Sobre este asunto de la nueva propuesta curricular, no debemos olvidar una cuestión fundamental: se están construyendo los cambios (y no voy a negar la necesidad de algunos de ellos) en medio de una pandemia y en el año escolar más difícil que se recuerda. Partiendo de esta premisa de tensión social, se puede entender la crispación, y hay que convivir con ella en un mundo como el de la educación en el que siempre ha habido tantas voces disonantes.
Si le buscamos alguna explicación técnica a lo que está ocurriendo, las ideas de autonomía de centro y libertad pedagógica -dentro del marco legal- a la hora de ejercer la profesión docente, pudieran estar chocando, una vez más, con la nueva construcción del marco normativo que va a regir el devenir educativo de nuestro país en los próximos años. Los claustros suelen sentirse incómodos ante todo signo de encorsetamiento didáctico, ya que están conformados por una ingente diversidad de pensamientos y corrientes que los lleva a sentir que se les está haciendo girar desde arriba en una vertiginosa rueda según el designio político de cada momento.
Sin embargo, para resolver este bloqueo sí que creo más importante que nunca afinar bien en lo referente a la autonomía pedagógica de cada centro. En ese sentido, es conveniente dejar claro que, al igual que los defensores a ultranza de los libros de texto entienden también que este es un recurso y no una guía ni un manual, el currículo, a pesar de ser un elemento prescriptivo, es transformable en función del contexto escolar y la situaciones con las que nos vayamos encontrando. Es la llamada concreción curricular.
Por ello, el cuerpo docente no necesita entrar a hacer modificaciones sobre los contenidos curriculares ya acordados en una ronda previa, ya que para esa labor ni cobran ni tienen tiempo: no es su función. Los nuevos currículos deben seguir siendo trabajados desde las correspondientes comisiones técnicas que se creen.
Sin embargo, los docentes sí necesitan amparo, protección, formación y seguridad en lo que viene detrás: cómo se convierte el currículo en tarea diaria a través de la programación y las unidades de aprendizaje que se ponen en desarrollo. Necesitan, además, construir su liderazgo pedagógico con el refuerzo de la idea de libertad metodológica a la hora de poner en práctica sus programaciones, siempre y cuando se cumplan unos mínimos cuya clave será llegar a entender de forma consensuada que lo más importante es la particularidad de cada estudiante.
Porque, una vez se aclare la disyuntiva sobre cuáles van a ser los considerados saberes básicos y cuáles serán los deseables, cada centro deberá rearmar su proyecto educativo en función de su contexto y de los problemas socioeconómicos reales del lugar en el que se enclava. Para ello hará falta, y ahí está el dilema, un grado de autonomía pedagógica y organizativa sin parangón en nuestra democracia, con los consiguientes recursos humanos, económicos y materiales que lo acompañen.
Este cambio en la cultura escolar, reitero, no irá tanto en lo que se ponga o en lo que se quite de los decretos curriculares, sino en el impulso que van a recibir las comunidades docentes y los equipos directivos para llevar a cabo la necesaria modificación en la organización escolar. Si no se recibe ese apoyo firme, los cambios y las propuestas de mejora volverán a guardarse en el baúl del recuerdo junto a otros documentos institucionales que intentan cobrar vida cada cierto tiempo y que se ahogan, en un bucle incesante, ante la maraña burocrática en la que se ha visto envuelta la educación en los últimos años.
En definitiva: plantearse por quién doblan los currículos es fundamental. Y sí, se lo tienen que plantear todas aquellas personas que tienen alguna responsabilidad en todo este enmarañado legislativo sobre el que se va a encaramar la educación española en los próximos años. Pero también tendrá que hacer una profunda reflexión cada docente, cada equipo directivo y cada componente de los servicios de inspección.
Si no trabajamos todos juntos en la búsqueda de una verdadera autonomía pedagógica, y si no logramos encontrar el tiempo, el espacio y la motivación para edificarla sobre la base de lo que alumnado, familias y docentes de cada centro necesitan, las propuestas seguirán cayendo en el saco que asegura ante la administración que nuestros “papeles”, esos que buscamos cuando “vemos las orejas al lobo”, se ajustan a norma.
Y eso es lo que menos necesita aquel estudiante que más ayuda precisa, el que ve peligrar su periplo educativo mientras seguimos enrocados en un conflicto estéril y en enfrentamientos que nos llevan, desde el personalismo, a hacer prevalecer nuestras creencias personales sobre la educación como bien público que, por encima de todo, hay que proteger.