En 2020, antes de la pandemia, el Ministerio de Educación y Formación Profesional publicó Las cifras de la educación en España. Curso 2017-2018. Según esta misma publicación, la media de estudiantes por unidad, del último curso del que se tenían datos -2017-2018-, es de 21,9, mientras que en Educación Secundaria, hablamos de 25,1.
Si nos centramos en el caso de la ESO, el tamaño de la clase es superior en España al tamaño medio de los países de la OCDE, que es de 23,8. Además, si hacemos una comparativa en el tiempo, se observa que, por ejemplo, en la enseñanza secundaria el número de estudiantes por aula ha crecido 1,3 puntos porcentuales en España desde 2013, mientras que la media de la OCDE se ha mantenido.
La COVID-19 atravesó de lleno el mundo de la educación y el criterio de evitar aglomeraciones en espacios cerrados marcó que en muchos lugares de la geografía nacional las ratios de, al menos, bachillerato y la ESO descendieran, para lo cual hay que reconocer que se hizo un ingente esfuerzo en la contratación de profesorado.
Sin embargo, criterios de contención de gasto público (porque sí, hay quienes siguen pensando la educación en términos de “ahorro” o “gasto”), llevan a que se dibuje un panorama de vuelta a la normalidad, en cuanto a que “normalidad”, en este país, se considera tener unas ratios de 25 o 30 estudiantes por aula. Triste.
La reforma educativa lleva por bandera la reducción de las desigualdades y la adaptación de los currículos a los desafíos del mundo moderno (el racismo, la pobreza, la violencia de género, la sostenibilidad, la desinformación…). Encierra un mensaje loable que busca la no normalización de las injusticias y la lucha contra la falta de equidad. Sin embargo, otra normalización, la del elevado número de alumnos y alumnas por aula, es el principal lastre, junto a la falta de formación generalizada, para la instauración definitiva de la inclusión como principio educativo, así como para luchar por estos objetivos globales.
Porque ese mundo cambiante, convulso y herido por una pandemia mundial que se dibuja se ha proyectado en nuestros centros, y ese elemento agitador puede cristalizarse en una escuela de fuertes y de débiles que acreciente las diferencias de acceso a los bienes y servicios esenciales. Y en la parcela de los débiles, si la educación no se individualiza y no se convierte de una vez por todas en un acto profundamente humano, estarán los de siempre: los sometidos a una visión histórica de desequilibrios y de injusticia social.
Las escuelas han sufrido durante este año; y no hablamos de edificios, hablamos de muchas personas conectadas cuyo estado anímico influye en el de los demás. Además, muchos de los que trabajamos en ellas hemos cargado con funciones inauditas e impensables cuando estudiamos o cuando nos preparamos para ser docentes. Jamás imaginamos a un profesor o a una profesora haciendo rastreos de virus en los espacios escolares e incluso familiares, incluidos los fines de semana; tampoco pensamos nunca en ver al personal de administración y servicios midiendo temperaturas al alumnado y a otras personas que entran y salen de los centros.
Pero esta es la escuela en la que nos desenvolvemos, y esta es la escuela que muchas veces no se aprecia desde los despachos: una escuela que además pone sobre el escenario a profesionales desasistidos jurídicamente porque se les ha responsabilizado de nuevas labores que tienen dudoso amparo legal.
Creo, así, que comenzar a planificar un nuevo curso escolar lleno de incertidumbre con números similares a años anteriores y sumidos en una reforma que requiere, sobre todo y más que nunca de unión, ilusión, esfuerzo y voluntad, no es de recibo para unas comunidades escolares que lo han dado todo sin cesar desde marzo de 2020.
Cuando desde la Administración han asomado la cabeza a algún centro -a través de videollamadas normalmente- para intentar ver, escuchar o entender algunas realidades, han visto una percepción sesgada y empobrecida de lo que está ocurriendo. Parece, así, que no han visto o no han querido ver que las realidades diversas que habitan en cualquier rincón educativo solo tendrán la atención que se merecen si se contrata más profesorado para reducir el número de estudiantes por aula, más allá de cualquier programa compensatorio que muchas veces lo que hace es estigmatizar al alumnado una vez entra a formar parte de él.
Porque si la reforma, entre otros objetivos, pretende que repitan menos alumnos y alumnas, que la enseñanza sea menos directiva y que el aprendizaje sea más vivencial, debe empezar por individualizar los procesos y bajar las ratios: ello es lo que llevará a demostrarle a la ciudadanía que lo realmente importante para la nueva ley y sus impulsores es cómo lo ve todo cada estudiante, cada docente y cada familia, y no cómo se ve la realidad desde esos despachos libres de COVID.