Cuando un menor parecía que podía fracasar en el ámbito escolar, se le lanzaba la frase para intentar evitarlo. Los menores sabían -o intuían- que sus padres llevaban razón, incluso aunque no reaccionaran ante la llamada de atención. Pero hoy, si se dice tal cosa, no funciona. Los padres y madres actuales lo saben perfectamente. Ni ellos se lo creen ya. Y si lo dicen, los que ponen cara de “no te estás enterando de nada” son sus hijos e hijas.
Hemos generado un sistema educativo que exige un cada vez más ilimitado periplo escolar. No seré yo el que niegue la importancia de la educación infantil porque la defiendo, aunque sí cuestiono que se use como herramienta de conciliación laboral antes que como instrumento de compensación de las desigualdades. Pero sin entrar a debatir ahora sobre lo anterior, nadie negará que cada vez es más habitual que los menores empiecen a pasar muchas horas al día en centros educativos desde muy temprana edad. Y, en todo caso, salvo raras excepciones, llevan al menos tres años en ellos cuando inician la educación primaria. Por esta etapa se deben sumar como mínimo seis, más otros cuatro por la secundaria obligatoria y dos más por la postobligatoria. Si se opta por la universidad, añadiremos cuatro para realizar el Grado. Es decir, para conseguir una titulación universitaria actualmente se necesita, como mínimo, pasar diecinueve años en los centros educativos. Nuestros hijos e hijas, si no se ven nunca ante una repetición de curso, se gradúan habiendo cumplido, como mínimo, los 22años de edad.
En ese momento es donde empezaría a cumplirse el dicho, pero no es así porque, además, ya no es suficiente con tener una carrera universitaria -un Grado como se dice ahora- y deben seguir formándose. Si alguien quiere saltarse la “obligación” de realizar algún Máster, que se prepare para engrosar las listas del paro con mucha facilidad. Así que, uno o dos Máster añadidos al Grado les pone en la frontera del cuarto de siglo de vida y de superar las dos décadas en centros educativos.
¿Por qué nos hemos inventado el modelo de los Máster después de los Grados?
Cuando la afirmación que forma parte del título de este artículo se cumplía, las personas que conseguían terminar una carrera eran porcentualmente una minoría. Mayoritariamente pertenecían a las clases más que acomodadas, cuyos hijos e hijas tenían todo el tiempo del mundo y el dinero necesario para conseguirlo. A estos se unían algunos cuyas familias empleaban su pocos recursos en que alguno de sus hijos -pocas veces sus hijas- lo consiguieran. Y otros que, a base de merecer sobradamente becas para seguir estudiando, sacaban sus carreras mientras trabajaban para poder vivir y ayudar a sus familias. Pero todos los que no pertenecían a las familias económicamente desahogadas eran una minoría aún más exigua -dentro de la anterior- que en modo alguno ponía en peligro que los hijos e hijas de quienes tenían una buena posición personal pudieran perder ese estatus.
Sin embargo, a medida que el porcentaje de personas con titulación universitaria fue creciendo, aumentaron las posibilidades de que quienes nacen en una posición desahogada tuvieran que competir con quienes aprovechaban el denominado ascensor social. Competencia que, muy a menudo, empezaban a perder. Cuando alguien consigue algo con facilidad -tiempo libre y dinero suficiente lo favorece- no llega a la excelencia real igual que quien tiene que luchar contra todas las dificultades para lograrlo. Tener el mismo título no equivale a estar igual de preparado.
Así que, como solo con el Grado ya no se puede ganar siempre el puesto de trabajo por quienes creen que les pertenece por haber nacido en un ambiente privilegiado, se le da una vuelta de tuerca al sistema y listo. Y, sin que quiera hacer únicamente un análisis simple de la aparición de los Máster, añadir la necesidad laboral de cursar alguno, unido a que el coste de estos sea habitualmente alto, supone otra barrera económica en ocasiones insalvable. Y también una barrera temporal, porque no todas las familias pueden tener un hijo o una hija con un Grado y permitirse que aún no ejerzan, es decir, que no ingresen económicamente nada en la unidad familiar, por lo que un porcentaje alto de ellos no harán nunca un Máster.
Pero como se ponen en marcha becas para realizar Máster, le damos otra estocada al sistema
No sin dificultades y con el rechazo de sectores muy concretos, la política de becas alcanza a los Máster, por lo que poco a poco este nuevo requisito formativo va perdiendo su eficacia de criba social. Los sectores sociales privilegiados, con lazos muy directos obviamente con las grandes empresas de este país, ya están hace tiempo en otro escenario: promover acuerdos entre universidades privadas y estas empresas -con capacidad de contratación y niveles altos de retribución salarial- para que existan Máster privados, con altos costes y sin posibilidad de beca, o que éstas los cubran solo parcialmente, para que garanticen una criba social real.
