ser.
Podemos ver la nueva continuidad y la discontinuidad educativa actual y pasada como positivas, si permiten la metamorfosis educativa entendida como transformación y regeneración constante. No puede haber soluciones viejas para problemas nuevos. Por lo tanto, deberíamos aprovechar la reflexión y la experiencia vivida para hacer un cambio radical de la forma de enseñar y aprender en esta nueva continuidad y discontinuidad constante.
Y me viene a la cabeza la idea de Edgar Morin sobre la ceguera del conocimiento. Estaremos ciegos de conocimiento si no somos capaces de hacer una metamorfosis para abrirnos a nuevas ideas, a nuevos rumbos, ir mucho más allá de la anterior continuidad, investigar, reflexionar y buscar el cambio colectivamente. Si no somos capaces de perder el miedo a lo desconocido, a lo nuevo, a los cambios y dejar de creer ciegamente en las ideas o proposiciones ya impuestas y aceptadas por otros, no podremos desarrollar las propias en el campo educativo, en el terreno de la organización de nuevas ideas y propuestas.
Y esta metamorfosis debe analizar y transformar aspectos macro y micro. Dentro de lo macro encontramos tantas cosas que cambiar que no sé si serán necesarias varias legislaturas. Por ejemplo, alcanzar un acuerdo social y político sobre educación con el que alcanzar una gran modernización y, así, evitar hacer tantas reformas.
Sin recursos muchas cosas no se pueden hacer. Ha de aumentarse el PIB dedicado a educación que ha ido bajando los últimos años. También para alcanzar la siempre reivindicada mejora laboral y la carrera del profesorado. Se necesitan más recursos en los centros que les permitan asumir una mayor autonomía de gestión, organización y profesionalización para mejorar el aprendizaje del alumnado. Sin olvidar cómo reducir el fracaso, el abandono prematuro y la repetición, así como aumentar la escolarización obligatoria hasta los 18 años; erradicar la segregación y hacer una verdadera inclusión e invertir en la escuela pública como espacio de lucha contra las desigualdades sociales, revisando la doble red de escuelas.
A nivel micro se debe cambiar la estructura, la organización y la metodología de las escuelas, sin demasiados cambios después de siglos. Se debería huir de la estructura rígida, piramidal y gerencial del profesorado para crear estructuras más flexibles y que permitan una mayor implicación de todo el personal que interactúa en el aprendizaje de los niños (profesorado, personal de servicios, familia, comunidad, territorio, etc.). La revisión del currículo es otro de los asuntos destables: qué es lo que hay que enseñar y aprender en el siglo XXI y qué herramientas presenciales y virtuales son necesarias para ello. Tiene que haber un cambio de organización, de estructura, de currículo y del profesorado y su formación. Una metamorfosis total.
Esto que ha pasado y pasa nos obliga a una continuidad dentro de una discontinuidad muy diferente. Hay que luchar por una educación diferente desde los poderes públicos, la sociedad y el profesorado para desarrollar una sociedad mejor con valores democráticos y de responsabilidad colectiva. Freire nos dice que «la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que lo cambiarán». Y en esto debemos poner muchos esfuerzos y no caer en una continuidad (dicen nueva normalidad, pero no lo es) como la que teníamos.