Toda esta situación pandémica es una bomba de apestosa podredumbre que nos ha estallado en las narices, poniendo al descubierto, sin tapujos, que nuestro sistema educativo no funciona, y ahora no tenemos escapatoria. Hay muchas formas de aprender; aprendemos por los sentidos. Antes nos veían y nos oían. Incluso nos olían. Hace poco, la novia de mi hijo recordaba cómo su profe de Matemáticas olía de lejos a mandarina, y a café, de cerca.
Hasta el segundo trimestre del curso pasado, nuestro alumnado hacía en clase. Departir relajadamente con un compañero era hacer. Quizá no el hacer que tocaba, pero era un hacer. Ahora, no. Durante la mitad del tiempo, solo nos oyen a través de un streaming (qué fue de la radio), pero no queremos que nos vean (compartimos pantalla: un power point; hasta para eso somos cutres, o no nos da la vida para más). A los profes nos da miedo exponer nuestra imagen (como si no nos hubieran grabado mil veces presencialmente en el aula). Sin embargo, nuestras criaturas exponen la suya constante, voluntaria y casi siempre, inconscientemente. Aunque no en la clase virtual: nadie enciende su cámara, porque eso implica tenerse delante, al natural, sin la posibilidad de seleccionar la foto tramposa y filtrada que acaba en Instagram. Implica reconocerse en uno mismo (¿a quién, siendo adolescente, le gustaba su imagen?) y además, exponerse a los otros.
En realidad, cualquier docente vocacional vive en los mundos de los unicornios rosa: queremos que las criaturas asistan voluntariamente a nuestras clases, ávidas de conocimiento; que se interesen por lo que tenemos que contarles. ¿Qué les ofrecemos? ¿Cómo los convencemos de que el conocimiento importa? Quizá haya quien se plantee que sí buscan y atienden en las clases grabadas de los superpedagogos, a pesar de que tampoco participan en ellas. No nos equivoquemos: asisten a esas superclases en YouTube para aprobar nuestros exámenes; no porque tengan ansia de saber. Nosotras, las docentes, debemos cargar con cierta responsabilidad en todo esto. Les hemos transmitido hasta la saciedad que deben estudiar para lograr un buen trabajo (¿qué es «un buen trabajo»?). El error es entender la escuela como lugar de perpetuación del sistema, en vez de lugar desde donde cambiar a mejor el sistema. O, incluso, donde inventar otro. Pretendemos que consuman nuestros contenidos, sin que ellos les garanticen nada laboralmente. Nada encaja, porque garantizar un futuro laboral no es, no debería ser el papel de la escuela. Nunca. En ningún caso.
Siempre les recuerdo el episodio de Los Simpson en el que el director Skinner castiga a Bart una vez más. «Ahora te quedarás aquí y te aburrirás», dice Skinner. Pero Bart confía: «Soy un niño; tengo mi imaginación». Pero Bart no es capaz de imaginar nada: solo recuerda imágenes de Rasca y Pica. «Maldita televisión», dice Bart. Las pantallas eliminan la imaginación; entregan la imagen final, sin ofrecer la oportunidad de que cada individuo la construya basándose en sus vivencias, su entorno y su individualidad.
Hasta ahora, las pantallas han sido nuestras enemigas. Hemos repudiado la cultura de la imagen, de la pantalla. Pero ha llegado la pandemia. Les pedimos que estén 3, 6 horas delante de una pantalla (seguimos en el empeño de imponer un horario encaminado a la necesidad de ir encauzándolos a un sistema productivo. Tiempos modernos. JA…). Pretendemos que estén 3, 6 horas, sin hacer nada. Solo escuchando absortos lo que nuestra sapiencia quiere transmitirles. Sin hacer nada. Ahora que ya van aceptando esta cosa llamada «nueva normalidad», quienes están en casa, delante de su pantalla, acceden al «nuevo aburrimiento». Les aburrían las clases presenciales y les aburren soberanamente las virtuales. El poco rato que atienden, los imagino con la cabeza apoyada en la mano, somnolientos, resoplando; levantándose a hacerse un Cola Cao (he oído la cucharilla al removerlo en la taza). Debe de ser insoportable. Son sujetos más pasivos que nunca. Fallan los contenidos, que no somos capaces de hacer atractivos. Falla la metodología (otra sacrosanta palabra del argot docente), porque no sabemos cómo dar clase a una pantalla en la que aparecen círculos con dos letras en su interior. Falla, estrepitosamente, el sistema. También el educativo, que pretende sustentarlo y retroalimentarlo. Y no sé si reinventarnos para alargar la agonía es la mejor solución.
Mercedes López. Profesora de Lengua y Literatura en secundaria.