El currículo escolar es importante porque constituye el documento público (e idealmente consensuado) que recoge el acuerdo social sobre lo que debe transmitirse a las nuevas generaciones. El currículo expresa simultáneamente un legado del pasado y nuestras aspiraciones para el futuro. Es mucho más que una lista de contenidos. En él no sólo tienen cabida los conocimientos que podríamos denominar “clásicos”, sino también los saberes emergentes y las grandes problemáticas actuales, las habilidades y las destrezas que nos permiten poner en uso esos saberes, los valores y las actitudes. Al establecer el currículo también estamos condicionando la organización escolar, los horarios, las agrupaciones, las prácticas pedagógicas. Es decir, no es solo una determinada manera de entender el pasado, sino que es, sobre todo, el marco que nos damos colectivamente para ponernos, a cada uno de nosotros y a todos juntos, en relación con el mundo. Es nuestro pasaporte para entendernos mejor. También para comprender mejor el mundo y poder actuar sobre él.
Cambiar el currículo actual es importante. También urgente. Pero es más importante que urgente. Y es preferible hacerlo bien que hacerlo rápido. El coste de volver a hacerlo mal es demasiado alto. La reforma del currículo es además especialmente compleja. No nos basta con “saber hacerlo”. Ni con limitarnos a seguir las evidencias de «lo que funciona» en otros países. Está lejos de ser un asunto meramente técnico. De hecho, uno de los mayores problemas del actual currículo es que responde a una supuesta “cientificidad” y una racionalidad técnica que lo aleja de las escuelas, los docentes y los estudiantes, de sus preocupaciones, necesidades y contextos. Un diseño curricular “hecho a prueba de docentes” (teacher-proof curricula), gerencial y prescriptivo, con el que se pretende limitar la intervención de los docentes sobre el currículo, estableciendo conexiones firmes entre objetivos, contenidos y evaluación (por ejemplo, mediante los estándares de aprendizaje de la Lomce, afortunadamente ya eliminados). Un diseño curricular que contrariamente a la retórica oficial que aboga por la autonomía de escuelas y docentes a la hora de concretar el currículo y adaptarlo a sus contextos y estudiantes, mantiene la idea de un texto oficial cerrado diseñado por las autoridades (Ministerio y consejerías) para ser «recibido» pasivamente en las escuelas e implementado fielmente por los docentes, mediante una autonomía otorgada a docentes y escuelas que es más retórica que sustantiva. Un diseño curricular que ha desplazado progresivamente el control desde el antes al después (evaluación ex-post) centrada en la rendición de cuentas, la medición del desempeño, el incremento de las inspecciones y las evaluaciones externas. Una aproximación, en definitiva, que ha provocado una inflación constante de la burocracia escolar y una desprofesionalización de los docentes que han visto reducida su labor a la de aplicadores y verificadores de unas normas y unos estándares que en muchos casos no comparten.
Urge dar de nuevo espacio (real y no retórico) a docentes y escuelas a la hora de interpretar e implementar el currículo
La primera razón para cambiar el currículo actual no es, por tanto, porque sea demasiado extenso, o enciclopédico, o esté desconectado de la realidad, sino porque no se entiende (no lo entienden ni los estudiantes y ni sus familias, ni el profesorado y ni los centros educativos) lo que provoca desvinculación y desafección de unos y otros.
En los últimos 30 años, reforma tras reforma, hemos convertido el currículo en la suma incoherente de pretensiones dispares que lo han convertido en un objeto técnicamente complejo, fuertemente prescriptivo y falto de sentido y dirección. Lo que urge entonces es darle sentido, no añadir una nueva capa de complejidad a la enseñanza. Entre otras cosas porque la enseñanza ya es por sí misma una tarea suficientemente compleja, laboriosa, paciente y difícil. Si nos ponemos a cambiar el currículo (y creo que es necesario hacerlo), lo prioritario es que lo que hagamos sirva para darle sentido y esclarecer lo que queremos lograr con la educación y con ese currículo. Urge también dar de nuevo espacio (real y no retórico) a docentes y escuelas a la hora de interpretar e implementar el currículo.
