Al pensar en esta columna, considerando las discusiones surgidas en torno al currículo de la nueva ley de educación (la Lomloe), me vinieron a la mente unos cuantos títulos. El primero, el ya utilizado en un libro que publicamos en 2012 (Sancho y Alonso -coord.- Octaedro), La fugacidad de las políticas, la inercia de las prácticas. Enunciado que surgió de un proyecto de I+D+I, sobre “Políticas y prácticas en torno a las TIC en la enseñanza obligatoria: Implicaciones para la innovación y la mejora”. En esta investigación pusimos en diálogo el macro, el meso y el micro del sistema educativo. Los tres grandes componentes de toda organización social. Analizamos los distintos documentos que habían ido regulando las políticas educativas en torno al uso de las TIC en Cataluña, durante casi treinta años; dialogamos con los responsables de propiciar su puesta en práctica y estudiamos en profundidad, mediante seis estudios de caso, los cambios/no cambios, mejoras/no mejoras en la escuela. Del conjunto de evidencias recogidas, analizadas y discutidas, sobre todo con el profesorado, surgió una visión clara: los responsables de esas políticas y sus regulaciones pasan, la mayoría de las prácticas docentes de la escuela permanecen a lo largo de los años.
El segundo título que consideré fue: ¿Qué hay de lo mío? Hace ¡40 años!, en el máster que estudié el London Institut of Education, de la Universidad de Londres, sobre “Educación en Áreas Urbanas: una visión comparada”, -que cada vez considero más pionero y premonitorio-, aprendí que el currículo era “un campo de batalla cargado de intereses”.
Habiendo sido alumna y comenzado mi andadura como docente en el sistema educativo franquista, enseguida lo entendí. Aquí no había ni “contendientes” lo que “era, era”. La democracia, al menos, nos permite “contender”. En este “campo de batalla” también juegan los especialistas de distintos campos y, sobre todo, visiones del saber. Todos ellos y ellas, defienden su “asignatura” por corporativismo o convencimiento de que es “fundamental” para el presente y el futuro de la humanidad; que la educación escolar (de parvulario a Universidad) es incompleta, casi “fallida” si no se considera su área de conocimiento. Podría estar de acuerdo con todos ellos. Ojalá fuéramos capaces de saber de todo, de entender el mundo en su complejidad y de comunicarnos y aprender a vivir en la diversidad con sabiduría. El problema, para mí, está en cuando las “disciplinas” parecen no entender que7 todo está conectado (intra-conectado, como argumenta la física cuántica Karen Barad), que compartimentalizar, dividir y descontextualizar, frena nuestra capacidad de aprender y entender. Además, ¿cómo compaginar la limitación del currículo con el desbordante volumen de conocimientos? Quizás, poniéndonos a pensar en lo que nos conecta y no en lo que nos separa.
Pero, finalmente, adapté para título de esta columna, la célebre frase de James Carville, asesor de Bill Clinton, en la campaña electoral que en 1992 lo llevó del gobierno de Arkansas al Despacho Oval de la Casa Blanca: “¡Es la economía, estúpido!». Frase que descolocó a su contrincante, George Bush, padre, que seguía fijado en los éxitos de la política exterior estadounidense como el fin de la Guerra Fría o la Guerra del Golfo Pérsico. Esto le hacía olvidarse de los problemas cotidianos y de las necesidades más perentorias de los ciudadanos.
Para mí ese es el tema: “Es la práctica”. Porque es en el microsistema, en el lugar que implica directamente a alumnado y profesorado, donde el currículo cobra sentido. ¡Es en la práctica! En la que los docentes se encuentran con sus estudiantes y lo hacen en condiciones materiales, sociales, tecnológicas y culturales muy diversas que las leyes sucesivas nunca han transformado a fondo pensando en el bien común, no solo en el de unos pocos. Porque, en definitiva, como argumentó Bob Walker hace muchos años “el currículo es lo que sucede entre el docente y cada uno de sus estudiantes”. ¡Es la práctica, e…! De este modo, si no vamos cuestionando y transformando nuestras visiones sobre el conocimiento, los procesos de aprendizaje, la formación inicial y permanente del profesorado, las distintas dimensiones de ese gran dispositivo que son las instituciones educativas… Si no vamos fomentando las condiciones que posibilitarían al alumnado acceder a la educación formal en la mejor de las condiciones posibles… Las leyes, las disposiciones plasmadas en cientos de páginas analógicas o virtuales, seguirán siendo fugaces. (De hecho, una vez más -¡cuántas veces lo he oído en mi vida, qué cansino!-, en estos momentos la oposición ya está anunciando que cambiará la ley nada más gane gobierno. ¡Qué sorpresa!). Cuando lo que importa es lo que viven cada día miles de docentes y millones de estudiantes en el encuentro educativo.
Revisemos nuestros marcos mentales, dialoguemos para aprender -no para “vencer al otro”-, plateémonos cada día a qué tipo de mundo queremos contribuir, conectemos las distintas disciplinas para alcanzar comprensiones más complejas. Rompamos la inercia de la práctica y descubriremos nuevos horizontes. En los diálogos organizados por el Ministerio de Educación sobre la visión de currículo de la nueva ley, las intervenciones que más me interpelaron, las más encarnada y, para mí, educativamente sugerentes, fueron las de los directores de dos centros. Sí, pensémoslo: ¡Es la práctica, estúpio!