¡Quién canta su mal espanta!, asegura el dicho popular presente ya en El Quijote (I, 22). La mayor parte de las letras de las canciones de la escuela son bellas semblanzas para corazones tiernos, o retahílas de números y citas. Aún así han servido más de una vez para aislarnos del presente, han ayudado a socializarnos o a aprender sin pensar en ello. Pero educar es educarse, de ahí que lo interpretado a veces no coincide ni en la letra ni en la música con lo aprendido o construido. Por eso, la educación nunca deja de ser un arte, en el que cada individuo tiene su protagonismo, vino a decir Kant hace unos 250 años. Las subjetivas afirmaciones que siguen componen algo así como una copla en estilo enfadoso o inoportuno, que mezcla deseos con realidades, excusas con evasivas, palabras y comentarios con algo de advertencia. Eso sí, al final entre todos los argumentos entonan una ilusión: que la educación sea la argamasa de cada uno de los peldaños que lleven hasta la sostenibilidad, de la que tanto hablamos en esta Ecoescuela abierta.
La primera estrofa de nuestra inventada canción sostiene que la educación perdió el atributo de ser un fin social de primer orden. La duda sobre su trascendencia viene de lejos. Ya se lamentaba don Benito Pérez Galdós, se cumplen 100 años de su muerte en 2020, de que la falta de educación es para el pobre una desgracia mayor que la pobreza. Parece que con el tiempo la sociedad, al menos la occidental, mudó desde la necesidad hacia la atonía porque el derecho humano estaba casi totalmente conseguido: la escolarización universal era un hecho. La realidad es que perdió rango en cualquier escala de valoración, en el acontecer de los gobiernos y parlamentos, que si la nombraban era sin entusiasmo. El olvido llevó al acomodo, que se amplificó en la descuidada inercia, en la desgana de que lo que existe es lo mejor que puede acontecer. Menos mal que de vez en cuando surgen alertas, como aquella que en 1996 nos lanzaba el Informe Delors que recordaba que “La Educación encierra un tesoro”.
La segunda sostiene que tampoco la sociedad anduvo muy despierta, satisfecha con la escolarización universal. Desde nuestra escuela miramos hacia los países ricos –los informes de la OCDE tienen algo de culpa en esto-, poco o nada sabemos de los menos pudientes, como no sea si nos asomamos a los informes GEM. Lo que en tiempos pudo ser coyuntural, tal o cual dificultad y llegar a ser una demanda social, no se resolvió adecuadamente, porque la estructura educativa es pétrea, heredera de la tradición en la mayoría de los países. En España los deseos de cambio no logran convertirse en realidades; los recursos para remover algo o cambiar todo escasean. La sociedad se acomodó a la espera, o desistió de explorar otras finalidades.
La tercera mira dentro y fuera de España. Quiere resaltar que la COVID-19 nos ha mostrado la vulnerabilidad de la educación en todo el mundo. No estábamos preparados para tal eventualidad, impensable con semejante magnitud. En este asunto, cabe recoger las palabras de Alice Albright, la presidenta de Alianza Global por la Educación (GPE, por sus siglas en inglés) de que nos encontramos ante un problema existencial y no podemos vacilar más. Los males no son de ahora, la pandemia simplemente nos lo hizo ver. Las administraciones han tardado en reaccionar ante tamaño desafío, el profesorado ha debido sortear enormes dificultades, el alumnado ha sabido retomar caminos diferentes, las familias han hecho lo que han podido. Después de tantos esfuerzos hay muchas escuelas abiertas. Buen momento para plantearse si la educación que se promueve es la conveniente. Eso en los países ricos, donde la educación es aprender sobre todo, pero qué pasa en los de bajos ingresos en donde educación supone casi siempre una lanzadera social pues, además de otros beneficios, reduce el matrimonio infantil, la pobreza y el trabajo de menores. Hay varias ONG que hablan sobre esta disfunción educativa entre norte y sur: Save the Children, Unicef, Oxfam Intermón, etc. Si algo tuviera de positivo esta debacle mundial pandémica sería que nos quedase la enseñanza de la vulnerabilidad educativa, tal que sirviese para anticiparse a otros episodios críticos. Copiamos y deseamos que después de la experiencia del desastre pandémico se hagan realidad aquellas palabras de Emilio Lledó, de tal modo que todos los implicados “intentemos reflexionar con una nueva luz, como si estuviéramos saliendo de la caverna de la que hablaba el mito de Platón”.
La cuarta dice que la educación “contrapandémica” se ha refugiado estos meses en estrategias tecnoeducativas, pero estas, paradoja, a la vez que han ayudado a parte del alumnado no han hecho sino ahondar las vulnerabilidades de otra parte -en alguna CC.AA. de las ricas de España la caída de los que siempre pierden se acerca al 20%-.
La quinta aboga por abrir la escuela al medio natural, hacerla más ecológica. Forma parte de una sociedad que debe construir ecología, práctica e ideológica. Los individuos han de redescubrir que son algo de un todo que cambia, del que se puede aprender cada día pues nos da constantemente lecciones de vida a la vez que interrogantes de futuro.
Vistas así las cosas, la educación necesita animarse; quizás lo haga cantándose una copla, o la canción que quiera. Seguramente más alegre que la aquí expuesta. Le vendría bien hacerlo desde la afectiva advertencia, y enviarla con letra y música desde su ecoescuela abierta a todo el mundo.
Así podrá orillar, que según la RAE significa también concluir, arreglar, ordenar, desenredar un asunto, etc., algún que otro problema o al menos desvelar su incógnita existencial. Ojalá la tonadilla la despierte de sus letargos y llegue a 2030, el año de las esperanzas mundiales por eso de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) recuperada de sus retardos. Para componerla se podrían rescatar algunos de los sentimientos, amores por la educación, expresados por el poeta Gabriel Celaya:
Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca…
Hay que medir, pensar, equilibrar…
y poner todo en marcha.
Pero para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
Pero es consolador soñar,
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño,
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.
Soñar que, cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá
nuestra bandera enarbolada.
El epílogo de este artículo va para Quino (Joaquín Salvador Lavado), que aunque se fue en lo próximo este año, siempre estará presente en muchos lugares del mundo, con sus canciones dibujadas. En sus tiras nos dejó emoción y sentimiento por la educación, pesares por su desarrollo e ilusiones por lo que Mafalda, Miguelito y demás sintieron en su escuela. Hasta el “aparentemente simple” de Manolito expresa retazos de filosofía educativa. Quienes nos hemos dedicado a enseñar le debemos mucho a esos momentos en que Miguelito y Mafalda reflexionaban sobre el sentido de la educación, o cuando esta miraba hacia la esfera terrestre y le hacía preguntas incómodas, que debemos seguir formulando desde nuestra Ecoescuela abierta. Gracias Quino por hacernos visibles las dificultades orilladas por la inercia satisfactoria o el desamor educativo y así invitarnos a combatirlas (arreglarlas, ordenarlas y desenredarlas, o al menos desvelar incógnitas existenciales). Te dedicaremos nuestras melodías desde la barca de Gabriel Celaya.
Carmelo Marcén Albero. Profesor y autor de Ecoescuela abierta