La directora del colegio camina deprisa y preocupada hacia el Ayuntamiento a la búsqueda urgente del alcalde o del concejal de Sanidad. Tropieza primero con el concejal y le cuenta el motivo de su visita. Un niño llegó al colegio esta mañana con unas heridas en la mejilla y al preguntarle la maestra el niño cuenta que hay ratas en su casa que le muerden. El profesorado de la escuela ya tenía noticia de las condiciones de pobreza en que vive la familia del niño y sugieren buscar ayuda en el Ayuntamiento. El concejal escucha con atención a la directora y con rostro compungido le responde que le da mucha pena, pero “este es un problema personal” y ni él ni el resto del Ayuntamiento ni los presupuestos municipales están para resolver los asuntos personales de cada casa. Sé muy bien, porque la conozco, el cabreo con el que la directora responde al concejal sobre su confusión de lo personal y lo social. Les contaré que al final el asunto se resuelve y acuden, con diligencia, unos empleados municipales para proceder a la desratización de la casa familiar porque la directora del colegio le dice al concejal que se marcha a contar sus respuestas al periódico local.
Traigo aquí la anécdota porque me parece que tras el relato de una situación que es más común de lo que pensamos hay unas cuantas consideraciones que invitan a la reflexión.
En primer lugar, una reflexión sobre la pobreza y sus silencios (y silenciamientos). ¿Hay que esperar a situaciones tan terribles como que a un niño le pueda morder una rata para hacer visible la realidad de la pobreza, que según el Informe AROPE pone en riesgo aproximadamente el 25% de la población española? La pobreza y la desigualdad social existen y lo sorprendente es la escasa consideración que sobre esta realidad se tiene al discutir las políticas públicas de educación y las reformas educativas, o su silenciamiento en los relatos sobre la escuela. En la televisión parece que todas las escuelas son iguales y los noticiarios sacan a niños y niñas entrando por la puerta de la escuela sin percibir la enorme desigualdad que puede separar a unos de otros. ¿Cómo que no? se me contestará. ¿Acaso no has visto proliferar entre académicos y gestores políticos el discurso sobre la “educación inclusiva”? Sí, sí. Pero yo hablo de nombrar la pobreza con todas sus letras, de reconocer en toda su profundidad analítica sus vínculos con la desigualdad social, y la situación de exclusión. Y, por tanto, de denunciar la enorme distancia o alejamiento entre las vivencias socialmente construidas en los marcos curriculares de la escolarización y las vivencias concretas, reales, cotidianas de las niñas y los niños pobres.
Abro el libro de texto por la lección 7 y me aparece el dibujo de la plaza en la que se muestra una enorme actividad vital y laboral: el tendero vende fruta, un taxi cruza la plaza con un cliente, una mujer sale de la puerta del banco, el oficinista camina por la acera con la cartera en la mano, unos albañiles reparan un desperfecto, un coche de bomberos aparece por la esquina, vecinos esperan en la parada del autobús, etc. Todo el mundo es feliz, ¡todo el mundo trabaja! Mi papá no, dirá el chaval que convive con las ratas, pero da igual porque el texto está cerrado dando la espalda a la realidad del chaval.
Reconocer la existencia de la pobreza significa varias cosas. La primera, aprender a mirarla, aprender a identificar las carencias, los cuerpos precarizados. De no tener educada esa mirada puede que acabemos atribuyendo a alguna carencia personal, intelectual, valorativa, actitudinal, lo que no es más que el resultado de un proceso histórico acumulado de injusticia social. De no tener educada esa mirada puede que la escuela se ocupe del asunto desde criterios moralizantes y civilizatorios, desde una consideración de superioridad frente a seres humanos que han sido social y culturalmente inferiorizados. En la recientemente aprobada Lomloe, tal como el texto se publica en el Boletín Oficial del Estado la palabra pobreza aparece solo una vez, en la disposición adicional tercera, para decirnos que a medida que se implante la gratuidad en la educación infantil se priorizará en la matrícula el acceso del alumnado en situación de riesgo de pobreza. ¡Extraordinaria generosidad legislativa!
Reconocer la existencia de la pobreza significa también preguntarnos qué hacemos y qué podemos hacer. Es sorprendente que en un país donde los informes nos dicen que existe un preocupante porcentaje de pobreza infantil no exista en la formación inicial del profesorado nada que permita un tratamiento pedagógico adecuado de esa realidad. ¿Dónde están los estudios del currículum y de la cultura que permitan un análisis crítico de modo que representamos a los otros -los nadie, dice Galeano-? En el campo del curriculum se avanza en las políticas de la diferencia y la diversidad, pero no existe el mismo avance en la comprensión del modo en que diferencias de género, de clase, etnia o territorio se tornan en claras e injustas desigualdades causantes de la pobreza.
La anécdota del inicio muestra también la función de compromiso social del profesorado. Creer que una o uno está en el aula para enseñar matemáticas ignorando las condiciones contextuales en que se inscribe esa docencia es, literalmente, una creencia inmoral. Recuerdo un contundente y bien elaborado texto de Alan R. Tom (Teaching as a Moral Craft) que constituyó en los años 80 todo un referente para quienes pensábamos que la mirada de un niño dentro del aula nos interpela moralmente y no se puede concebir nuestro trabajo como una actividad puramente técnica; porque somos actores en el interior de una estructura social desigual y nuestra intencionalidad o práctica educativa se justifica siempre en relación con unos fines deseables que nos comprometen moralmente. Por eso la directora del colegio no quedó impasible ante la noticia y activó el gesto ético de la denuncia y la búsqueda de una solución política solidaria.
Finalmente, la respuesta del político (concejal de Sanidad) también da para pensar sobre los saberes y los valores con que se asume la gestión pública. La noticia que le transmite la directora del colegio era un hecho objetivo, una objetiva manifestación de una carencia. La miope mirada individualista responsabiliza de la carencia o pobreza a los propios pobres y se “lava las manos”. Probablemente, si este concejal comprendiera que la pobreza es una consecuencia de la desigual distribución de la riqueza social, se sentiría involucrado y dejaría de pensar en “un problema personal” para conducirlo hacia un problema que nos interpela a todos, pero especialmente a quienes se han comprometido en los asuntos públicos.