Dar sentido al currículo pasa por hacerlo más sencillo en su estructura. No necesariamente por recortarlo, ni hacerlo más exiguo, ni menos desafiante, sino por dotarlo de una estructura más sencilla que nos permita entender con claridad qué se espera de docentes y estudiantes, y que sirva, de paso, para reducir la carga burocrática a la que están sometidos el profesorado y las escuelas. Al currículo le pedimos claridad y propósito. Pero sabemos bien que lo más difícil es hacer que lo complejo parezca sencillo. Reformar el currículo requiere de mucha inteligencia. La que surge de la escucha, el diálogo y la calma. Cambiar el currículo requiere seguramente que nos demos tiempo. Mucho más del que los tiempos políticos pueden ofrecernos. No hagamos más fast policy con la educación. Saquemos al currículo de la dictadura de lo urgente, pero no dejemos de trabajar para hacer una reforma del currículo.
El currículo es históricamente un campo caracterizado por tensiones y contradicciones. En él se encuentra una doble aspiración, la de transmitir y conservar unos valores y una cultura que consideramos valiosa, y la de cuestionar y transformar esa misma sociedad. Expresa la tensión entre una escuela que debe responder a la sociedad y una escuela, que para serlo, debe distanciarse de la sociedad. Entender el mundo no significa adaptarse a él, sino tomar distancia para poder discutir lo que hay que cambiar.
El currículo escolar siempre es simultáneamente fin (nos permite acceder a los saberes que valoramos como sociedad), y medio (es el mejor camino que tenemos como sociedad para que todos tengamos la oportunidad de entender el mundo en el que vivimos). El currículo, como la educación, supone siempre una elección y una toma de posición. Es una posibilidad entre otras muchas que se expresa a través de los contenidos que incluye y los que excluye. Al seleccionar perpetuamos miradas y corremos el riesgo de reproducir desigualdades sociales, económicas y de capital cultural. Pero al mismo tiempo, representa el conjunto de oportunidades educativas que la escuela ofrece a los alumnos, y es el mejor camino para fomentar la democracia y la participación. No se puede enseñar todo lo que nos gustaría o pensamos que es fundamental. Trabajar el currículo en la escuela requiere tiempo. El tiempo del que disponemos (cada curso y durante la escolaridad) también nos empuja a repensar el currículo. De hecho, antes de sugerir un incremento del currículo en forma de nuevas asignaturas pensemos en el tiempo disponible. Si, como veremos, no es tanto un problema de “contenidos”, como de qué queremos y esperamos que se haga con esos “contenidos”, entonces las propuestas pedagógicas que hagan los docentes a sus alumnos se convierten en claves y la variable tiempo adquiere una vez más todo su protagonismo.
Uno de los grandes desafíos del diseño curricular es que garantice unos aprendizajes comunes y, simultáneamente, responda a las necesidades de un alumnado
El currículo debe ser también un texto puesto en contexto. Otro de los grandes desafíos del diseño curricular es que garantice unos aprendizajes comunes y, simultáneamente, responda a las necesidades de un alumnado y unos contextos cada vez más heterogéneos. Necesitamos un currículo común que garantice igualdad en el acceso y la construcción de saberes esenciales compartidos. Pero también un currículo para las diferencias. Lo que nos lleva, una vez más, hacia la necesidad de que sean los docentes y las escuelas los que “cierren” el currículo.
Para abordar el necesario debate sobre el currículo, necesitamos ir más allá de las dicotomías simplificadoras y polarizadoras. El currículo no debe ser ni conservador, ni progresista. Ni memorístico y pasivo, ni vacío y activo. Ni centrado en contenidos, ni orientado a competencias. Ni disciplinar, ni globalizado. Ni teórico, ni práctico. Ni rígido, ni infinitamente maleable. El currículo debe ser lo uno y lo otro. De ahí su complejidad, pero también su riqueza. Tienen razón los que piden diluir las fronteras entre la escuela y la sociedad, pero también quienes sostienen que para que la escuela funcione como escuela debe establecer una especie de frontera con esa misma sociedad. Tienen razón quienes reclaman unos saberes más vinculados con las vidas de los estudiantes, pero también quienes consideran que la escuela necesita abrir y mostrar a los estudiantes otras opciones de vida. Tienen razón los que piden que la escuela no se quede solo en la acumulación inerte de conocimientos y se oriente también a dotarnos de habilidades para la vida, pero también quienes ven en muchas de estas habilidades una intolerable intromisión del lenguaje y los intereses corporativos y las necesidades del mercado en el ámbito educativo. Tienen razón quienes reclaman un currículo centrado en competencias que permita a los estudiantes hacer uso de los saberes aprendidos y alcanzar una comprensión más global de los fenómenos del mundo, pero también quienes defienden que la única manera de dotarnos de la capacidad de comprender el mundo es manteniendo un currículo centrado en materias y disciplinas. Tienen razón quienes afirman que debemos responder a los intereses de los alumnos, pero también los que sostienen que no podemos abandonar la pretensión de interesarles.