Así las cosas, el círculo se cierra. Para trabajar en estas grandes empresas, salvo excepciones que siempre existirán para expedientes académicos más que brillantes, se tienen que realizar los Máster en las universidades privadas donde estas empresas los tienen ubicados. Si no los pueden pagar, lástima, la criba te deja fuera. Y cuando alguien se matricula en ellos, ya sabe que paga no solo el Máster sino también la posibilidad de acceder a un puesto de trabajo en esas empresas que, además, será en formato de becario durante un plazo de tiempo más o menos largo. Tiempo sin cobrar, o cobrando muy poco, que no se pueden permitir la mayoría de los jóvenes de este país. Con todo esto, los hijos e hijas de las familias con grandes posibilidades económicas acaban sin tener competencia real alguna. Pueden ser unos zotes, pero el sistema está preparado para que lleguen donde sus familias quieren que lleguen para que los privilegios sociales y económicos se mantengan contra viento y marea. La cultura del esfuerzo queda, como siempre, para quienes no integran esa parte de la sociedad, que son la inmensa mayoría.
Es más, ya hay empresas que ponen en marcha sus propios “Máster” privados, que no tienen validez académica para ser homologados, pero que promueven como vía para formar y seleccionar a sus futuros trabajadores. Se empieza pagando por ser formado por la empresa en la que se quiere trabajar, se continúa empezando a trabajar casi sin salario, y se espera que algún día la empresa dé el paso de contratar de verdad y pagar en condiciones. Algunos lo conseguirán, pero la mayoría marcharán y sus puestos serán cubiertos por nuevos y eternos aspirantes.
¿Qué futuro laboral le espera a la inmensa mayoría entonces?
Precario y difícil de transitar. Así de claro y de cruel. En este momento, los jóvenes ya saben que tienen un futuro mucho más complicado del que tuvieron sus padres y madres. El denominado ascensor social no solo se ha detenido sino que ha comenzado a descender de manera muy evidente.
En España, en la actualidad, la mayoría de los jóvenes no piensan que sea viable emanciparse antes de los 28 o 30 años. Saben que muy probablemente no tendrán antes de esa edad un trabajo estable y suficientemente remunerado que se lo permita. Y tienen claro que no cotizarán lo necesario para tener derecho a jubilarse antes de los 70 años. Han asumido que, para pagar la hipoteca -o el alquiler- de una casa con relativa holgura, deberán esperar y tener una pareja -si la desean- con un buen trabajo que lleve aparejado un sueldo no bajo, porque necesitarán los ingresos de ambos para poder vivir sin suspirar diariamente por no saber si llegarán a final de cada mes sin nervios ni estrecheces.
Están, estamos, en un círculo vicioso. Cada vez se incorporan los jóvenes más tarde al mundo laboral, y lo hacen con más precariedad, por lo que progresivamente necesitan cotizar hasta edades más tardías para que la jubilación no les penalice. Eso provoca que los puestos de trabajo estén ocupados por personas con cada vez mayor edad y que la juventud tenga menos posibilidades de acceder a ellos. Parecería más lógico que fuera al revés, de forma que, además, el tiempo de jubilación sea mayor y no se produzca solo cuando la edad no permita ya disfrutarla mucho.
No faltará quien diga que los puestos de trabajo no son un paquete cerrado y que no es cierto que solo se pueden ocupar los que vayan quedando libres. Llevarán razón, pero solo a medias. En una sociedad en la que la necesidad de fuerza laboral disminuye por, entre otras cosas, la tecnificación y automatización de muchos procesos productivos, que muchos queden libres es imprescindible para que otras personas los puedan ocupar.
Tampoco será imposible encontrar quienes digan que la solución no puede venir por la vía de sustituir a los que ya están, sino por generar un nuevo modelo productivo -que este país necesita- y que debemos ponernos a ello. Pero ese discurso se lleva lanzando varios lustros sin que se materialice realmente en mucho. Es más, los avances sociales más significativos vienen más de las manos de los jóvenes que de los adultos ya establecidos, algo que también tiene su lógica porque son los que más suelen buscar nuevas salidas, por pura necesidad. Así que, mientras tanto, no queda otra que pensar en lo que existe.
Y sí, seguro que alguien recordará aquel mantra de que la caja de la Seguridad Social no puede con el gasto de las pensiones y se debe trabajar más años. Lo rechazo. En mi opinión, es un problema de recaudación fiscal y de financiación suficiente para pensiones por parte de las arcas públicas, que tiene otras vías para ser solucionado. Pero ese es otro debate que guarda relación con el impulso a las pensiones privadas que a algunos interesa mantener y con la cultura -errónea a mi juicio- de que solo merece una jubilación quien la cotiza de forma directa.
Puede pensarse que es una visión pesimista o realista, pero la cuestión es ¿qué hacemos entonces?
Repensar el modelo educativo para dar respuesta a esta nueva realidad.
Antes se decía que los estudios abrían puertas, ahora debemos decir que es posible que no las abran pero que no tenerlos las mantiene completamente cerradas. Antes -todavía- la escuela se orientó a formar trabajadores, ahora -el futuro- se debe orientar a la formación para la satisfacción personal por saber y para ser conscientes del mundo en el que se vive, teniendo las herramientas personales para poder defenderse ante las distintas vicisitudes que se vivirán, cada vez más diversas y no siempre laborales. Por supuesto, también para poder trabajar, pero no solo para ello.
Así que tenemos que enfrentar un profundo y pausado debate social sobre el papel de la educación en una sociedad que cambia vertiginosamente, con un mercado laboral cada vez más limitado y volátil, una población que afortunadamente es cada vez en más longeva, y una juventud que debe poder emanciparse cuando lo desee y trabajar en lo que le ilusione y pueda brillar. ¿Nos ponemos a ello?