La gigantesca ola de protesta social desatada desde el 28 de abril en Colombia no tiene similitud alguna con hechos anteriores en la historia moderna de nuestro país, ni siquiera en las remotas épocas de Manuela Beltrán en 1781, ni en las luchas contra el esclavismo después de la independencia y tampoco las encontramos en la huelga de las bananeras de 1928, ni en los paros cívicos de la década de 1970 y 1980. Pero el estallido social que hoy evidenciamos no ha surgido por generación espontánea: existieron movimientos como aquel paro agrario de 2013, –“El tal paro agrario no existe” afirmaba el Gobierno de entonces-, luego numerosos paros estudiantiles, las movilizaciones de la minga indígena y las impresionantes marchas de noviembre del año 2019, que entonces como hoy, reclamaban inversión del Estado en la atención de los derechos fundamentales y sólo se empezó a exhibir un despiadado nivel de represión en la brutal respuesta de la policía que dejó una serie de crímenes de Estado que, aún hoy, no se han aclarado y que se detuvieron por la aparición en escena de la pandemia por el Covid19 y la “plandemia” del Gobierno, para la manipulación del pueblo con esa justificación.
Las consecuencias de una cada vez más desigual distribución de las riquezas y un aumento sustancial de habitantes bajo niveles de extrema pobreza, han hecho aflorar el reclamo airado ante tan injustas condiciones de vida, que no son para nada atendidas por los gobernantes: es desesperante la situación de los sectores populares, jóvenes sin presente ni futuro, obreros, rebuscadores y trabajadores de todos los sectores, campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres, pueblo en general, causada por el sistemático y cada vez más creciente empobrecimiento que las castas oligárquicas propician, pues su único y válido interés es acumular cada vez más y más ganancias, en este mundo subcapitalista que tenemos en Colombia, con el aval de un Gobierno que descarga todos los costos de la crisis fiscal en los hombros de ese pueblo sin horizontes. Esa voracidad se ha hecho muy visible con las medidas a favor de los grandes empresarios y en contra de la clase media y sectores de la pequeña producción que se han tomado durante la pandemia, agravando la situación de esa gran masa que hoy se mueve en las calles al amparo de sus derechos constitucionales de protesta y movilización social… Pero, ¿hasta dónde es viable protestar en Colombia?
En la víspera del paro nacional contra la injusta reforma tributaria, una magistrada de un tribunal intentó frenar la indignación popular, declarando que había que aplazar esa expresión hasta que el país alcanzara la “inmunidad de rebaño”, no obstante lo cual el número de desobedientes indignados en las calles se multiplicó en todo el país. La expresión popular ante la agresión legislativa que pretendía el Gobierno fue contundente y logró dar marcha atrás, al menos temporalmente en esas medidas, pero no consiguió frenar el abuso policial en la represión de las manifestaciones de las gentes en las calles y barriadas, que pareció ser una continuación de la línea desarrollada desde noviembre de 2019, expresada en las noches de terror de septiembre de 2020 en Bogotá y que esta vez se acomodó ante la mirada atónita del mundo en todas las ciudades de Colombia: la mirada gubernamental para atender las reclamaciones de la población ha sido soberbia para escuchar, pero fría para considerar que todos quienes se oponen al régimen y protestan son enemigos del Estado, terroristas que deben ser tratados como tales, al tenor de lo que expresa el expresidente que pareciera dirigir, ya no tras bambalinas, sino abiertamente, el poder en el país.
Constitucionalmente en nuestro Estado Social de Derecho, se garantiza el ejercicio de la protesta y se protege a quienes así lo hagan. Pero la teoría del enemigo interno, hoy modernizada en una retórica neonazi, sigue ubicando a quienes protestan en sinigual desventaja frente a las fuerzas policiales que cabalgan, de acuerdo con numerosas evidencias que han reportado habitantes de diversos sectores, periodistas y organizaciones de derechos humanos, con civiles armados que atacan las masivas manifestaciones con una poderosa exhibición y uso de armas de fuego.
Que protestar no nos cueste la vida, rezan los cánticos en las masivas marchas. Que el objetivo es la vida digna en libertad, suenan otros versos. Es la utopía
A la protesta masiva y pacífica que vive sobresaltos por la infiltración probada de miembros de la fuerza pública y algunos vándalos de diferente origen en ocasiones, la respuesta no es el diálogo sino la fuerza, con la militarización ahora, no ya de los campos, sino de las ciudades: Human Rights International, a 8 de mayo, documentaba 42 personas asesinadas (otras fuentes de DDHH señalan más de 60), 1.023 detenciones, 980 personas desaparecidas, 6 mujeres víctimas de violencia sexual, todos hechos atribuidos a la policía, lo que desnuda un talante ya no arbitrario, sino profundamente dictatorial del Gobierno frente a las demandas de la población.
Cali, epicentro de las manifestaciones de protesta más masivas desde el 28 de abril, ha sufrido 35 asesinatos, incluidos varios niños, en la arremetida militar y paramilitar, en circunstancias que rememoran la trágica Operación Orión del año 2002 en la Comuna 13 de Medellín, pues se ha convertido en el experimento de guerra más atroz a nivel de centros urbanos, para poner a prueba la capacidad del Estado en la contención de la furia popular, que “armada” con los bastones de mando de la Guardia Indígena, “amenaza” la estabilidad de la nación, con sus barricadas, sus bailes, sus expresiones artísticas, su jolgorio, sus imprecaciones populares y sus demostraciones de solidaridad y debe enfrentarse así al ametrallamiento de los helicópteros artillados que los rondan, de las balas que emergen en las noches oscuras y al notorio avance de las fuerzas paramilitares a plena luz del día, asediados además por el lenguaje excluyente y de odio que gobernantes locales y regionales también, con la mayoría de los medios de comunicación masiva, obsecuentemente repiten para el agrado de las “gentes de bien” que gobiernan el país.
Heroico es el ejercicio de la protesta pacífica hoy en Colombia. Que protestar no nos cueste la vida, rezan los cánticos en las masivas marchas. Que el objetivo es la vida digna en libertad, suenan otros versos. Es la utopía. Ya Eduardo Galeano escribía hace bastante tiempo: “Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte…”. Pero la suerte no es azar y cuando a los desheredados, a los oprimidos, a los desposeídos, a los nadie, les tocan el estómago y sordos a sus reclamos les prohíben en la práctica, imponiendo la bota militar, lo que en la Constitución se garantiza, el derecho a la protesta, para que sus voces dignas y combativas se diluyan con el viento, aumenta el coraje y la muda rabia. Y los indignados serán millones más. Entonces la protesta seguirá creciendo pese a todo, “hasta que la dignidad sea costumbre”.
Y la historia ha mostrado que esos cauces desbordados llevan torrenciales aguas a inciertos destinos.