La solución a muchos de los desafíos educativos actuales no pasa tanto por reformar una y otra vez los currículos, o por quitar o añadir contenidos, como por dotarnos de más y mejores pedagogías
La escuela (y el currículo) que necesitamos, sostiene Gert Biesta, es aquella que es capaz de estar al servicio de la sociedad y, al mismo tiempo, de ofrecer resistencia y ser obstinada, precisamente porque comprende que no todo lo que la sociedad desea de ella es deseable, para la escuela, y en última instancia también para la sociedad misma.
El debate sobre el currículo es importante, pero tampoco nos vendría mal quitarle algo de importancia y rebajar la tensión. Solemos pensar en el currículo como el documento público que determina lo que se debe aprender en las escuelas, pero ¿es así verdaderamente? ¿Es el currículo oficial lo único que determina lo que se aprende en la escuela? ¿Cuál es la relación entre el currículum prescrito y el currículum real, el formal y el informal, el ofrecido y el asimilado? La solución a muchos de los desafíos educativos actuales no pasa tanto por reformar una y otra vez los currículos, o por quitar o añadir contenidos, como por dotarnos de más y mejores pedagogías. Porque en última instancia, no sólo son importantes los saberes sino también o, sobre todo, lo que somos capaces de hacer con ellos. Y eso tiene que ver con las propuestas didácticas que ofrecemos a nuestros estudiantes.
En ese sentido, la buena enseñanza siempre ha sido competencial. La buena enseñanza siempre ha logrado que los alumnos no sólo comprendan los saberes que les transmitimos, sino que también sean capaces de recuperar esos conocimientos cuando hace falta, combinarlos, y ponerlos en acción. La buena enseñanza siempre ha fomentado la adquisición de aprendizajes profundos y duraderos. La buena enseñanza se ha centrado en los conocimientos porque no hay manera de ser competente, si no se tiene una base de conocimientos accesible y organizados y estrategias para abordar los problemas. La buena enseñanza siempre ha fomentado la adquisición de saberes declarativos (teorías, conceptos, ideas, datos, hechos) y de saberes procedimentales (habilidades, destrezas, procesos). Y la buena enseñanza siempre nos ha ayudado a discernir, individual y colectivamente, la orientación de nuestros actos. Pero no podemos conformarnos con que la buena enseñanza llegue sólo a unos pocos, dejando fuera a muchos. Cómo garantizamos que esa buena enseñanza llegue a todos es otro de los grandes desafíos que tenemos.
La buena enseñanza demanda tiempo. Una vez más el tiempo que tanto escasea en la escuela. En este sentido, como el tiempo, desgraciadamente, nos deja pocos grados de libertad, debemos compensarlo con mejores ratios y más recursos, pero también con pedagogías y organización escolar.
El sentido de la escuela es que tenga sentido para todos y todas. La escuela que necesitamos es la que ayuda a todos los estudiantes a dotar de sentido a los saberes que promueve. No la que los suprime, ni los disminuye, ni los simplifica, sino la que, buscando constantemente otras maneras de presentarlos y trabajarlos para no dejar a nadie atrás, mantiene su compromiso con unos saberes ricos, variados, estimulantes y desafiantes.
Educamos (y para eso es fundamental el currículo) para comprender la realidad, para saber razonar, para atrevernos a pensar por nosotros mismos, para ser autónomos, para aprender a hacer una lectura crítica de lo que pasa en el mundo y en nuestro entorno. Para saber resistir a la actual sociedad del impulso. Educar es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir, ha escrito Marina Garcés.