Cuando empecé a trabajar como maestro de escuela no existían todavía las Asociaciones de Madres y Padres (AMPA). Sin embargo, en algunas escuelas y algunas poblaciones se iniciaron en esa época de transición de la dictadura a la democracia experiencias de participación muy potentes. En mi caso, recuerdo las reuniones nocturnas aprovechando algún espacio de la escuela en las que nos juntábamos maestros y maestras de diferentes escuelas de la comarca, padres y madres, algún representante municipal, alguna persona con responsabilidad o trabajo cultural y cualquier otro que quisiera acudir. Pero no nos reconocíamos desde la condición con que yo he nombrado, es decir, no estábamos allí como maestros, o padres, o concejales de un ayuntamiento o músicos de la banda. En aquella asamblea improvisada solo había ciudadanos y ciudadanas con la intención y el deseo de discutir, de hablar, de compartir reflexiones sobre el tipo de escuela pública que queríamos construir en la incipiente democracia. Con el bocadillo bajo el brazo bajaban desde la sierra personas que regresarían a sus domicilios por carreteras infames a altas horas de la madrugada. Pero a las despedidas, tras compartir documentos, ideas y propuestas de trabajo, les acompañaba siempre la sonrisa de quien se sabe protagonista, sujeto de un proceso de cambio.
Hace unos años dirigí una tesis doctoral sobre El MST (Movimiento de Trabajadores rurales Sin Tierra) y sus pedagogías. La investigadora, Arminda Álamo, en su estancia en los asentamientos constató que las escuelas se levantaban en el mismo proceso de lucha por la conquista de la tierra y en ese proceso itinerante los curricula se sostenían sobre las culturas de la tierra profundizando en las experiencias de los Sem Terrinhas y de la comunidad.
Se concebía aquí el conocimiento no como un estándar general sino como la práctica de un saber que permite intervenir sobre el mundo concreto, sobre el mundo real. Y subrayaba esta investigación que las prácticas pedagógicas del MST promovían una educación del acontecimiento, en un contexto nacional en el que los programas de Educación de Campo que emanaban de las distintas instituciones brasileñas no respondían a la educación en y desde la tierra. Al parecer cuando en el asentamiento se instituía la “escuela pública” resultante, con sus profesores contratados, su curricula prescrito por el Estado, sus libros de texto, etc., se perdía toda la fuerza real y el sentido original del proyecto educativo nacido de la lucha y las ocupaciones de tierra.
Traigo estas dos situaciones a la memoria porque en ambas se produce un acontecimiento que golpea, provoca, invita a andar. Situaciones desconocidas, imprevistas, que invitan a hacer, a estar, a hablar, a producir. Pero cuando el tsunami de lo imprevisto desaparece para institucionalizar y asentar lo previsto, estas situaciones suelen quedar sepultadas, enmascaras, silenciadas, transformadas en otra cosa diferente a la originalmente deseada.
Quienes en aquellas asambleas comarcales íbamos definiendo el proyecto de escuela pública y popular para la democracia no imaginábamos un final formalizado sobre esquemas pre-democráticos: estamentos y corporaciones. Ellos y nosotros. “Es que los padres …”, dicen los maestros; “Es que los maestros…”, dicen los padres; “Es que lo niños…”. dicen los maestros; “Es que los maestros…”, dicen… En la escuela en la que yo trabajaba encontraba más solidaridad, cercanía y complicidad en algunos padres y madres que en algunos maestros y algunas maestras. Sin embargo, en el marco jurídico y normativo inventamos consejos escolares donde nos representamos corporativamente. A aquellas reuniones nocturnas acudíamos voluntariamente, con deseo. A estas convocatorias formales se acude sin ganas, cuando acudimos. Una cosa es que la democracia “funcione” y otra distinta es que la vivamos. Esto decíamos en un proyecto de investigación que publicamos bajo el título “Vivir la democracia en la escuela”.
El acontecimiento es una situación significativa que produce un cambio, una ruptura, un modo alternativo de construcción del saber. En el acontecimiento hay sujetos -sujetados, pero sujetos-. Sujetos que piensan, que dan que pensar, sujetos comprometidos que se arriesgan en una actuación arriesgada. ¿Qué es un aula llena de vida sino una situación arriesgada que no se deja distraer por las programaciones cerradas, prefijadas, sabidas con mucha antelación? En el acontecimiento se lee y se interpreta desde la misma situación vivida, no desde el dictado o la prescripción. Todavía celebro con inmensa alegría el encuentro con aquellos compañeros y compañeras del bocadillo, la nocturnidad y el debate. Pero no es una celebración desde la nostalgia. Es el reconocimiento colectivo de que aquello valió la pena vivirlo. El acontecimiento se inscribe en nuestros cuerpos como un testimonio de nuestra condición de sujetos.
Quizá ahora, en tiempos de pandemia, con situaciones imprevistas y nunca imaginadas, quizá ahora dejemos de repetir lo de siempre, se produzca la ruptura, salte el acontecimiento y podamos volver a pensar la educación por nosotros mismos.